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EL SEÑOR BUENISIMO

Mamá siempre me enseñó que la comida no se debe echar a la basura, que hay mucha gente que no tiene nada para comer y que ello es un gran pecado...

Cuando tuve un negocio, toda la mercadería que no salía, la guardaba en un cajón, o lo regalaba a cualquier indigente. Decidí fijarme un solo día de atención a la semana, cuando estos personajes empezaron a aumentar sus visitas.

Al principio se quejaban... "No hay derecho", "Uno no viene de tan lejos"... Causaba gracia verlos así, con un derecho y dignidad ya apropiada y ganada... pero, después de mucho liar se acomodaron al nuevo horario.

Para desgracia mía, estos personajes continuaron creciendo como un río. Y ya antes que amaneciera, hacían una cola en la puerta del local esperando la atención del día viernes. Cuando no eran atendidos con mis galletas o dulces, hacían unos escándalos tan terribles que tuve que llamar a la policía para que me apoyaran...

Tuve que hablar con mamá cuando el río siguió creciendo con su caudal de indigentes. "Hijito, es una bendición de Dios", "Qué el señor te bendiga"; me aconsejó. Tuve la buena idea de visitar al Alcalde del distrito y le expliqué el problema y la voluntad mía de ayudar a estos marginados. Después de horas de dichos y promesas, logré conseguir prestado un galpón, perteneciente a la Municipalidad, para empezar en todo el distrito una campaña de recolección, con la ayuda de camiones del municipio, de todo aquello que a cada vecino le sobrase. Todo lo obtenido lo llevaríamos hacia el galpón para ordenarlo y prepararlo para el viernes de cada semana, que era el día de atención a los indigentes.

Debido a la gran afluencia de indigentes, ancianos, enfermos, tuvimos que pedir a los vecinos a que participaran más activamente... Gracias a Dios, recibimos respuesta a este desinteresado servicio... Momentos inolvidables para mí, y para muchos; y fue entonces que me bautizaron como: "El señor buenisimo"...

Con el tiempo comencé a delegar mi servicio de los viernes, y sólo iba esporádicamente a colaborar, aunque siempre apoyaba en las campañas de recaudación de mercadería sobrante... Un día, en que estaba trabajando en mi negocio, apareció una viejita que no le gustaba ir al galpón.

- Buenos días señor buenisimo, yo ya no puedo caminar mucho, por eso es que vengo a su tienda... Ay señor buenisimo, no le sobrará unas galletitas para las hermanitas de Santa Gracia...

Recordé a mamá, y me dije "Qué diablos". Cogí una bolsa llena de galletas y se la obsequié.

- Muchas gracias señor buenisimo, pero... las hermanitas de Santa Gracia son tantas, tantas, tantas... Ay señor buenisimo, por qué no busca un poco mas... No sea malito... un paquetito más de galletas... - me inquiría la vieja con unos ojos grandes y brillantes.

No supe que pensar... Frente a mí estaba una vieja de un poco más de un metro de altura, vestida con una ropa tan vistosa, tan gastada, y con la cara pintada como payaso de circo pobre, llena de paquetes... En fin, una cucaracha vestida con la cara de una vieja, y, además, conchuda...

- ¡Vaya! ¡Vaya señor! Fíjese, señor buenisimo... Sea buenito, que el Señor le va a dar más y más... Va a ver cómo su tienda se va a llenar de gente y plata, mucha plata... ¡Vaya! ¡Vaya! ... La hermanitas de Santa Gracia son tantas, tantas... - Insistía la vieja levantando sus manos como empujándome sin tocarme; y sin pedirme permiso, se aposentó en una de mis sillas.

Para no amargarme la vida, le obsequié una bolsa grande llena de galletas, faltó poco para que la señora me abrazara... Luego, la vi alejarse caminando como un juguete de cuerda, balanceándose en medio de todo el vecindario que pasaban a través de ella sin darse cuenta de su existencia. No supe por qué me sentí atraído por esta anciana, por su insignificancia y, decidí seguirla...

Vi como llegaba hacia un parque y se sentaba sobre una banca para dar de comer a las palomas, luego, se levantó y se metió en otra tienda, y vi que hacía lo mismo que en la mía. Pareció que no le fue muy bien, porque comenzó a injuriar a estos comerciantes. Luego, se paró en el paradero de un bus como quien espera que la recojan para irse a su hogar.

Cuando subió al bus, yo subí tras de ella. Y entre los pasajeros me oculté un poco, para observarla sin que se diera cuenta.

- ¡Ay, señores pasajeros! - declamó la vieja - Les ruego un momento su atención, sólo un momentito antes que se bajen del bus... Yo me paso la vida trabajando, ofreciéndoles estas ricas galletas por el precio de un sol, y no vayan a pensar que es solo para mí... No, no. Es también para las hermanitas de Santa Gracia, son tantas, tantas... ¡Ay, señores! Colabórenme, no sean malitos que diosito les va a dar más y más... - Todos los pasajeros la miraban, y por su figura se apiadaban y le compraban "mis galletas"...

Tuve que esconderme para que la vieja no me viera. Me reí mucho cuando el cobrador trató de cobrarle su pasaje. La vieja casi le hace un lío, alegando que cómo le iba a cobrar a un pobre, “Eso es pecado, un pecado grave”; decía la vieja zorra... "Oye cobrador abusivo" "Déjala viajar" "Podría ser tu abuela"; decían los pasajeros.

Casi en el último paradero bajó, y también yo. Llegamos a una de las zonas mas apartadas de la ciudad, un paraje en donde ya no había pista pues todo era un páramo... Ella seguía andando con esos pasos acompasados, paseándose por aquellas calles sin nombre, en donde la miseria estaba en el aire, e impreso en el rostro de cada inquilino... Casi terminando este arenal, la vi entrar en una pequeña choza, rodeada de gallinas, conejos y una huerta con legumbres... Su puerta era una estructura de madera forrada con cartones y periódicos, lo mismo que sus cuatro paredes, y sobre el techo había una ruma de tablones y retazos de cartón. "No sé por qué estoy aquí... será mejor que toque la puerta"; me dije.

Cuando me abrió la puerta, sus ojos se abrieron como luceros, regalándome una cálida sonrisa que nunca se pudo borrar de mi memoria.

- ¡Señor buenisimo! Qué milagro lo ha traído a mi humilde casita, pero, pase, pase señor buenisimo... - me dijo, mientras cogía mi brazo, jalándome hacía en el interior de su choza.

Me ofreció una silla, y sobre una humilde mesa me ofreció un vaso con agua... Ya sentado y frente a la señora, pude contemplar el interior de su casa, que no era nada mas que una pieza de tres por cuatro, con el piso de tierra aplanada... con una cama a base de dos cajones y cubierta por unos frazada rayada, con una cocina de kerosene llena de ollas, un colgador lleno de ropa y una caja muy linda cubierta por una tela... Curiosamente, le pregunté lo qué había en ella.

- ¡Ay señor buenisimo! ¡Ellas, ellas son las hermanitas de Santa Gracia! - respondió sonriéndome - ¡Venga, venga a mirarlas...! – continuó, mientras sacaba la tela que cubría la caja.

Doce gatitos de todos los colores, pequeñitos, con los ojitos brillantes y con los maullidos como el piar de los pollitos... me miraron como angelitos... Aquella escena me sobrecogió. Pude ver con qué afecto la anciana alimentaba a los gatitos uno por uno... como si fueran sus niños. Después de cubrirlos, me contó que la madre de los gatitos había muerto, y que ellos eran su única familia. También me habló de su esposo fallecido, y que mucho antes había trabajado en una peluquería, pero, por su edad, ya no la podían recibir... Nos quedamos conversando mucho tiempo...

No sé cuantas veces la volví a visitarla, pero siempre fue muy lindo descubrir todo un universo tras de aquella choza, tras de aquella mujer... Fue así en que comencé a visitar a cada uno de los indigentes... Y en cada uno encontré una historia que contar, disfrutar y compartir...


Lince 01/02/04
Datos del Cuento
  • Autor: joe
  • Código: 7061
  • Fecha: 07-02-2004
  • Categoría: Sin Clasificar
  • Media: 5.79
  • Votos: 19
  • Envios: 2
  • Lecturas: 3508
  • Valoración:
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