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LA EPICA BATALLA DE ARICA

LA BATALLA DE ARICA: II PARTE

Las primeras horas del siete de junio, los regimientos chilenos fueron agrupándose de acuerdo al plan de ataque, lo que les resultó fácil teniendo en cuenta que en esos momentos no se habían desplegado avanzadas peruanas. A continuación marcharon en columnas, por compañía, en completo silencio, con el objeto de acercarse lo mas posible a las posiciones adversarias en el sector este. A 1,200 metros del objetivo se detuvieron y aguardaron. Conforme al plan, el Tercero de Línea se dispuso a atacar el fuerte Ciudadela, mientras el Cuarto de Línea se preparó para hacer lo propio contra el fuerte Este. El Buin se mantuvo en la reserva para entrar en acción cuando fuera requerido, mientras el regimiento Cazadores a Caballo permaneció en la retaguardia del campamento, avivando las fogatas a fin que los peruanos pensaran que los chilenos aún seguían ahí. Por su parte, el regimiento de infantería Lautaro y el de caballería, Carabineros de Yungay, avanzaron uno detrás del otro por las pampas del cerro Chinchorro, hasta colocarse frente al punto de ataque que se les había encomendado: Primero los fuertes San José y Santa Rosa, para luego proceder a tomar el Dos de Mayo. Luego medio batallón del regimiento Bulnes se les uniría para reforzarlos.
Poco antes del amanecer, cuando apenas se vislumbraban las primeras luces del alba, los chilenos finalmente emprendieron el asalto, lanzando simultáneamente sus regimientos en desplazamiento de guerrilla hacia los fuertes. Cuando los centinelas peruanos avizoraron al enemigo, se rompió el silencio, y se iniciaron los disparos a mansalva. Las posiciones peruanas se iluminaron y los soldados y oficiales se prepararon para repeler el feroz ataque.

El asalto a los fuertes Este y Ciudadela fue sangriento en extremo. No se dio ni se pidió cuartel. Los aguerridos chilenos lograron salvar las minas entre una lluvia de balas y, enervados por las que explotaron, finalmente alcanzaron los objetivos. Después del intercambio de disparos, los combates se produjeron a pie firme, entre la bayoneta peruana y el corvo chileno. Los parapetos defensivos formados por sacos de arena fueron rotos por los corvos de los atacantes, que lograron finalmente ingresar dentro de los reductos. La superioridad numérica chilena en cada fuerte era de tres a uno y aún así les costó mucho vencer la encarnizada resistencia de los gallardos peruanos. Finalmente terminaron por romper las líneas de defensa. Mientras esto sucedía, el Buin se puso en marcha e inició una maniobra envolvente sobre el fuerte Este.

En la plaza del Ciudadela, los sobrevivientes de los batallones peruanos al mando del espartano coronel Justo Arias Araguéz opusieron una dramática resistencia imbuidos por la valiente y enérgica actitud de su comandante, quien a pecho descubierto, sin kepí y espada en mano, se paseaba por la plaza alentando a sus hombres. Finalmente, cuando el heroico coronel cayó en su puesto rechazando los llamados a la rendición con un sonoro !no me rindo! !viva el Perú carajo! (12), ya los peruanos habían sido superados y prácticamente diezmados hasta el último hombre: Por lo menos, el noventa por ciento de los soldados peruanos del Ciudadela y casi la totalidad de sus oficiales perecieron en combate.

Paralelamente, el fuerte Este, fue atacado con igual intensidad por el Cuarto de Línea, al que pronto se unió el Buin (13).

Surgió entonces un desigual combate cuerpo a cuerpo y una épica resistencia que sólo terminó cediendo por el empuje violento de la gran masa de soldados. Ante la superioridad numérica chilena, el coronel Jose Joaquín Inclán dispuso, conforme a órdenes recibidas, replegar sus tropas sobre los reductos de Cerro Gordo, ubicado a 200 metros del morro. Hacía ahí se inició una nueva progresión de las tropas chilenas y otro asalto a la bayoneta. Aquel encuentro acabaría con la vida de casi toda la tropa del Artesanos de Tacna, y con la mayor parte de oficiales, incluyendo la del valiente comandante de la división, Inclán, quien pereció en lucha cuerpo a cuerpo, y su jefe de Estado Mayor, coronel Ricardo O'Donovan.

Al comprobar que el mayor peso del ataque se sucedía en el sector este, Bolognesi dispuso que la Octava División bajo el coronel Alfonso Ugarte, reforzara el flanco oriental. En cumplimiento de sus órdenes, los 530 hombres de la división emprendieron un largo y difícil recorrido cruzando la explanada y las calles de Arica, intentando llegar a las faldas del morro, para de ahí emprender marcha hacia este. Por desgracia para ellos, los chilenos, ya dueños de Cerro Gordo, los barrieron con nutridas descargas. Los de la Octava División, ante las intensas descargas de fusilería y prácticamente rodeados, fueron diezmados uno tras otro y los sobrevivientes debieron replegarse hacia el morro sin haber podido alcanzar su objetivo. Entre humo, balas, heridos y cadáveres, los restos de la división, medio batallón del Tarapacá y medio del Iquique alcanzaron a duras penas el morro. Entre los oficiales muertos se encontraba el joven jefe del Tarapacá, coronel Ramón Zavala.

Después de ocupar en cruento combate todo el sector este y luego de masacrar a los sobrevivientes de la Séptima División que se habían concentrado en las escaleras de la catedral, los regimientos chilenos se lanzaron entonces contra el morro, objetivo final del ataque. En la cima, los peruanos organizaron lo que sería una última y cruda resistencia. Durante el avance chileno, el aguerrido comandante del Cuarto de Línea, coronel San Martín, fue atravesado de un balazo. La muerte de aquel apreciado jefe enervó aún más los ya irritados sentidos de los soldados, enervados por la explosión de algunas minas, y los gritos de !hoy no hay prisioneros! se sucedieron frenéticamente. Los regimientos chilenos en esa situación alcanzaron las faldas del morro y comenzaron a trepar.

Al mismo tiempo, los fuertes San José, Santa Rosa y Dos de Mayo eran atacados por la caballería y el regimiento Lautaro y finalmente fueron capturados, aunque los defensores lograran destruir la mayor parte de las baterías para impedir que cayeran en poder del enemigo.

A ese respecto, en su diario de campaña, el oficial chileno Narciso Sepúlveda, del regimiento Buin escribió:

"... avanzando al trote recorrimos más de 20 cuadras y nos acercamos a los Fuertes a tan corta distancia que estuvimos a punto de perecer abrazados por la dinamita, cuando volaron los Fuertes Santa Rosa y San José al N, tomando 300 prisioneros. Los bastiones, casamatas y cañones volaron a 3 cuadras de distancia, arrojados en trozos, y a una altura de media cuadra volaron las piedras de los Fuertes, levantando penachos en el mar..."

Las últimas defensas fueron cediendo al infernal ataque. Desde las baterías bajas, la infantería peruana y los marinos de la Independencia intentaron contener el asalto, pero nada pudieron hacer ante el empuje de llos asaltantes. Allí sucumbieron los comandantes navales Cleto Martínez y Adolfo King. Un nuevo repliegue concentró a los últimos defensores en la meseta del morro.

Unos 55 minutos transcurrieron desde que los chilenos empezaron a trepar hasta que alcanzaron finalmente la cumbre. Ahí, virtualmente sin trincheras ni reductos, a campo descubierto, unos 500 sobrevivientes peruanos encararon a los miles de adversarios; hicieron fuego, recibieron nutridas descargas y fueron cayendo uno por uno sin dar ni pedir cuartel. Perdida prácticamente la batalla, el coronel Bolognesi dispuso, como último recurso, activar las cargas de dinamita para volar el morro y las zonas circundantes y evitar que el armamento cayera en manos enemigas, pero los hilos eléctricos no respondieron. En efecto, previamente el coronel Pedro Lagos había ordenado al subteniente Ricardo Walker, que se dirigiera hacia el hospital San Juan de Dios con el fin de desconectar las baterías y el sistema eléctrico destinado a hacer detonar las minas de la ciudad y de los fuertes. Walker, apoyado por un contingente del Tercero de Línea, tras vencer la resistencia que los peruanos le opusieron en el lugar, logró desactivar el sistema de minas, sacando todas las piezas vitales del mismo. Por ello los peruanos únicamente lograron volar con dinamita una parte de sus cañones.

A partir de ese momento, los últimos oficiales y soldados peruanos en pie se trenzaron con los cientos de atacantes en un épico combate a pistola, bayoneta y sable sin igual en la historia de América Latina.

En el cenit del combate, ubicado en uno de los sectores del morro, el coronel Bolognesi y otros jefes, revólver en mano, animaban a sus hombres a no desfallecer ... hasta que, literalmente, agotaron el último cartucho.

Confundidos finalmente estos oficiales entre asaltantes y defensores, en una batahola que no conocía rangos ni condiciones, fueron ultimados en el fragor de la cruenta lucha. Abatido por sendas descargas Francisco Bolognesi cayó sobre el suelo y fue rematado con la culata de un rifle en la cabeza. Juan Guillermo Moore cayó también, rechazando la rendición y redimiendo así la pérdida de la Independencia. Similar suerte corrieron sus compañeros Armando Blondel y Alfonso Ugarte (14).

Los oficiales chilenos tuvieron que hacer denodados esfuerzos para detener la matanza de los sobrevivientes, salvando así a los coroneles La Torre, Sáenz Peña y otros.

Cerca de las 9:00 de la mañana, desde la rada del puerto, vista la pérdida de la batalla, el comandante del Manco Capac, Jose Sánchez Lagomarsino, antes de entregar su nave, la hundió, mientras que la torpedera Alianza logró romper el bloqueo y se dirigió hacia Pacocha donde fue varada por su comandante y la tripulación capturada por los chilenos (15).
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