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EL GATO Y EL MENDIGO

Después de nacer los seis gatitos, la gata los acurrucaba alimentándoles con su maternal leche. Al frente de aquella cálida escena, el amo de la gata los miraba con tristeza... "Que lástima, somos pobres y la comida no alcanza para más bocas y, menos para los gatitos... Pobre gata, pero no me queda mas remedio que... ", pensaba el amo.

Al día siguiente, esperó que la gata dejara un momento a sus críos, y, rápidamente, cogió a los gatitos metiéndolos en una bolsa, guardándolos en un gran cofre... Cuando llegó la gata y no encontró a sus críos, comenzó a buscarlos, enloquecida, de un lugar a otro. Su amo la observaba, la escuchaba maullar durante horas, pero ya nada cambiaría su decisión.

Por la noche, mientras todos descansaban, abrió el cofre y sacó el paquete con los gatitos, y con la oscuridad que ocultaba su triste proceder, sigilosamente corrió a través del pueblo hasta llegar al borde del gran basural. Cerró los ojos, rezó una oración, pidió perdón a dios por su triste acción y, de un aventón, tiró el paquete con los gatitos al fondo del oscuro basural. El sonido sordo de la gran caída del paquete, le avisó que su tarea había terminado... "Qué mas se puede hacer, si uno con las justas tiene para comer... Que dios los ampare", pensó, y cabizbajo regresó a su hogar.

Como todas las noches, una gran manada de mendigos, gente de mal vivir, perros, ratas, caminaban por el basural en busca de los desperdicios de comida. Después de haber recogido todo lo comestible o reciclable, comenzaron a retirarse hacia sus lechos de reposo. Como siempre, los mendigos más viejos eran lo últimos en llegar; uno de ellos escuchó, mientras recogía los desperdicios, el tierno llorar de los gatitos que parecía ser como el susurrar de un bebé... Sorprendido se acercó, atraído por aquellos misteriosos sonidos. Caminó en medio de la oscuridad hasta encontrar el bulto de donde provenía los sonidos... lo cogió, y cuando lo abrió, vio a seis gatitos que con sus brillantes ojillos y sus pequeñas uñitas buscaban amparo... "Caray, son gatitos. Qué miserable es la gente. Pero yo, qué puedo hacer... Son tan pequeñitos, pero, para que no se mueran lentamente de hambre, tendré que tirarlos al río, para que terminen de sufrir; no vaya a ser que vengan las ratas o los perros y eso, sería tan horroroso... Si, tengo que tirarlos al río... Pobres criaturitas". Cogió la bolsa con los gatitos, se aseguró que no hubiera nadie a su alrededor, pues temía que llegara algún malhechor o animales hambrientos, y salió rumbo hacia el triste final de los animalitos.

Cuando llegó, un sentimiento lo sobrecogió... "Tengo que mirarlos una vez mas, antes de tirarlos". Abrió la bolsa y, nuevamente, los vio a los seis, con sus ojillos, sus rosadas naricitas, sus diferentes colores de pelo, sus tiernos maullidos... De pronto, uno de ellos saltó de la bolsa y cayó sobre la mano del mendigo; y lo comenzó a lamer, raspándole con su lengua su nudosa mano. "No nos dejes, te necesitamos, estamos solos...", le maullaba el gatito... El pobre anciano se conmovió "Caray, si parecen niños, con sus pelitos tan suaves y parados, tan frágiles...¡Oh! Pero qué tonto he sido, si yo vivo solo, y ellos pueden acompañarme...y, si hay comida para uno, puede haber para seis gatitos mas... ¡Claro que si! Además, pueden ayudarme a mendigar", el mendigo se paró resuelto y, se llevó a los seis gatitos a su nuevo hogar

Antes de llegar a su choza, compró una botella de leche y, ya en su casa, lo compartió con sus gatitos. No supo por qué, pero aquella fría noche durmió como si fuera un rey en un palacio lleno suaves colchas y perfumados aires... Cuando despertó, vio a los seis gatitos durmiendo, familiarmente, sobre su cabeza. Se levantó, los cogió y los metió dentro de su canasta; luego, se fue a mendigar a las calles. Sobre una asidua vereda se sentó y puso al costado, sobre una cajita, a sus gatitos, pidiendo dinero, a los transeúntes, para alimentarlos y, alimentarse.

La gente, al ver tan digna acción, comenzaron a darle buena propina en apoyo a la noble causa del mendigo. Además, le sugerían que sería muy bueno que los regalase "¡Oh, que buena idea señoras! ¿No sería un buen acto, para los ojos del Señor, si ustedes, almas piadosas, se hacen cargo de alguno de mis tiernos gatitos?", les respondía... Y fue así como poco a poco los fue regalando a casi todos los gatitos; y digo casi, pues, de todos, había uno que era diferente a los demás, era el más pequeñín, el más callado, y el único que tenía el pelambre negro como la noche y unos negros ojos grandes y redondos y brillantes como la Luna... Esa imagen misteriosa del gatito, hacía hablar a las gentes que aquel gato negro, traía la mala suerte; "Anciano, si sigues con ese gato negro, la mala suerte nunca te soltará", le decían; " ¿Mala suerte? Pero, si yo ya no tengo ni buena ni mala suerte...Acaso soy más, o menos que ustedes, ante los ojos del Señor, y si es así, ¿es por ello que no tengo su suerte? ¡No señores! Cada uno tiene su suerte, la mía es la mía y, la de ustedes nunca será la mía...", sabiamente les respondía.

El tiempo fue pasando y, por todos lados se veía al mendigo andar cargando en su canasta a su gatito negro. Un día, un gran perro callejero quiso devorar a su gatito, "Viejo, ten cuidado, que ese gato tiene los ojos del demonio", le dijo el perro, "Puede que si, perro… ¿Es que acaso te gusta saborear la carne del demonio? Será mejor que dejes a mi pequeño demonio tranquilo a mi lado, pues su compañía es cálida, y por ello, somos como una familia, perro", le respondió el anciano.

El gato negro, con el tiempo, se hizo grande, mientras el mendigo comenzaba a sentirse más y más débil. El felino, ya maduro, se hizo autosuficiente; buscaba sus alimentos y se desaparecía por muchos días, dejando al viejo mendigando, o durmiendo en su choza, pero siempre retornaba al lado de su anciano amigo. Llegó el día en que el viejo dejó de salir, pues una terrible enfermedad, lentamente, lo comenzaba a destrozar, "Amigo, se que para ti no es tan triste como para mi, pero, será mejor que me dejes... Yo, ya estoy por morir, viejo amigo, vete y déjame morir en paz...", le dijo a su gato. El felino callaba, pues sentía expresarse a través de su intensa mirada... se quedó mirándolo, como quien le tiene una deuda, y no lo dejó hasta verlo dormido. Luego, se alejó de la choza y corrió sin parar hasta llegar a su otra, misteriosa, morada.

En medio del bosque, había una escondida casa, iluminaba por una tenue luz interior. Cuando el gato negro entró en aquella morada, una vieja mujer, de cabellos largos y grasosos, vestida toda de negro y con una gran joroba, movía agresivamente un puchero, preparando alguna pócima secreta; "Oh, al fin has llegado gato ¿Por qué tienes esa cara?", le dijo la bruja, "Tu ya sabes, bruja", le dijo el gato, "¡Qué! ¡Estás seguro que eso es lo que quieres, gato!"; "Si, bruja"; "Entonces ya sabes lo que tienes que hacer". El gato se le acercó y se puso en su regazo. "Bueno, extiéndeme tu pata derecha… ¡Oh, estás loco gato! ¿Todo esto, por ese anciano? Bien, muy bien..."; el gato extendió su pata derecha y la puso sobre la mesa de madera, mientras que la bruja, con una hacha, salvajemente le partió su pata, haciéndole gruñir como un tigre... Luego de terminada aquella sesión, el gato, aún adolorido, le dijo a la bruja: "Dame mi pata, bruja"; "¡Tómalo y lárgate, gato tonto!". El pobre gato cogió con su hocico su pata, y luego, comenzó a lamerse lo que le quedaba de su pierna… Fue cojeando hacia un charco de agua y tierra, y se embadurno su pierna con el barro; luego, cogió nuevamente su pata con su hocico y se alejó cojeando de la morada de la bruja.

Con la pierna aun desangrándose, y con su pata en su hocico, el gato negro llegó hasta la choza del anciano. Cuando entró, lo encontró al mendigo aún sobre su lecho, moribundo, "Anciano, despierta, tengo algo que darte", el anciano abrió levemente los ojos y, sorprendido le dijo: "Gato, me has hablado, aunque ya es muy tarde, pues tienes que saber que ya estoy por dejarte, amigo..."; "No es tarde anciano, aquí tienes mi pata... con ella podrás curarte"; "¿Curarme gato? ¿Cómo?"; "Anciano, ¿Acaso no sabes que un gato negro tiene siete vidas? Pues bien, aquí te dejo una parte de mi vida, y aún me quedan seis mas, anciano... "; el mendigo sonrió y, agradecido, recibió la pata del gato, la besó, luego, comenzó a frotarla en su corazón, y, lentamente, el fuego de la salud le comenzó a calentar... Mientras tanto, el gato negro se alejaba de su lado para siempre, cojeando en dirección misteriosa.

Joe 16/12/03
Datos del Cuento
  • Autor: joe
  • Código: 5903
  • Fecha: 18-12-2003
  • Categoría: Infantiles
  • Media: 4.8
  • Votos: 46
  • Envios: 12
  • Lecturas: 3912
  • Valoración:
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Comentarios


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1 comentarios. Página 1 de 1
Alejandro J. Diaz Valero
invitado-Alejandro J. Diaz Valero 23-12-2003 00:00:00

Amigo Joe, considero que suprimiendo los últimos cuatro parrafos, este cuento merece un 10, refleja los sentimientos a fomentar en la infancia. Particularmente creo que la extensión de la trama no favoreció el buen trabajo con magistral comienzo... Cosas que pasan. En todo caso FELICITACIONES por su trabajo. Reciba un cordial saludo

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