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Categoría: Terror

EL ASCENSOR

EL ASCENSOR

Sólo perdonenme, pido que cononozca mi versión de los hechos nada más, es justo siempre antes de juzgar a una persona escucharla, por eso por favor, detenganse un momento y lean esta historia, la mia.


Mi nombre es Alfredo Fernández Lopez, ya se que es común y poco dice un nombre y un apellido tan corriente... pero bueno, así pasaron las cosas.


Sí, en verdad soy un hombre obsesivo y meticuloso, he cumplido treinta y ocho años hace un mes, solitario, oscuro y escurridizo como un pez, eso contó ante el Señor juez el presindente de la comunidad de vecinos donde realizo mi trabajo de portero de la finca y también resido en el edificio como la señorita Zamora. Señoría, quiero que sepa que todos mienten, nadie sabe mi versión de lo sucedido, porque es evidente que desconocen todos mis sentimientos, mis motivos y sobre todo, el amor que proceso a la señorita Zamora, en todo caso puede acusarme de amor, un delito de amor, la amo y lo mantengo en secreto es un misterio oculto, desconozco los motivos que me llevan a vigilarla, la amo tanto que la sigo siempre en sigilo día y noche.


Carlota Zamora es de cristal, bella, delgada, rubía, muy rubía. Su piel es morena, como de seda sus ojos, son tan hermosos... me recuerdan a dos inmensos lagos con reflejos de almendros, enormes almendras color miel, donde a veces asoma el espanto y el miedo de vivir una vida que no le corresponde, que ella no se merece el sufrimiento, el dolor y la soledad.


Señoría, jamás se fijo en mi, y si lo hizo es solo como portero de la finca o cuando se le atasca alguna persiana o necesita que le haga un arreglo o una chapucilla, cuando olvida las llaves de su apartamento en la oficna donde trabaja y es entonces cuando acude a mi.

Una de mis funciones es la recogida de la basura, el reparto de la correspondencia y mantenimiento del edificio. Su apartamento es el diecisiete, letra A. Le subo el correo a su vivienda pero cuando no esta ella, le introduzco la correspondencia por debajo de la puerta; no recibe gran cosa, publicidad, facturas, cartas bancarias y alguna personal.


Las epístolas personales las remite siempre el mismo tipo desde una ciudad reconfortantemente lejana para ella; para mí, ¡je, je je! -disculpeme- esta pequeña broma que me he permitido Señor juez, ¡eso sí!, ¡nunca abro las cartas ¡...simplemente algunas se extravían o se pierden en el revuelo de papeles del cajón del mostrador de la portería olvidados por puro descuido mio. Gracias a mi celo la ayudo a que nadie la moleste, ya sabe, la gente siempre busca cosas en la vida de los otros. Cuando recojo la basura de su puerta miro en ella husmeando entre los desperdicios, restos de fruta podrida, galletas humedecidas, cascaras de patatas y envoltorios de productos precocinados, que ya sabe usted-, que eso no es forma de comer, no se alimenta en condiciones, por eso era tan delgada; me apenaba mucho, había en la bolsa de la basura pañuelos de papel emburruñados. Sufría, sí, y mucho, por eso sus ojos a veces eran muy tristes y su delgadez casí extrema y sabe ese aspecto desvalido, cansado como el de una niña de corta edad abandonada en una gasolinera a su suerte por unos padres que sé que nunca la amaron.


Poco a poco, averigue casi todo de la vida de la mujer y de la niña, una asdolencente de cuarenta años, Carlota Zamora.

Aquella mañana que usted llama la de los hechos, el ascensor no llegaba; yo lo comparo a un confesionario de los que hay en las iglesias católicas, si es que pudieran esos ascensores elevarse hasta Dios o descender hasta el infierno, un claroscuro semejante al final de un precipicio, como en una escena que recuerdo vi en una película; no me acuerdo de su título.


Ella me imaginó de pie haciendo guardia (estoy seguro de que pensó en mi). Como siempre apoyado en el tronco del árbol y uno de tanto permanecer en la misma postura ya formaba parte del paisaje urbano, como el árbol, siempre vigilante, enrraizado en las aceras, mi alamo: ¿sabe usted? tiene dos ramas centrales que se retuercen y se funden en un abrazo vegetal y eterno, lo mismo que mis brazos, que permanecen siempre cruzados sobre mi pecho, para protegerme del frío o de la gente que pasa por la calle: la copa del alamo -ahora sin ojas-, es como mi cabeza, y dentro de ella habitan pájaros imposibles.




Sí, declaro bajo juramento en este juicio contra mi persona en este lio en el que ando perdido. Se me juzga por algo que no cometí, señoría; me ratifico todas las veces que usted me llame a declarar, y repito lo mismo una y otra vez; repito, soy un hombre obsesivo y meticuloso que se enajena con facilidad. Como ya he declarado, el ascensor no llegaba, la señorita Zamora, aunque no era una mujer que se desquiciaba con facilidad tenía fóbia a los lugares cerrados y al ascensor la idea de quedar atrapada en cualquier lugar la hacia volverse loca. Llegaban desordenadamente hasta su mente imágenes de fotográmas de multitud de personas, de catastrofes, eso le llevaba a un gran estado de excitación mental, sobre todo cuando esperaba el ascensor. Su estado nervioso le producia un hormigueo hasta sentir el escalofrío por todo el cuerpo. Esta sensación le duraba un buen rato incluso mucho tiempo despues de haber llegado a su cita. Su sueño era escapar, planeaba posibles estrategias, como irse sin dejar ninguna pista, limpiamente, como en una película de presos que se fugaban y nunca los cogian.

Era el 26 de Enero, lunes por la mañana. Carlota se levantó de la cama justo cuando el reloj de pared de su salón daba las siete. Se fumó el primer cigarrillo y pensó; ¡tengo que dejarlo!. Salió del dormitorio y entro en la diminuta cocina. Se preparó un café, le añadió leche y se lo tomó.

Adoptó la firme decisión de escapar de aquella ciudad y del lúgrube edificio donde residia porque le producia naúseas la axfisiante atmósfera que en él reinaba. En aquella avenida tan ruidosa y aquel árbol muerto frente a la puerta principal. El bloque de pisos se erguía apoyándose a derecha y a izquierda por otros edificios colindantes, todos eran de cemento ennegrecido por la contaminación y el paso del tiempo.

Carlota, con este pensamiento cerró la puerta del apartamento y en el rellano de la escalera oyó el reloj de pared del salón. Tán, tán, tán... Así hasta ocho campannadas recordándole que llegaba tarde a su trabajo y entonces empezó el angustioso maltrago de esperar al asensor. En aquel momento ella iniciaba el largo viaje hacia el otro lado de la ciudad y por sus piernas paseaban decenas de hormigas, aunque no era una mujer especialmente nerviosa, le aterraba la idea de quedar atrapada en un ascensor. Cada vez que subía a un ascensor el hormigueo de las piernas acompañado de una leve elevación del entrecejo por la contración de los músculos de la frente, le llevaban a un caos nervioso y todos estos sintomas le duraban un buen rato, incluso horas.

El sueño de Carlota siempre era escapar, como el fotográma de la película de presos que conseguian fugarse de la cárcel. Nunca los cogieron.

Y por fin el ascensor llegó. Subió y pulsó el botón del piso bajo, de repente el ascensor se detuvo entre la planta quince y dieciseis; los músculos de su frente se tensaron en el entrecejo y un temblor imperceptible se movia por su cuerpo arriba y abajo, con golpecitos rítmicos y compulsivos, desplazandose hasta la esquina inferior de la cuenca del ojo izquierdo. Se mordió los labios hasta sangrar, contuvo la respiración más allá de lo posible, estaba atrapada sin duda en aquel terrorífico habitaculo como una jaula de tortura metálica y dura. Ella se infundó un ánimo desmedido -el ánimo del terror-. ¿Por qué no podia seguir allí viviendo hasta el infinito dentro del terrorífico ascensor? En soledad y en milesimas de segundos que parecian horas, se acordó de su familia, a pesar de que el corazón le golpeaba dentro del pecho con violencia, permanecia inmóvil, tratando de escuchar algún sonido proveniente del exterior. Con una tensión desesperada empezó de forma compulsiva a dar patadas y puñetazos a la pared derecha del habitaculo que la ahogaba. Intento gritar. No pudo. Miró el reloj de pulsera, eran las ocho y tres minutos, pero para ella parecia que había transcurrido mucho tiempo. Desesperadamente, sintión inquietud, una sensación muy parecida al miedo: Pensó -dentro de un momento vendrán a buscarme- no hay razón para que no me encuentren. Cinco minutos calculó, le pareció un tiempo desproporcionadamente largo para estar sola dentro de la jaula del horror.

Entonces Señor juez, yo oí golpes dentro del ascensor, escuché un jadeo, sí, era ella, estaba dentro, atrapada. Decidí que con lo único que ella contaba era con mi voluntad y con ls restos de mi fuerza. Bajé por la escalera hacia donde estaba el ascensor parado.

-¿Hay alguien que está dentro?
-Silencio.
-¿Señorita Zamora? pregunté.
-¿Qué? repetí.
-Sí, estoy -la oí.
Yo llevaba en la mano la llave del ascensor, desde la planta dieciseis y en la puerta de frente le hablaba. Luego abrí y dije: Voy a subirla hasta donde estoy, ¿Podrá sujetarse a mi cuello cuando yo le avise? Bien, agarrese a mi cuello cuando se lo diga, me incliné y ella se alzó sobre las puntas de sus pies para mirarme desde abajo. Me volví hacia la señorita Zamora, no dijo nada y ella escucho mis pasos apresurados por la escalera. Evidentemente seguia atrapada dentro del ascensos.

-¡Ya está señorita!
-¡Voy a meter la llave!
-Abrí y cerré.

Me quedé allí de pie, mirando. Volví a abrir y miré el espejo del ascensor, Carlota dentro, cerré. Volví la vista hacia la escalera, subí corriendo las escaleras hasta mi ático y abrí apresuradamente un cajón del armario donde guardo las herramientas de trabajo y saqué la sierra mecánica. Subo hasta el cuarto de máquinas. Entro, sujeto el cable de acero y corto limpiamente ámbos extremos con la sierra. Estudio el cable y pienso: un corte perfecto.

El ascensor se desplomó hasta estrellarse contra el suelo del final del hueco, para que aquel sentimiento no acabara, le grite: te quiero amor.

Eso Señor juez se lo digo con todo el sufrimiento del mundo, ?Estamos con los que viven? ¿Es eso el misterio de las experiencias?; oscuras experiencias, como oscuros son los sufrimientos cuando has hecho lo que no debias y sin embargo era necesario que lo hicieras, cuando conoces de sobra lo que ya presentias pero nunca habias creído, cuando todo a tu alrededor se ha hundido, terminado en un caos, y lo inevitable no está en ningún lugar para ponerle un fin como una ola que te arrastra desde lo más profundo de la experiencia y te lleva mar adentro, que te encuentras solo. Aunque al haber liberado de todo el sufrimiento de haber cometido un asesinato. Tal vez eres un ser sin nombre y deleznable y puede que sonrrias sin que nadie lo sepa a la felicidad.

¿Por qué no habría de atrerme la señorita Zamora en aquellas horas extrañas cuando la mente se me nublaba? Aparecia la imagen de la insistente y muda vida, su vida.

Señoría, yo quería una vida nueva para ella, ¿Señor juez, Usted sentiría extrañeza ante mi impotencia de no poder cambiar su destino?

No he pasado ni un buen momento en toda mi vida pero ante Usted y este tribunal he intentado contralo con orden aunque no pueda sacar mucho de mi narración, pero ando perdido, no sé ya que nivel de profundidad se escondian tras los gestos de la señorita Zamora o tras la relación que ella tenía con la vida. Hasta donde ¿digánme señores del jurado es oponerse? ¿hasta donde conviene ser rebelde? ¿hasta dónde la resignación?. Diganme Ustedes en que medida debe uno considerar las acciones que realiza oportunas y hasta donde la imposibilidad de realizarlas, ¿Cómo sé yo cuando una respuestas es seca? ¿El orgullo? ¿La diversión? un juego que me llevó al crímen por resignación y en que medida debe un ser humano considerar las acciones de otro, oportunas y cuando una respuesta es seca, ¿el orgullo, la diversion, el juego?. La realidad detrás de lo cotidiano, eso que Ustedes llaman la rutina diaria y que desconocen como funciona en mi, puedo compararla con mi árbol, él arroja su aspereza, su dulzura, tal vez su certeza; sus ojas, sus frutos, eso es lo que tiene mi mundo. Como bien sabe Usted Señor juez y el tribunal y yo mismo sé hoy y sabía entonces. Porque entonces sabía discernir lo real de lo irreal y casi por instinto media todo lo que ocupaba el espacio de mi mundo mágico, entre terrible y sublime.

Y este tribuna que me juzga por unos hechos confusos y porque tengo pocas personas en este mundo que me quieran -pocas-, es una metáfora, realmente no tengo a nadie y es la primera vez que esta muerte me causa tanto pesar y a mi me gustaría morirme ahora mismo.

Ya sé Señoría que no soy viejo ni estoy enfermo. Pero donde uno no quisiera morir -Señor juez- tampoco debe estar ni vivir.
Datos del Cuento
  • Autor: CARMEN
  • Código: 10635
  • Fecha: 27-08-2004
  • Categoría: Terror
  • Media: 5.33
  • Votos: 70
  • Envios: 3
  • Lecturas: 5034
  • Valoración:
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