En una vieja casa, situada por la calle de Ocampo, en Monterrey, heredada de sus antepasados, vivía una familia de abolengo, formada por la señora viuda y sus dos hijas, señoritas "ya grandes".
Cuentan que en las noches sin luna, en invierno, cuando se acercaban las fiestas de la Inmaculada Concepción, eran despertadas por una luz intensa que penetraba a través de las ventilas y que provenía del patio de la casa.
Se quedaban quietas en sus camas, para captar algún ruido que les revelase la presencia de algún intruso, pero sólo lograban oír, un murmullo como de rezos que iba desapareciendo poco a poco a medida que la luz también desaparecía.
Así fue por mucho tiempo, hasta que una vez, cuando el 8 de diciembre estaba próximo, decidieron levantarse y ver quién encendía esa intensa luz.
Armandose de valor permanecieron despiertas y sin hacer ruido, cuando, de repente, apareció en el patio la luz. Entreabrieron despacio la puerta de la recamara en la que se encontraban, queriendo ver las tres al mismo tiempo y lo que vieron, sólo porque ellas eran muy devotas de la Inmaculada a la que invocaron, vivieron para contarlo.
Era una extrada procesión presidida por un padre con todos los ornamentos, pero sin cabeza. La luz provenia de todas las velas que llevaban encendidas los que lo acompañaban y las voces de las letanias que iban rezando.
Siguieron viviendo en esa casa y la luz aquella siguió despertandolas muchos años mas, hasta que muerta la madre, decidieron vender aquel caserón que hoy ha desaparecido por la piqueta implacable del progreso.