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DESIERTAS VOCES

Por
Gerardo Oviedo

Cada vez que ustedes sacaban un manifiesto, ellos respondían con otro. Por ejemplo, si ustedes proponían que toda armonía debería llevar la séptima aumentada, entonces ellos, con la envidia a flor de piel, sacaban una obra diciendo que la séptima aumentada era una aberración y que sólo la novena era la única válida. O que el disminuido era más eficaz, ellos rechazaban esa idea y proponían todo lo contrario. Fue cuando ustedes los comenzaron a llamar el grupo de los cangrejos. Y por eso, cada vez que se encontraban en el café del centro “El Parnaso”, ellos empezaron a mirarlos, más allá de toda discusión estética, con verdadero odio. Pero que le iban a hacer, en 1932 ese era el único café que abría las veinticuatro horas del día, y todos los bohemios discurrían ahí, casi igual como el París de principios de siglo era la capital mundial del arte.
Tampoco ustedes podían aceptar que ellos tuvieran postulados temerarios. Como cuando escribieron en la gaceta cultural que salía los sábados, que todo sonido era única y exclusiva materia en movimiento. Ustedes se pusieron a leer como locos la teoría de la relatividad de Einstein, para conocer de que hablaban los cangrejos. Varios meses estuvieron con las narices sobre los libros estudiando el campo unificado y algunas de las hipótesis cuánticas. Supieron que ellos tenían razón, pues hasta la luz tenía materia, al ser ésta afectada por la gravedad, entonces quisieron superarlos y escribieron en un comunicado de prensa una hipótesis que a primera vista parecía descabellada: “Las matemáticas llevan a la perfección en el universo del arte, especialmente en la música.” Y esto les vino después de cuantiosas horas discutiendo las fugas de Bach, los cánones de Vivaldi, Los conciertos de Hyden o alguna que otra obra de Mozart. Sabían que en el renacimiento surgió la teoría de la proporción áurea, donde todo debía llevar una lógica matemática. Quizás por eso había florecido en música el periodo barroco y en pintura Leonardo, Miguel Ángel, Rafael, Y cuando ustedes estaban regodeándose en sus laureles con su idea, los cangrejos contrarrestaron sus afirmaciones con un enunciado que los dejó fríos: “Todo sistema tiene una nota relativa que cambia de acuerdo a la perspectiva del observador, ahí las matemáticas tradicionales fallan.”
Comprendiendo que el tiempo ya no era absoluto, y que existía la paradoja de la continuidad espacial, dedujeron que posiblemente ellos tenían razón, pero, por la inercia que llevaban desde hacía tanto tiempo, no podían dejar pasar así las cosas sin decir que ellos estaban equivocados, entonces comenzaron a planear su siguiente hipótesis: “El universo es consecuencia directa del caos”.
Creyeron entonces destruir la mecánica lógica de sus enemigos relativistas. Pero ellos, al otro lado del café, planeaban ya el ataque. Ustedes los miraron de reojo. Notaban que ellos ahora si de verdad estaban enojados pues manoteaban y daban a grandes voces sus inconformidades sobre este tema. Ustedes estaban, maquiavélicamente, felices. Nada mejor como derrotar al enemigo suicidándolo entre ellos mismos.
Pero poco les duró el gusto a ustedes. Semana y media apareció en el periódico su contestación: “El caos es el orden matemático que hace evolucionar las artes, así tenemos desde los simbolistas hasta los surrealistas, pasando por el impresionismo hasta el cubismo”. Esto los sumió a ustedes durante tres o cuatro semanas en una depresión, en la cual sólo se visitaban para preguntarse si tenían algo nuevo con lo cual poder si no atacarlos, por lo menos defenderse de la suposición ajena.
Ustedes habían cometido el error al ser primero matemáticos y luego pasar a la teoría del caos, ellos habían visto su error y tomaron su teoría para hacerla matemáticamente lógica. Ahora ellos eran los que se burlaban de ustedes al otro lado del café. Ustedes igualmente los odiaban. Si alguna tarde se hubieran encontrado más borrachos que de costumbre, tal vez hasta hubiera habido algún muerto. Pero al mes, cuando sus barbas empezaban a rasparles por tanta depresión sin tonsura, y después de leer el principia matemática de Newton, comprendieron que estaban volviendo al origen de las cosas. Formularon una hipótesis concluyente: “El batir de unas alas afecta cualquier universo paralelo al nuestro”, lo que llamaron desde entonces el efecto mariposa.
Ellos contraatacaron con la afirmación de que al ser la luz la única constante en el universo y viajar a casi 300 mil kilómetros por segundo se anulan todas las estrellas del cielo y de paso a todos los poetas que veían luceros en cualquier parte poética: “Si la luz es lo más veloz en el universo entonces la estrella más cercana que se encuentra a 35 años luz, debió de haberse movido durante ese tiempo. Por lo que solo vemos en el firmamento su fantasma”.
Ustedes supieron que ellos estaban ciertos, pues cuando Jesús nació hacia dos mil años, la estrella que según dicen alumbró su cuna, había explotado cerca de dos mil años antes. Pero no podían permitirse aceptar eso, así que enloquecieron un poco más y definieron: “Cualquier acontecimiento antes del principio del tiempo no cuenta para nuestra historia” Entonces ustedes se volvieron absolututistas.
De tarde en tarde se les veía sentados. Discurriendo las palabras frente a un montón de libros. Tratando de sacar la verdad de las cosas. Analizando a este o aquel autor. Bebiendo, fumando. Haciendo crítica. Los cangrejos también iban, se sentaban y miraban por encima de sus hombros para tratar de adivinar que es lo que ustedes estaban planeando. Mandaban espías que les invitaban una copa y se sentaban junto a ustedes. También ustedes hacían lo propio. Se escondían tras la puerta del baño y pegaban la oreja tratando de escuchar hasta el más mínimo detalle. Luego volvían con toda la información a flor de lengua y comenzaban a trabajar en la siguiente hipótesis. Hasta que un día, cuando menos se lo esperaban, ya no los vieron llegar.
—¿Qué pasará con ellos? —se preguntó uno de ustedes.
—Han de estar tramando algo —respondió el de junto.
—Ya ven que son unos ladinos. Nada más esperan el momento oportuno para picar como los alacranes —continuó el de enfrente.
—Son traicioneros —finalizó el primero en hablar.
Y volvieron a beber a la salud de su nueva conquista filosófica.
Meses después comenzaron de verdad a preocuparse. ¿Qué había sucedido con los cangrejos?
—A mí se me hace que están enfermos —comentó él, una tarde, frente a un vaso de cerveza.
—Porque ni siquiera han sacado nada nuevo desde marzo —continuaste tú.
—¿Se habrán muerto? —pregunté yo.
El café comenzó a vaciarse. Las mesas, otrora majestuosas por tanto pensamiento que a raudales se derramaba sobre ellas, fueron apolillándose hasta que el dueño empezó a retirarlas poco a poco, conforme pasaban los días, los meses.
Una tarde llegó el de junto y exclamó con sobrada melancolía.
—Vi a uno de ellos caminando hacia Plateros.
—¿Iba solo? —preguntó el de enfrente.
—No —contestó el de junto—. Iba con una mujer.
Todos ustedes quedaron callados. Sin saberlo a ciencia cierta, intuían que las cosas no volverían a ser como antes. Pensaron entonces en Jorge Manrique y en su como se nos va la vida, como se nos viene la muerte, tan callando. Esa tarde bebieron un poco más que de costumbre y ya en la madrugada se pusieron a cantar canciones de mariachis.
No había pasado más de una semana cuando volvieron a reunirse, se les había ocurrido una estrategia para hacerlos salir de su escondite.
—Ya sé —dijo él—. Vamos a elaborar una tesis que no tenga parangón con ninguna hasta este día elaborada. Vamos a construir la mejor hipótesis de toda la historia de la humanidad.
—Pero hoy me siento vacío —dijiste tú, quizás porque la ausencia del otro siempre afecta más que a la razón, a esa cacofonía de rima interna llamada: Corazón.
—¿Y como qué? —pregunté yo.
Tres semanas estuvieron ustedes cavilando. Tejiendo y destejiendo cada frase, bordando sobre telas nuevas frases ya viejas. No encontraban una que satisficiera todos sus puntos de vista. Entonces comenzaron los problemas.
—Esa idea que dices tú me parece absurda —dijo el de enfrente.
—Pues tú no te quedas atrás —reviró el de junto.
—Calma, compañeros —dijo el que siempre hablaba al último—. Algo se nos ocurrirá pronto.
Pero nada se les ocurría. La idea les hacía temblorosas las manos. Incluso alguna vez en que volvieron tarde del café, se encontraron tartamudeando alguna canción de José Alfredo Jiménez de atrás hacia delante. Otra nada más se quedaban con la vista fija sobre el lugar donde deberían estar sus enemigos.
—Ya sé —dijiste tú, un día en que estabas menos borracho—. Escuchen esto compañeros. La mejor hipótesis de todos los tiempos —aclaraste la voz y comenzaste—: Todos los cangrejos son putos.
—Excelente, Buenísimo —prorrumpió en aplausos el que se creía menos—. El mejor teorema que haya escuchado. ¿Por qué no se me habrá ocurrido a mí?
—Es que estabas tan enfrascado en la dialéctica del conocimiento —di mi opinión—. Que no te diste cuenta que la solución generalmente se encuentra a un palmo de narices. Que siempre es la más sencilla.
Luego volvimos a brindar y al otro día, aún con el cuerpo cortado por tanto alcohol, publicamos nuestro desplegado en el periódico cultural.
No falta decir el escarnio público al que fuimos sometidos. Bola de patanes, renacuajos sin escrúpulos, víboras y demás epítetos que nos colgaron todos los intelectuales y políticos del país.
—Son unos envidiosos, animales rastreros —nos gritaban desde las ventanas de sus coches cuando nos veían por la calle—. ¡Cucarachas!
Entonces decidimos hacer lo que ningún crítico de arte hace: Pedimos perdón.
Pero al salir a la calle, nos gritaron cosas peores:
—Son unos hipócritas... Sólo lo hacen para salvar el pellejo y la poca honra que les quedaba, la han echado por el caño.
Fue cuando nos prohibieron entrar al café del centro “El parnaso”. Entonces, al quedar desamparados comenzamos a beber en solitario. Cada cual en su casa. Con la copa siempre lista en el buró de la recámara, o en el baño, o dentro de la bolsa del saco. Y nuestro grupo: Una mirada audaz de la Crítica en movimiento, comenzó a palidecer. Dejamos de frecuentarnos. De salir a cantar canciones de mariachis y de reírnos de la vida. Dejamos de elucubrar sobre las posibilidades del universo. A veces, incluso, cuando creíamos ver a alguno de nosotros en la calle, nos escondíamos ahora en un portal, ahora tras un periódico. O alegábamos demencia y pasábamos de largo sin volver la mirada hacia el aproximante.
Luego, con el paso de los años nos fuimos olvidando de los rostros y sólo nuestros nombres aparecían de vez en cuando en alguna revista especializada sobre la crítica en México en los años treinta. Pero siempre aparecía en todas partes el último párrafo del grupo que nos exterminó para siempre: “Quien ama el arte por el arte mismo es un sanguinario. Quien lo hace por amor al arte es un estúpido. Pero quien envidia el arte ajeno, es un crítico pendejo”.
Recordamos que en esa época quisimos vengarnos de los cangrejos pero, al contrario que ellos, nosotros nos fuimos caminando hacia atrás con paso lento pero seguro. Quisimos dar patadas de ahogado, manoteando para tratar de aferrarnos al porvenir, pero ya era demasiado tarde, ellos, los creadores, los artistas, habían ganado la historia y nosotros, sus críticos, no, que desaparecimos en el olvido, una vez muertos.
Datos del Cuento
  • Categoría: Históricos
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