Puede que sólo se trate de imaginaciones mías, una fantasía obsesiva que ha estado aguardándome en cada recodo del recorrido de mi vida, conectada con oscuras motivaciones en los ángulos de mi mente a los que no alcanza el lumínico rayo del consciente. Casualidad no, rotundamente: he asistido a esa escena en más de una ocasión y en circunstancias si no divergentes, sí dilatadas en el tiempo.
Antes que nada, me gustaría aclarar que con estas confidencias no persigo explicaciones, buenos criterios ni consejos; si acaso un desahogo, más: un báculo para apoyar y organizar mis escurridizas reflexiones. Veamos, la primera vez yo debía de tener unos diecisiete años; sí, porque me acuerdo de que me había encerrado en mi cuarto dando un portazo y gruñendo porque mi madre pretendía que ayudara a recoger la mesa incluso la víspera de mi examen de acceso a la Universidad. La tarde no merecía reproche. La primavera regaba sus atributos sin discriminaciones: sobre las copas de los árboles despertando el verde escondido en cada hoja, y sobre el gris cuadriculado de asfalto del que las ruedas de mis patines conocían cada palmo; sobre los pájaros que habían regresado puntuales y sabios pía que te piarás, y sobre los vehículos que hacían rugir sus motores indiferentes a sus cantos y a la quietud casi mágica del aire; sobre los edificios que se erguían frente a mi ventana, y sobre los chavales que volvían del colegio mochila en ristre dando patadas a una piedra. La tarde era tan hermosa que al chico que me gustaba a rabiar no se le había ocurrido otra cosa que invitar a mi vecina –compañera de estudios y examiga- a dar un paseo en barca por el río. Ella había aceptado, y me constaba que no precisamente porque le apasionara remar: los vi cogerse de la mano sin poder apenas esperar a doblar la esquina de la calle con la avenida.
Entre las consabidas retahílas de mi madre, la presión de los exámenes, los revoltijos hormonales propios de la edad, la perfidia de mis amistades y los poco halagüeños resultados con los representantes del sexo opuesto, lo cierto es que yo estaba para el arrastre. Sentada ante el escritorio, no me apetecía ni revolver los apuntes; dejé que los ojos vagaran sin voluntad de mirar cuando, de pronto, reparé en aquella figurilla menuda que caminaba despacio, muy despacio, por la acera soleada. Se trataba de un anciano de aspecto abandonado, encorvado por el peso de un saco que abultaba tanto o más que él. No exagero. Por lo que pude ver desde mi atalaya, cada pasito renqueante requería un esfuerzo ímprobo de su parte. Quedé prendida del tortuoso ritmo de su caminar a pesar de que me producía una inusitada sensación de agobio en el pecho, como si el aire inhalado en cada respiración no fuera el suficiente. En un momento dado –no podría precisar el tiempo que llevaba absorta en su contemplación- el hombre se detuvo, lentamente dejó que su pesada carga rodara por su costado derecho hasta el suelo y, sujetándose los riñones con los brazos en jarras, estiró la columna vertebral e irguió al fin la cabeza. Yo contuve el aliento. Él giró lo justo para que pudiera mirarlo de frente, alzó sus ojos hacia mi ventana con una expresión de alivio difícil de describir y acto seguido, incomprensiblemente para mí, asió con firmeza la parte superior de aquel bulto desmesurado y se lo colocó de nuevo sobre hombros y espalda. Dócil como un borrico, inclinóse sin rebullir retomando la posición inicial y su desesperante modo de avanzar. Una mujer cruzó la calle con un criajo emperrado colgando de su mano atenazada; las voces distrajeron mi atención por unos segundos y cuando quise darme cuenta el viejo había desaparecido. Una de dos –presumí-: o se lo había tragado la tierra, o había doblado por la primera bocacalle. Para el caso daba igual, ya que entonces no me planteé la posibilidad de que toda aquella escena no fuera real.
¿Qué demonios podía transportar tan pintoresco personaje? ¿Qué tesoros podrían compensarle de tan trabajoso arrastre? ¿Y por qué yo me sentía tan afectada por un asunto que al fin y al cabo no era de mi incumbencia? ¿O sí lo era? ¿Por qué él había levantado la cara hacia donde yo estaba? ¿Cómo sabía...?
De cualquier forma, la historia me sirvió para distraerme de mis problemas el tiempo suficiente como para distanciarme un poco de ellos y observarlos con otra disposición de ánimo. Pero yo no me habría vuelto a acordar del viejecillo ni de su saco, ni estaría ahora dándole vueltas al tema, de no ser porque hubo una segunda vez: Los años habían cabalgado con una ligereza en la que, superándose a sí mismos, se me han ido mostrando más y más duchos. Acababa de cumplir los treinta y a mi marido le encantaba bromear al respecto: “Tú tómatelo a guasa si quieres –me chinchaba-, pero cuando se entra en los ‘ta’ comienza la cuesta abajo y sin frenos”. Lejos quedaban mis cuitas estudiantiles. Me había convertido en una mujer hecha y derecha, moderna, independiente, profesional responsable, buena madre y esposa. Me sentía orgullosa, pero no satisfecha, de la vida que llevaba; es decir, ocupaba el nivel que se suponía que tenía que ocupar, hacía lo que se suponía que tenía que hacer para mantenerme en él, mi pareja me era fiel, mis dos hijos eran listísimos y guapísimos, poseíamos un poder adquisitivo apto para procurarles la educación más ventajosa y, sin embargo, no podía evitar que a ratos tanta bendición me abrumara, provocándome un estado de ansiedad que me quitaba las ganas de comer y me dificultaba conciliar el sueño por las noches.
Precisamente aquella noche era un exponente claro de mi falta de sosiego. Al bajarme la falda, no supe desvestirme la irritación que acarreaba desde la mañana por unas discrepancias laborales que no parecían estar resolviéndose a mi favor. Junto a la blusa, no desabroché de mi sesera la lista de las compras que debía realizar al día siguiente. Descalzándome, no me liberé de la desazón por el catarro del pequeño. Con la ropa interior, no conseguí despojarme del reproche mudo que había leído en la actitud de mi compañero de alcoba. Resultado: en cuanto cogí la horizontal empezó por picarme la nariz y terminó por picarme todo el cuerpo, me percaté de que faltaba el vaso de agua de rigor en la mesilla y dudé si había apagado o no la luz de la cocina. Me incorporé vencida por el chucuchucuchú imparable de mi maquinaria mental, me puse una bata de esas que hacen juego con el camisón y, contra toda costumbre, salí a la terraza con los pies desnudos por comprobar si mi obligada vigilia respondía a un tratamiento de choque.
Era una noche clara y congelada. Las estrellas brillaban lejanas y frías como gigantescos diamantes, invalorables. La calle, medio en cueros como yo, se malabrigaba con el destello de unas pocas farolas. Después de casarme me había mudado a una zona residencial, de modo que a las tantas de la madrugada y en pleno invierno eran contados los coches que pasaban y nulos los viandantes que circulaban por los alrededores. Mas hete aquí que, de golpe y porrazo, se me ‘aparece’ (es que no encuentro otra manera de decirlo) el viejecito del saco dale que te pego a su traspisear, con la misma lentitud exasperante de antaño. Lo reconocí de inmediato, como que no había cambiado un ápice ni en sus apariencias ni, por lo que podía apreciarse, en sus hábitos. Esto pasaba de castaño oscuro, bien me encontraba ante un pedazo de Matusalén digno de estudio científico, bien me enfrentaba con una alucinación como la copa de un pino. Todavía no había salido de mi asombro, cuando presencié estupefacta la exacta reproducción de la operación de descarga, estiramiento, alivio, indudable mirada en dirección a mí, vuelta a encajar el peso en las endebles espaldas y, pasito a pasito, desvanecimiento del protagonista de la escena. En esta ocasión, procuré no despistarme un solo segundo y a punto estuve de echarme a correr detrás de él no sé muy bien para qué. Me detuvo la decencia y el eco que en el vecindario pudieran tener mis noctámbulas andanzas en paños menores. Así es que hube de conformarme cuando se esfumó aprovechando una zona iluminada pobremente que actuó como un auténtico agujero negro. Cierto es que una está acostumbrada a asistir a cosas así (y aún de mayor mérito e impacto visual) en las pantallas cinematográficas y en la tele de la salita de estar, haciendo la digestión como dios manda y revolviendo los sopores con tiroteos, destripamientos, cabezas voladoras, pasiones truculentas que se desarrollan en un universo trucado por los efectos especiales; cierta también la actual y estúpida tendencia a mimetizar la ficción; con todo, en cuanto recuperé el sentido de la realidad y tomé conciencia de mi carne entumecida por el frío, aún aturdida por mi inusual proceder y con la cabeza hecha un lío, tuve la certeza de que aquella visión era para mí más importante que cualquier película, que no era un testigo casual de un suceso anecdótico, que se trataba de algo que tenía mucho que ver conmigo.
Volví a meterme en la cama y me dormí como un lirón. Durante un tiempo me sentí ligera y animada, cada mañana me levantaba con la sensación de estar estrenándome de arriba abajo. Las tareas a realizar no me resultaban pesadas ni monótonas, eran una aventura que se desenvolvía sin predicciones; imprevisible el momento, único. Llegué a pensar que mi añejo visitante habíame elegido como depositaria de un secreto talismán. Mas, a la chita callando, mi estado de ánimo fue viéndose de nuevo condicionado; el pliego de los “tengo que hacer esto”, “debería hacer lo otro”, “si aquello saliera así”, “si lo de más allá no ocurriera”, crecía y crecía deglutiendo la frescura, robándome la renovación constante del presente, cegándome ante el estallido fugaz pero –divina paradoja- incansable y continuo de la vida, ensombreciendo mi perspectiva con nubarrones de frustración condensada, hastiándome.
Sinceramente, ahora mismo, tras el último encontronazo con mi persistente ‘aparición’, me importa poco su procedencia y más su significado; pues sé que no me equivoco al expresar que, a estas alturas: cuando dudo de que me sirva para algo, lo he comprendido. Más vale tarde que nunca.
En fin: como siempre que los accidentes climatológicos no son demasiado ariscos, una horita antes de atardecer me he enfundado en el chándal que me regaló mi nuera por Navidades y en unas zapatillas de deporte de las que no existían cuando yo era joven, y he salido a estirar las piernas. Mi marido se ha quedado en casa mustio y refunfuñón. Dice que voy hecha una facha y que con mi chifladura me voy a dar un trompicón y me voy a quedar de tente y no te menees, porque a nuestras edades las caídas son fatales. Yo me defiendo atacándole: le llamo abuelo y envidiosón y hago ostentación de una flexibilidad que en mi fuero interno reconozco menor que la de ayer, pero mayor que la de mañana. De sobra sé que esta contra reloj no hay quien la gane. Mi cuerpo se somete a la ley del tiempo sin aguardar el consentimiento de mi voluntad; no hay posibilidad de disidencia. ¡Qué importa! Bueno ha de ser un hábito que me conduce a presenciar maravillas cromáticas como la que hoy engalanaba la atmósfera vespertina.
He salido a desentumecer los músculos, a contrariar la persecución testaruda de mis achaques y fatigas, a cabriolear con moderación sobre las primeras hojas caídas de este otoño que me recuerda la estación por la que atraviesa mi existencia. Y no me quejo, eh, que para mis sesenta y cinco años no estoy nada mal; lo dice todo el mundo y yo me pongo la mar de orgullosa. Pero mi marido es otro cantar: los dos últimos inviernos le han colocado un buen par de banderillas y mucho me temo que este que viene entre al trapo en la faena y se derrengue, entregando su bravura en la arena que le espera. Mis hijos son ya grandes como dos castillos y, aunque me cuentan sólo lo que quieren, siguen dándome quebraderos de cabeza. Yo ayudo con los nietos y procuro no hacer demasiadas preguntas. Parece que fue ayer mismo cuando les frotaba los berretes y los mandaba a jugar al jardín con un azotito en el culete; ahora, enseguida: ¡ay, mamá, no seas pesada! Será que tiene que ser así. Claro que yo sigo preocupándome, por lo bajinis para no molestar, con los disgustos que leo entre los frunces de sus accidentados ceños.
Pues iba pensando en cosas por el estilo sin cesar en mis ejercicios: un, dos, tres, cuatro, un, dos, tres, cuatro, brazos arriba, con fuerza, inspiro, dibujo una circunferencia con las puntas de los dedos mientras voy soltando el aire por la boca, despacio, así... ¡ay va!, digo: ahí va, digo: aquí viene. Enfiladito hacia mí, con su inconfundible paso de tortuga, se aproximaba mi viejo e incombustible amigo. El mismo atuendo. Interminable su esfuerzo. Me paré en seco al llegar a su altura; nunca le había tenido tan cerca. Él no dio muestras de que mi proximidad le afectase lo más mínimo. Oculto casi bajo su saco, parecía ajeno a cuanto le rodeaba, reconcentrado en su titánico acarreo. Yo no pude contenerme, la situación me servía en bandeja la oportunidad de saciar mi curiosidad. La aproveché.
- Disculpe el atrevimiento, pero... yo le he visto a usted antes, ¿no me recuerda? –él no daba señales de oírme-. Es extraño, verá: han pasado tantos años que me da miedo contarlos, todo ha cambiado y, sin embargo, usted...
Nada. Él a lo suyo y yo sin saber formular lo que de verdad me interesaba. Ralenticé mi paso para adecuarlo al suyo. Necesitaba comprender. No tardó en detenerse, así que me dispuse a revisar los detalles de un ritual que no me era desconocido, no quería pasar por alto cualquier posible pista. Deslizó la carga por la pendiente de su cuerpo maltrecho. Enderezó sus vértebras con un agrado notable. Y... allí estaban mis ojos esperando los suyos. No es fácil transcribir el momento en que esa mirada, o la intención que detrás de ella había, penetró mis pupilas, horadó mi cerebro y me aligeró el pecho. Una comprensión honda desamordazó un lamento, unas ganas, un anhelo antiguo sobre el que yo había ido echando estúpidos problemas (debidos a una estrechez de miras), responsabilidades de segundo orden (en mi afán por controlar los acontecimientos olvidé que mi primera responsabilidad era la de satisfacer esa sed genuina que nació conmigo: flecha de mi auténtico destino), e injustificados miedos (producto de mi ignorancia y mi recelo). Esa mirada resonó en la bóveda de ‘mis adentros’, devolviéndoles la memoria y a mí la esperanza de complacerlos.
Cuando fue a agacharse para recoger de nuevo su aparatosa carga, yo exclamé: “Ya no es preciso, ¿no es cierto?”. Volvió a mirarme, esta vez con unos ojos sin edad, si acaso impregnados del brillo y la lúcida alegría de la infancia. En cuanto comenzó a caminar con la cabeza alta, el saco -¡puf!- se deshinchó como un globo picado y sus restos se confundieron al poco con la hojarasca. A él lo vi perderse entre la arboleda, vertical y soberbio como los troncos que apuntaban al cielo. Me despedí de él sin gestos, presintiendo que ésta había sido su postrer visita.
¿Imaginaciones? No más que los asuntos que por hache o por be han estado jorobándome –y nunca mejor dicho-, obligándome a posponer el disfrute de esta vida. Sin palabras, he mantenido el más fructífero de los diálogos. Me siento agradecida.
Que buen aporte de tantas palabras poco usadas y bonitas. Muy buena escritora. Felicitaciones.