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~-Mamá, cuéntame una historia.
Eran las nueve de la noche y la oscuridad arropaba nuestros cuerpos.
Arturo, cansado y acalorado, se rascaba por las muchas picadas de mosquitos en su menudo y delgado cuerpo. Sus ojos, amarillos y cristalinos, eran como la miel que untaba a los panes para comer en la merienda en casa de su abuela; éstos le daban un aspecto dulce, tierno y atrayente.
-Bueno, -replicó la madre, -sabes que no puedo leer en esta oscuridad. La luz de la vela es muy tenue y me da dolor de cabeza…
- No mami, no quiero que leas, cuéntame algo que te haya pasado a ti –le dijo el niño suplicante.
-Okey. Creo que ya te he contado acerca de mis aventuras como estudiante en la UASD, cómo cogíamos clases debajo de los arboles sentados en blocks, la politiquería de las elecciones estudiantiles, como esquivábamos las piedras en las huelgas y las largas filas para inscribirse cuando no habían computadoras.
-Sí, me has contado todo eso pero es aburrido…
La mujer reconocía que aunque para ella eran buenas memorias que guardaba en su corazón como piedras preciosas no resultaban tan intrigantes para un niño de diez años, acostumbrado a leer comics y ver películas de acción y misterio.
Humedeciendo sus labios con un poco de coca cola caliente del vaso que reposaba quieto sobre la mesa, se llenó de valor y respirando profundo se preparó para contarle a su hijo algo que no había contado a nadie más.
-Era un sábado cualquiera del año 2000. Como cada mañana había salido a trotar al parque. Recuerdo que salía de mi casa a las seis de la mañana. Como era invierno el vecindario estaba oscuro y en esa época andaba una ola de violencia inaudita. En ese mes habían atracado a tres personas en el área. Yo igual salía porque primero muerta que gorda. Iba caminando con más miedo que vergüenza por mis libritas de más cuando oí unos gritos de mujer. Eran unos gritos de dolor e impotencia. Con el temor de que aún estuviera el criminal allí, me desvié por un callejón solitario y oscuro. Unas pisadas que parecían perseguirme y los gritos de la mujer me hicieron apurar el paso.
Escuché entonces el llanto de un bebé y se conmovieron mis entrañas, simplemente no pude resistirme, así que acudí instintivamente al lugar de donde provenía aquel sonido.
Yo no podía distinguir muy bien, ni entender lo que pasaba a la distancia porque soy miope. Al irme acercando miré alrededor y noté que había personas mirando curiosas desde las ventanas de los apartamentos, pero no hacían nada. Había un charco rojo alrededor de la mujer que gritaba, tenía además algo entre los brazos a los que se aferraba. “-Llamen a una ambulancia!” –grité a las personas de las ventanas.
Cuando llegué a donde estaba la víctima, me incliné y le pregunté qué había pasado. Me dijo que le habían robado y herido con un cuchillo. Fue entonces que extendió sus brazos y pude ver a lo que ella se asía tan celosamente. Envuelto entre mantas estaba el bebé. Me lo entregó y me dijo: -Por favor cuídalo. Mi esposo siempre me maltrata y me va a matar cuando sepa que me robaron el dinero de pagar la casa. No quiero dejar a mi hijo en manos de ese irresponsable.
-Puedo llevarlo donde algún familiar tuyo -repliqué yo.
-No tengo a nadie solo a mi suegra.
Mi primer impulso fue dárselo a alguien de los que se habían acercado al lugar después de mí y rodeaban con asombro a la mujer, pero me detuve y en aquel momento miré al bebé, su pequeña manita sujetó mi dedo. No pude evitar que las pesadas lágrimas se acumularan en mis ojos ante tanta ternura. Era tan hermoso, tan frágil, tan vulnerable, tan dependiente…Su carita rosada, escaso pelo castaño y grandes ojos amarillos parecían decirme suplicantes “llévame contigo”. Pero no podía y no lo hice. Era tan solo una estudiante recién mudada a la capital, sin suerte en el amor y mala en las relaciones de pareja, además no sabía nada sobre cuidar bebés.
Tan pronto la señora se sintió libre del peso del bebé en sus brazos, se desmayó. Gracias a Dios que la ambulancia recién llegaba.
Entré en la ambulancia acompañando la señora al hospital y contacté la suegra. Al despertar la señora dio la autorización de que fuera yo quien llevara al bebé a su abuela. Me sorprendió la confianza que ella tenía en mí y no pude negarme. De inmediato me dispuse a tomar un taxi para entregar “el paquete”.
Cuando llegué a la casa no podía creer que había personas viviendo allí. Todo el mobiliario estaba mugriento y predominaba en la choza un incómodo olor a humedad. La casa de zinc con paredes de concreto y plywood parecía estar desnivelada. Solo tenía un dormitorio, afuera estaba la letrina y no tenían bañera.
La abuela del niño me recibió amablemente y me habló con tristeza acerca de su hijo y la situación familiar. Y aunque admitía que no andaban bien las cosas, todos sabemos que la sangre pesa más que el agua.
Regresé a mi casa cabizbaja, meditando sobre el incidente. En mi corazón albergaba la esperanza de que pronto la madre se recuperara y le entregaran el niño. Eso sería lo mejor.
-¿y se mejoró la señora? –preguntó Arturo con interés.
- Tristemente, murió días después en su casa. Apareció en el periódico.
- ¡Pobrecita! –replicó el niño –pero al menos el bebé estaba con su abuela. ¡Las abuelas son geniales! –exclamó recordando las golosinas que su propia abuela siempre le daba a escondidas de su madre.
La madre sonrió, le dio un beso de buenas noches al niño y mirándolo a los ojos como aquella primera vez, le dijo “Te amo”. Pero en su tímida sonrisa se hallaba el peso del secreto guardado y en su mirada el temor que sentía de que el padre homicida alguna vez los encontrara.
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