La brisa, qué era la brisa más que un suave acompañante del dulce correr de las aguas, en aquel estrecho e íntimo riachuelo que cruzaba impasible el ojo del viejo puente, bajo la mirada atenta de la luna, y de las interminables estrellas.
Antaño, ese puente había sido testigo del paso de poderosos ejércitos que desde las tierras bajas venían a combatir a los bárbaros de los bosques oscuros, o de comitivas reales que con pomposo andar iban en misión diplomática a reinos extranjeros. Pero ahora era un anciano, torturado por el tiempo y las malas hierbas que crecían entre sus piedras, y pocos pasaban ya por él, tan sólo algunos granjeros y peregrinos.
Sólo le quedaba la compañía del río fiel, y de los altaneros y sibilinos cipreses que rodeaban cual muro de fortín aquel rincón del bosque.
Pero aquel paraje desolado y silencioso no estaba falto de su propia leyenda. Se rumoreaba entre las gentes de la región que allí mismo, muchos años atrás, había tenido lugar un frugal pero sangriento encontronazo entre un centenar de granjeros y habitantes de las aldeas y las Merillias, las brujas de más allá de la niebla, tras el cual fueron todas asesinadas, quedando la comarca libre de su oscura amenaza.
Pero una logró escapar, y corriendo como alma que lleva su Amo, logró refugiarse en el misterio de las altas montañas. Allí, tomando su libro de Hechizos, invocó a un ser con el que llevaría a cabo la venganza de la Comunidad, una criatura tan terrible e impía que ni siquiera ellas se habrían atrevido jamás a nombrar.
Oskitz, el jorobado.
Al principio, lleno de confusión por lo que debía de hacer, Oskitz devoró a la Merillia, y esparció sus huesos por la ladera de la montaña. Cuando ya regresaba a la cueva, vio unas luces, que como débiles luciérnagas, parpadeaban en el oscuro océano de bosque y roca que se abría a sus pies.
Turbado por el voraz deseo de matar, siguió los fuegos fatuos y encontró hombres, y los mató, y encontró mujeres, y las mató también, y con los niños y ancianos no hizo ninguna excepción.
Y viendo que no se había satisfecho, fue a buscar más víctimas.
Ahora, cuando los que lucharon contra las brujas eran ya ancianos o habían muerto incluso, Oskitz continuaba merodeando la comarca como alma en pena, como sombra cruel y ladina, y algunas noches, nadie sabe por qué, quizás porque como todo ser viviente tenía sus tormentos y anhelos, se refugiaba en el milenario cromlech que a unas decenas de metros del viejo puente, se alzaba humilde.