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El abuelo Genaro solía contar unos cuentos maravillosos. Nadia esperaba siempre con impaciencia el momento en que tocaba irse a la cama. Era entonces cuando el abuelo, ajustándose sus gafitas redondas, comenzaba a hablar con su voz grave.
A veces cogía los libros de la estantería y simplemente leía imitando voces, poniendo caras y haciendo ruidos. Pero la mayoría de las noches, el abuelo Genaro se inventaba sus propios cuentos.
Él decía que no, que eran historias reales que había vivido durante su época de marino. Pero Nadia no sabía si creerle. ¿Cómo aquel hombrecillo bajito y flaco podía haber vivido todas aquellas aventuras peligrosísimas en alta mar? Nadia no podía imaginar al abuelo Genaro, tan tranquilo y sonriente, enfrentándose a una tripulación rebelde, gritando con genio y atacando sin piedad los barcos de piratas malvadísimos.
– Abuelo, reconócelo, ¡es imposible! Te lo estás inventando.
Pero el abuelo Genaro no decía ni que sí, ni que no. Siempre respondía lo mismo:
– Todo es posible si creemos en ello. Depende de ti…
Y Nadia se quedaba siempre con la duda, pensando que a lo mejor el abuelo le estaba diciendo la verdad y ella era la nieta de uno de los marinos más valientes de todos los mares.
Pero una noche, el abuelo Genaro no estaba junto a su cama dispuesto a contarle un cuento. Se había puesto enfermo y habían tenido que llevarlo al hospital.
– ¿Te pondrás bien, abuelo? No puedo dormir sin tus cuentos.
– Claro que sí, Nadia, los viejos marinos somos duros de pelar. Yo he luchado contra ballenas carnívoras, contra terribles tempestades y malvados piratas. ¿De verdad crees que una enfermedad va a ser un problema para mí?
Pero en aquella cama de hospital, el abuelo Genaro parecía más pequeño y flacucho que nunca. Hasta su voz, tan grave y profunda, había pasado a ser tan solo un susurro.
Una semana después, el abuelo seguía en el hospital. Así que una noche, Nadia tomó una decisión. Si el abuelo no podía ir a contarle cuentos, sería ella la que le contaría cuentos a él.
Cuando le dijo a Mamá que se marchaba al hospital a contarle un cuento de buenas noches al abuelo, a Mamá casi le da un ataque de risa…
– Pero ¡cómo vamos a ir al hospital a estas horas! No nos van a dejar entrar…
Pero tanto insistió Nadia, que Mamá tuvo que hacerle una promesa. Al día siguiente, en cuanto saliera del colegio, irían a verle. Así Nadia podría contarle todos los cuentos que quisiera, aunque no fueran cuentos de buenas noches.
Al abuelo le encantó la idea, aunque al principio Nadia no sabía muy bien que contarle. Pero pronto, Nadia descubrió que había muchas cosas que podían convertirse en un cuento: el misterioso maletín que traía siempre el profesor de inglés, la colección de canicas que tenía Miguel, la capacidad que tenía la maestra de resolver siempre todas las preguntas…
– Nadia, reconócelo, ¡es imposible! Te lo estás inventando. ¿Cómo va a ser tu maestra un hada madrina si no tiene varita? – exclamaba divertido el abuelo Genaro.
Pero Nadia no decía ni que sí, ni que no. Siempre respondía lo mismo:
– Todo es posible si creemos en ello. Depende de ti…
Y tanto creyeron Nadia y el abuelo Genaro en el poder de la mente y de la imaginación, que un día, por fin, salió del hospital. Todo volvió a la normalidad. El abuelo recuperó su voz grave de marino y Nadia nunca más dudó de sus historias.
Todas eran posibles porque Nadia creía en ellas…
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