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EL CYBER CAFE

Después de más de un mes de trabajo duro en su computador personal, Mario había descifrado la clave, las pruebas eran infalibles, sólo tenía que enviarla rápidamente a su socio en New York, quien se encargaría de divulgarla a todo el mundo científico y la vida del hombre cambiaria de manera radical. La copió en un par de disquetes y encendió su vieja Ford. El Cyber Café más próximo estaba localizado en la ciudad de Pedernales, a unos 30 Kms, adonde se dirigió superando el polvo, las piedras y los badenes de la deteriorada carretera sin detenerse ni reducir la velocidad.

Pudo llegar penosamente, parecía un fantasma con tanto polvo en el rostro y se perdía en el horizonte el humo espeso que despedía la vetusta camioneta. Se desmontó, corrió y abrió la puerta del Cyber y se encontró con siete computadoras encendidas a su disposición, pero todas estaban ocupadas. Se sentó en un banco de espera pero ya al cuarto de hora sus dedos crujían de desespero, los usuarios no daban señales de terminar; se convirtió en un manojo de nervios: se paraba, daba unas vueltecitas, salía del local, encendía un cigarrillo, inhalaba un par de copos y lo lanzaba, entraba de nuevo, y aquellos internautas seguían en su rutina.

Algunos de los cybernautas reían, otros cantaban, otros tenían el cuerpo tan rígido y los ojos tan fijos que parecía como si el monitor y el individuo fueran uno solo; otro anotaba con un lápiz alguna cifra o palabra que observaba en el monitor, las mujeres chateaban, y había uno que escribía con una mano ya que con la otra sujetaba a un gallo. Un chiquillo observaba un juego de baloncesto con tanta pasión que elevaba y bajaba los brazos, ejecutando intercambios de piernas como si él fuera parte del juego; y el del fondo, que aparentemente navegaba entre páginas pornográficas, se peleaba con una pequeña cortina con la que trataba de esconder su morbo.

Nadie se paraba, pareciera que vivían en un mundo distinto al de Mario, quien De vez en cuando palpaba el bolsillo superior de su chaqueta para cerciorarse de que los disquetes estaban allí Los siete cibernautas continuaban sus tareas impertérritos y Mario, desesperado, pensaba en alguna solución, -si habían siete ordenadores, pensó, -debería haber un Servidor Central, por lo que se dirigió a la gerente.

-Señorita, necesito enviar una información urgente, son sólo diez minutos, si me permite utilizar el Servidor pagaré los diez minutos como si fueran diez días, ¿si?
No, contestó la administradora, no hay servidor, cada computador trabaja independiente.

Se puso la mano en la cabeza, se estrujó los cabellos, luego se los haló.

-Señorita, en n estos disquetes traigo una fórmula que lanzará al hombre a un mundo más justo y esperanzador. ¿Me puede decir si hay algún otro locutorio cercano?

Si señor, en el próximo pueblo, a unos 90 Kms. Si es que hay luz ya que no tienen inversor, contestó la gerente traduciendo cierta compasión en el tono de su voz.

Cuando la gerente le habló de la energía eléctrica tuvo una idea genial: “un apagón podría lograr que alguno de los fanáticos liberara un ordenador”. Una sonrisa sardónica se dibujó en su rostro y salió caminando sigilosamente observando todo los rincones hasta dar con la caja de breakers y sin pensarlo dos veces, bajó el interruptor y de inmediato empezó a oír el pito peculiar de los aparatos de energía continua de los computadores; al final, como esperaba, se apagaron. Volvió al salón principal y de nuevo se sorprendió, nadie se marchó, ni siquiera se pararon, las dos muchachas sacaron espejitos y componentes de maquillaje de sus bolsos y se acicalaban; los demás sacaron libros y empezaron a leer, y el del gallo aprovechó para pulirle las espuelas, el del fondo extrajo una revista Playboy de su chaqueta y devoraba las páginas como un maniático. Definitivamente esperarían a que regresara la energía eléctrica.

Por fin uno de ellos se puso de pies y Mario respiró de puro gusto; salió disparado hacia el ordenador, pero el Individuo volvió a sentarse –sólo se puso de pie a desperezarse, entonces reparó en el hombre del gallo: --si lograba que el gallo se escapara –analizó- el internauta se pararía por el rato que él necesitaba para enviar la información tan valiosa. Aferró con cuidado los disquetes, puso cara de malo y caminó sin parar hasta tropezar con el cibernauta logrando que el gallo se escapara, pero el hombre siguió escribiendo, esta vez con las dos manos.

--Señor, ¡el gallo!, le dijo, ¡el gallo se escapa!

--No importa, contestó el cibernauta, él conoce el camino.

Tomó entonces una decisión drástica; invitaría cortésmente a ponerse de pies al que pareciera más débil que era el niño del baloncesto; Si no se paraba el lo lograría con violencia, y así lo hizo, con el único inconveniente que el chico demostró tener la fuerza de tres hombres. Le agarró por un brazo y lo haló con todas sus fuerzas pero parecía como si el chico estuviera agarrado fuertemente al canasto del juego virtual por lo que no pudo moverlo ni un milímetro, logrando sólo que la administradora le llamara la atención:

--Señor, debe esperar su turno.

Y a los tres días aún estaba esperando su turno; Ninguno de los cibernautas se había movido de su asiento, y él sabía que no habían dormido porque él tampoco lo había hecho. Fue cuando vino a darse cuenta que se estaba dejando vencer por el sueño por lo que recostó la cabeza en el borde superior de la butaca y se durmió.

Cuando despertó aún estaban ahí; los sietes cibernautas permanecían pegados a los computadores con la misma compulsión, con la misma desfachatez, con una pasión desconocida por él. Se frotó los ojos para confirmar que el chico se había convertido en un hombre maduro; las mujeres se habían consumido en dos ancianitas deterioradas; los hombres lucían encorvados con barbas que le bajaban por debajo de las rodillas. Todos tenían lo mismo en común: los ojos se les habían reducido, y miraban tan fijo a los monitores que pareciera como si estuvieran atados a ellos por algún hilo invisible.

Notó que alguien le observaba en una mirada de lástima y a la vez de consuelo. Eran el gallo, al que a duras penas le quedaban algunas plumas disgregadas, y la Gerente quien trabajosamente le repitió:

-Debe esperar su turno.


Joan Castillo.
11-06-2005.
Datos del Cuento
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