Afuera llovía a cántaros, como jamás lo había hecho. Después de pagar al conductor, un hombre calvo y bastante malhumorado, abrí la puerta del taxi y salí a la calle. La oscuridad de la noche envolvía aquella lluvia inmisericorde que golpeaba todo lo que encontraba a su paso. Llegué a la acera y eché a andar detrás de unos novios que caminaban juntos bajo un enorme paraguas.
Me detuve ante un portal. A juzgar por su aspecto, parecía que había sido construído en los años setenta. En ese momento una mujer y su hijo pequeño salieron del portal, y yo aproveché para entrar. Subí una escalera azotada por el tiempo hasta el tercer piso, y allí me interné por uno de los dos pasillos que nacían de la escalinata.
Ante mí, ahora, había una puerta de madera de pino con un 36 dorado incrustado en la parte superior. En lugar de llamar, metí la mano derecha en el bolsillo de mis vaqueros y saqué una pistola 9 mm, comprada días atrás en una armería cercana a mi casa. Sin pensármelo dos veces, disparé a la cerradura. La puerta se abrió inmediatamente.
Entonces entré en aquel piso. Al fondo, unos gemidos masculinos acompañados por otros tantos femeninos rasgaban el silencio de aquellos lares. Caminé hacia los sonidos, mientras sujetaba con fuerza el arma. Al llegar al final del hall, vi algo que me llenó de horror, pero que en el fondo de mi ser esperaba. Allí, sobre una cama deshecha y sucia, dos hombres estaban fornicando salvajemente con mi hermana Alejandría.
Lleno de furia, levanté la pistola con las dos manos y disparé a matar. A uno le dí en el pecho, y al otro en la cabeza. Cuando me cercioré de que estaban muertos, volví a meter la pistola en el bolsillo y llegando a la cama agarré de un brazo a Alejandría. La arrastré al cuarto de baño y allí la metí en la bañera para liberarla de todo el semen que las voraces bestias habían vertido inhumanamente sobre ella.
Luego le dí para que se vistiera lo primero que encontré en el armario del dormitorio y acto seguido abandonamos el piso.
Los meses siguientes, Alejandría acudió, por expresa orden mía, a la consulta de numerosos psicólogos y un psiquiatra para recuperarse del terrible trauma que había sufrido durante tanto tiempo. Aún hoy, cuando Alejandría tiene ya 19 años, sigue sin ser la misma que antes de caer en manos de aquellos cabrones.
Soy maestro de niños pequeños, y yo no los educo para que en un futuro vayan a ser violados por pederastas cabrones.
Rubén Flandes Azkortu.