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EL ATRACADOR

La madrugada olía a pólvora de fuegos artificiales y a cerveza rancia; los pordioseros se movían titubeantes de zafacón en zafacón; la luna palpitante desplomaba rayos invisibles que eran tragados por los poderosos faroles colocados a todo lo largo y ancho del malecón de la ciudad de Santo Domingo; el mar rugía cercano, lanzando intangibles particulitas de sal humedecida sobre la ropa andrajosa de los escuálidos borrachines que ahora espaciaban sus resacas acostados en posición fetal sobre la acera; aún resonaba el eco de los tambores carnavalesco; y a los oídos de Andrés llegaba de vez en cuando el sonido lejano de la trompeta de algún músico rezagado que se negaba a terminar aquel gran jolgorio de comparsas que desentonaba con el ruido infernal que producían las puertas metálicas plegadizas que cerraban las discotecas y restaurantes.

Era el último día del carnaval de República Dominicana, período que Andrés esperó deseoso el año entero. Las ventas de bebida y comida durante estos tres días de francachelas, serpentinas y confetis, superaba siempre la de los restantes días del año juntos, y esta madrugada no quiso cerrar porque aún permanecían seis mesas ocupadas que estaban siendo utilizadas por descoloridos turistas norteamericanos quienes se acompañaban de algunas mulatas dominicanas que parecían, a pesar de sus consumidas figuras, disponer de más de un estómago, por la gran cantidad de cervezas que ingerían.

Todo transcurría tranquilo, normal y acorde con la experiencia de años anteriores con la única excepción de que Andrés no podía despegar sus ojos del orificio negro, tenebroso, fantasmal del cañón de una pistola “45” que le apuntaba al centro de sus cejas. Y las palabras que resonaban ominosamente en sus oídos: “¡Mete en el saco todo el contenido de la caja registradora, cabronazo, o tus sesos adornarán las paredes de tu asqueroso negocio!”

El mozalbete gordito había llegado tan sigiloso que los parroquianos no repararon en su presencia, se sentó en un taburete del bar y le pidió a Andrés un whisky Sour que se bebió de un trago, luego entró la mano en la chaqueta, como para pagar, y lo que salió fue el cañón terriblemente oscuro de aquella máquina de muerte, cuyo gatillo era presionado por un dedo negro, firme, poderoso como la mirada de su cara azulada, obscena, nerviosa, de labios gruesos, sin bigotes y orejas enormes.

-Tranquilícese joven, dijo Andrés casi susurrando, sin poder evitar el temblor que se había apoderado inclemente de sus piernas, -le daré todo.

Pero no podía darle nada porque hacia unos 20 minutos había vaciado la caja y llevado todo el dinero al arca de seguridad empotrada en una pared de la segunda planta.

¡Treinta segundo, cabrón o te exploto la cabeza!

Sentenció el atracador al ver la ambivalencia de Andrés, quien para el momento estaba sopesando la peligrosidad de estos ladrones jovencitos: -son los más brutales, los imperdonables, ya que normalmente atracan cuando están excesivamente endrogados o cuando le falta la droga que es aún peor, reflexionaba dentro del pánico que le embargaba, y al mirarle a los ojos encarnados, sombreados por enormes ojeras, un escalofrío incierto se adueñó de su cuerpo.

--¡Le daré todo, amigo! Sabiendo que no le daría nada.

Los turistas consumidores reían y charlaban alegremente con sus demacradas amiguitas sobre los ocurrencias del carnaval, mientras que Andrés miró de nuevo, espantado el orificio infinito de aquel aparato letal que no despegaba la mira de su frente, por lo que dio dos pasos y se dispuso trémulo a abrir la caja registradora a sabiendas de que estaba vacía. Sólo un milagro podría salvarlo.

Cuando Andrés golpeó el botón para liberar la caja el joven atracador se movió por encima del mostrador para observar la cantidad de dinero y asegurarse de que Andrés no lo engañaría, y cuando vio frustrado que la caja estaba vacía, manipuló la “45” gruñendo: ¡Te la buscaste, cabrón! Andrés cerró los ojos para esperar el disparo fatal.

El estampido produjo miles de ecos, y una voz ronca, autoritaria tronó: --¡Todo el mundo al suelo, y repitió ¡al suelo dije, coño!

Los turistas y sus mujeres fueron despojados de todas sus pertenencias incluyendo cadenas, relojes, carteras, zapatos y hasta las camisas de algunos de ellos, en la caja registradora no encontraron nada, pero se llevaron todo lo que encontraron en los bolsillos de Andrés; al atracador le quitaron los tennis Nike, su cartera vacía, y la “45” de juguete que portaba sin permiso legal.

Los dos ladrones finalmente dispararon tres veces al aire y se fueron tan fugazmente como habían llegado. Cuando se sintió fuera de peligro El atracador, desde el suelo, levantó la vista tranquilamente y los ojos de Andrés le esperaban en una mirada mortífera. Se miraron y se remiraron con encono por un buen rato hasta que el resentimiento se disipó, convirtiéndose lentamente en una sonrisa que terminó en una gran carcajada.

Los pálidos turistas, ahora semidesnudos, y sus esqueléticas mujerzuelas, miraban perplejos.

Joan Castillo
09-06-2005.
Datos del Cuento
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