Nos miramos de frente ahí en el patio. Por las señas que sabía, me dí cuenta luego de que era él.
Mi rival había regresado.
Pude haber hacho varias cosas pero elegí la peor de todas.
Le hablé a mi mujer para que le viera a través de su ventana en la planta alta. Supongo que tuvo sentimientos encontrados; me miró dudosa pero luego bajó con paso firme para recibirle.
Volvió después de siete meses por la que había sido su casa.
Ahí estaba detrás del barandal agujerando la mañana de invierno. Con un súeter viejo y esa maldita mirada suplicante que siempre enterneció hasta los huesos a María.
Ella le abrazó y le invitó a pasar y él con una soberbia diplomacia apenas me tomó en cuenta; me dirigió una mirada fría y luego me ignoró y fue hasta la cocina donde María estaba ya sirviéndole el desayuno, la comida que en un detalle especial yo había preparado para ella.
Esto último lo sentí como una humillación.
Antes, él era dueño de sus atenciones; así fue hasta que él decidió abandonarla. Entonces yo llegué a la vida de María sin que en ese momento nadie me hiciera sombra.
Yo fuí muy feliz durante siete meses, en los que su presencia sólo fue un recuerdo en el sofá de la sala y en el patio y en la cocina y en todas partes de la casa donde estaba su sello personal que mi buen trabajo me costó borrar.
Yo estaba contento hasta ahora que él vino a robarme la ternura y las atenciones de María.
Yo no soy capaz de competir contra él.
A pesar de su aspecto desaliñado, he de reconocer que conserva la dignidad de los de su clase y lo peor de todo es que no se enfrenta conmigo. No ha llegado a reclamar lo suyo sino a suplicar las caricias de María. Ella al parecer, respondió presurosa a su llamado porque se olvidó de mí y me apuró para que me fuera a mi trabajo- Voy a estar bien- me dijo.
Degraciado mugroso. Pienso con una infinita rabia, mientras trato de digerir el cinismo y la desverguenza que le hizo volver a buscar a María. A quitarme lo que ya era mío y peor aún: el cariño de los niños de María que también estaba conquistando.
Pienso que puedo desaparecerlo; pero tendría que parecer un accidente. No puedo andar dejando muertos por ahí. Mejor aún: gritarle unas cuantas verdades, retarlo, insultarlo, quitarle de una vez por todas ese aire amenazante de perdonavidas con el que me vió la mañana que nos topamos en el patio.
Yo sé quien es él, pero él todavía no sabe quien soy yo.
Puedo vencerlo, al fin de cuentas.
Por su abandono y descuido; yo oy ahora el amor de María. Soy su única adoración y el hombre de su vida. Tengo ascendencia sobre María.
Puedo decirle que se decida entre él o yo; entere ese desgraciado costal de incertidumbres o la firmeza y la seguridada que le brinda mi compañia. Pobre de María si se equivoca y ahora el que tenga que abandonarla sea yo...
Tal vez me dolería estar lejos de María y de los niños...O tal vez podamos tener una avanzado acuerdo y convivir los tres; siempre y cuando él duerma aparte, se coma su comida y se deje manejar en la estética canina.