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Categoría: Cómicos

AUTOBIOGRAFÍA

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Yo vine al mundo en el seno de una familia muy humilde. De madre aragonesa y padre albañil, nací una fría mañana de Enero en un pueblacho de mala muerte.
Como no habían medios, a mi madre la asistieron en su alcoba el señor veterinario y la mujer del sacristán, una señora enorme que no tuvo descendencia porque producía más testosterona que su marido.
Costó lo suyo sacarme, ya que yo intuía que no me esperaba el paraíso precisamente. Me estiraron de la cabeza pero conseguí librarme del forceps y darme la vuelta. Entonces me agarraron de los pies, y como esos tipos eran más grandes que yo, poco a poco me sacaron. Lo que más les costó fue volver a colocar en su sito el páncreas de mi madre, al que yo me había aferrado con desespero.
En cuanto estuve fuera y vi al matamulas aquel que me llevaba colgando como una merluza, rompí a llorar con todas mis energías. Aún así, el tío me dio más palos que a un pulpo.
Hasta mi madre que estaba agotada, le murmuró: ¿Por qué le sigue cascando al crío, si ya lloraba.? Y el animal ese le contestó: Oh, por nada, por nada, es una cuestión rutinaria. Debemos asegurarnos.
¿Y cómo está el bebé? le dijo mi madre.
Pues bastante bien dentro de lo que cabe. Parece corriente este neonato, le contestó él.

Mi padre y mi abuela, que estaban escuchando detrás de la puerta, se alarmaron y se hundieron en sollozos.
!Un neonato, nos ha salido un neonato! lloraba mi abuela. Y mi padre con la voz rota se lamentaba: Nunca habíamos tenido neonatos en mi familia. Toda mi familia ha nacido normal. ¿Qué será de él el día de mañana cuando nosotros faltemos?. !Oh Dios mío!. A lo mejor no se cura nunca..!Ay Virgencica del Pilar, qué descracia!
Mi padre no comprendió bien aquello de neonato y eso que tenía la carrera de temporero agrícola además de la de peón albañil.

Al cabo de unas semanas yo ya no era en rigor un neonato y mis padres fueron olvidando el disgusto.
Mi pobre madre quedó en muy mal estado y no pudo criarme, con lo cual tuvieron que recurrir a un ama de cría.
Yo me alimenté menos que un fakir. Mi madre postrada, que si me muero, que si no me muero, y el ama de cría que estaba más buena que las gambas al ajillo, no me dio ni una sola gota de leche porque el cabrón de mi padre se escapaba de la obra a la hora de mis tomas y se amorraba a la pechugona con la fiereza de un cocodrilo en ayunas.
Por eso a mí los primeros dientes no me salieron de leche sino de ajo.

Recuerdo que en toda mi infancia, la vez que más comí fue el día de mi primera comunión y no porque hubiese banquete, que no lo hubo, sino por la comunión en sí.
Los monaguillos y el párroco me tuvieron que sacar a guantazos de la iglesia para que no les quitara las Hostias a los demás niños. Yo quería comulgar más. Estaba tan flaco que se me podía ver el ombligo por la espalda.
Mi madre cuando se repuso volvió a ordenar la casa que hasta entonces había estado manga por hombro.
Le gustaba mucho llenar los balcones de claveles y geranios, por eso se llevaba unos enormes cabreos cuando descubría que en las macetas no había ni rastro de vida floral.
Mi padre le decía que seguro que yo por las noches me levantaba a hurtadillas y me comía las plantas. Pero mi madre, tan bondadosa, les echaba la culpa a los gusanos y los caracoles.
Y tenía razón ella, porque los bichos se comían la parte botánica. Yo cazaba los bichos, los ponía en las macetas y los vigilaba como un ganadero mientras se cebaban, para una vez criados y gordos comérmelos con cáscara y todo.

Así fui sobreviviendo al margen de mi familia. Mi abuelo por ejemplo, dejó de montarme en su borrico cuando se percató de que a la pobre bestia le faltaban las crines y buena parte del cuello.
Es que, claro, tampoco de mis miserias tenían ellos toda la culpa. Simplemente éramos pobres.
Mi padre ganaba cuatro céntimos y los ingresaba nada más ganarlos en el bar del pueblo. Me contaron que bebía con moderación, pero constantemente y por eso no llegaba la semanada a casa.
Nos íbamos defendiendo mal que bien, con los trece olivos de mi abuela. Por cierto ésta santa mujer hacía los guisos de aceite frito con aceite, más sabrosos de España entera. Lo malo es que con esa rigurosa dieta todos los de mi familia, nos íbamos por las patas abajo a cada momento como los gorriones.
Exceso de lubricante, pienso yo.
Ahora, que lo mejor de todo es que una mañana...


!!COÑOOO. QUÉ TARDE SE ME HA HECHO!! !!SON LAS DIEZ MENOS CUARTO!!
Lo siento, deberé continuar otro día porque se me ha hecho la hora de cenar.
Voy a ver si me quedan en el frigorífico unos cuantos cubitos de hielo.
Los cubitos son riquísimos: Se coge una bandeja cubitera y se vacía en un plato hondo. Se pone 30 segundos en el microondas y se retira.
Los hielos estarán a medio deshacer, ni fríos ni calientes. Entonces se unta pan en ellos con dos gotitas de aceite virgen de oliva y están para chuparse los dedos.
Ah, y como es mi cumpleaños, de postre me zamparé yo solo una castaña pilonga con velitas.
Hasta otra, amigos. !Mmmmmm, qué hambre tengo, se me hace la boca agua.!
Datos del Cuento
  • Autor: luis jesus
  • Código: 6423
  • Fecha: 11-01-2004
  • Categoría: Cómicos
  • Media: 5.54
  • Votos: 100
  • Envios: 4
  • Lecturas: 3901
  • Valoración:
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