(Dedicado a María Vera, mi maestra de 5to grado)
Una joven maestra impartía clases de educación básica en un pequeño colegio de un pueblo sumido en el abandono y la pobreza. Ella fue sembrando en aquellas mentes infantiles con mística y vocación, no sólo letras y números, sino también fue sembrando la fortaleza moral y afectiva que con sus acciones y ejemplo fueron germinando en el corazón de cada niño que tuvo por suerte asistir al aula de clases que a ella le fuera asignado.
Los días lentamente transcurrían y así entre pupitres y pizarrón, entre lápices y tizas de cal e iba cobrando vida el deseo de superación que brotaba de cada niño, abonado por los sabios consejos de la joven maestra que transmitía aquellos conocimientos, que se renovaban y florecían en cada tibia mañana.
La tiza de calen su ligera fricción con aquel verde pizarrón donde escribían las lecciones, se iba desgastando lentamente, mientras el polvo de cal que desprendía enrojecía los ojos y enronquecía la voz de aquella maestra que amorosa cumplía su misión.
Hoy después de tantos años transcurridos aflora el recuerdo de aquellos años escolares, esparciendo en el aire intensas emociones, que al igual que la tiza de cal, enrojecen los ojos y enronquecen la voz cuándo hacen fricción con el pasado.
- Adiós Maestra, parecían decir los niños, a una docente que un día se fue sin decir nada.
Tal vez ella, en su especial sabiduría no había querido despedirse, porque tenía la completa convicción que siempre estaría presente dentro de cada niño, y por eso no tuvo necesidad ni coraje para decirles adiós.