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En un jardín de matorrales, entre hierbas y maleza, apareció como salida de
la nada una rosa blanca. Era blanca como la nieve, sus pétalos parecían de
terciopelo y el rocío de la mañana brillaba sobre sus hojas como cristales
resplandecientes. Ella no podía verse, por eso no sabía lo bonita que era.
Por ello pasó los pocos días que fue flor hasta que empezó a marchitarse
sin saber que a su alrededor todos estaban pendientes de ella y de su
perfección: su perfume, la suavidad de sus pétalos, su armonía. No se daba
cuenta de que todo el que la veía tenia elogios hacia ella.
Las malas hierbas que la envolvían estaban fascinadas con su belleza y
vivían hechizadas por su aroma y elegancia.
Un día de mucho sol y calor, una muchacha paseaba por el jardín pensando
cuántas cosas bonitas nos regala la madre tierra, cuando de pronto vio una
rosa blanca en una parte olvidada del jardín, que empezaba a marchitarse.
–Hace días que no llueve, pensó – si se queda aquí mañana ya estará
mustia. La llevaré a casa y la pondré en aquel jarrón tan bonito que me
regalaron.
Y así lo hizo. Con todo su amor puso la rosa marchita en agua, en un lindo
jarrón de cristal de colores, y lo acercó a la ventana.- La dejaré aquí,
pensó –porque así le llegará la luz del sol. Lo que la joven no sabía
es que su reflejo en la ventana mostraba a la rosa un retrato de ella misma
que jamás había llegado a conocer.
-¿Esta soy yo? Pensó. Poco a poco sus hojas inclinadas hacia el suelo se
fueron enderezando y miraban de nuevo hacia el sol y así, lentamente, fue
recuperando su estilizada silueta. Cuando ya estuvo totalmente restablecida
vio, mirándose al cristal, que era una hermosa flor, y pensó: ¡¡Vaya!!
Hasta ahora no me he dado cuenta de quién era, ¿cómo he podido estar tan
ciega?
La rosa descubrió que había pasado sus días sin apreciar su belleza. Sin
mirarse bien a sí misma para saber quién era en realidad.
Si quieres saber quién eres de verdad, olvida lo que ves a tu alrededor y
mira siempre en tu corazón.
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