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Categoría: Misterios

MISTERIO AZUL

Conocí a Ana Saíne cuando estaba preparando un relato sobre las palabras, el poder de una letra. Jugaba con un título provisional: las palabras vuelan. Ella podía ofrecerme un valioso testimonio. Sus antepasados pertenecían al gremio de inventores que escribían cuentos para poder subsistir. Su abuela había emigrado a Argentina y, desde allí, a Galicia. Trabajo de articulista en periódicos. Ana conservaba una fotografía en la que se veía a su abuela en presencia de otras compañeras, sentadas sonrientes allí en la oficina, detrás de la mesa, como flores abiertas en un jarrón.
Fue esa abuela, cuando se jubiló, la que empezó con la manía de las palabras. Había comprado una pequeña casa en el pueblo de Oleiros. Ese era su sueño. Tener un lugar, un hogar, donde esperar su final con una pluma en la mano. Escribió relatos, cuentos y también algún que otro poema. Pero un señor portugués, con el que se había amigado tras fallecer su marido, le regaló un día una caja con letras azules. Y al abrirlo, la abuela se quedó sorprendida, como si de repente hubiese descubierto el poder de las palabras. Decidió prescindir de relatos, cuentos y poemas, convirtiendo su despacho en un gran laboratorio gramatical. Recorría librerías y bibliotecas, asistía a charlas y conferencias, compraba e intercambiaba información, y luchaba contra la fatiga y el desanimo. Por las noches, se encerraba y me pedía que le leyese en voz alta el libro titulado Los misterios de las letras mágicas.
Yo era su lectora preferida, recordó sonriente Ana Sainé. Me daba un euro por noche. En un capítulo se contaba cómo una historia de palabras había logrado traspasar el mar Mediterráneo. Mucho le gustaba aquella historia. Y también la de aquellas palabras que habían logrado bordar con hilos de oro una amistad entre dos desconocidos. ¿Tú has oído hablar del poder de las palabras?.
Le contesté que sí, por supuesto. En realidad, yo no tenía ni de idea en el arte de combinar letras y formar palabras, y menos de su magia y poderío. Pero la víspera, mientras le daba vueltas al caso Ana Sainé, le había echado un vistazo a una enciclopedia.
Uno de los mejores escritores gallegos, una tal Manuel Rivas, tenía un poder especial para atravesar las líneas gramaticales, y la misión de inventar palabras que cautivasen almas.
Así es, asintió Ana Sainé, sorprendida y satisfecha con mi información.
A mí me tiene hechizada la leyenda del poeta desconocido, dije con el tono de una iniciada. Una pantalla cubierta de palabras que los navegantes descubrían por los ojos y les penetraba sigilosamente al corazón.
Yo esperaba una entusiasta aprobación. Era mi último recurso entre el anecdotario que había memorizado. Pero, con un rictus enigmático, Ana Sainé desvió la mirada hacia el fondo de la sala. En el atardecer de diciembre, una niebla espesa atravesaba el seto de rosas y envolvía en gasas los cristales. La sala adquirió el inquietante aspecto de un castillo medieval.
Esta lluvia me pone melancólica, dijo por fin Ana Sainé. Hiere de tristeza a mi alma. Hizo un gesto señalando las ventanas de la sala. ¿Qué te parece si tomamos algo?.
La sala estaba repleta por todas partes de libros, de apuntes, de notas, muebles escondidos bajo multitud de libros y papeles. Y también había un hombre. Era más joven que Ana Sainé, de unos treinta años, tez mestiza y con esa melancolía de los hombres altos, delgados y de manos demasiado finas.
Un amigo, Ángel.
No soy muy dada a impresionarme, desconfió de la belleza evidente, pero tampoco soy de piedra. Era atractivo y silencioso como una estatua que no hubiese dejado de mostrar su quietud.
Él es mi ángel azul.
Me pareció una metáfora apropiada, aunque cursi, pero en aquel momento no entendí todo su sentido. El algo para beber que me había prometido Sainé resulto ser, cómo no, un Fariñas.
Sorbí un trago de líquido ámbar. Sabía a frutal. Volví la mirada hacía el amigo, aparentando una simple curiosidad, digamos científica.
Los ángeles azules, con perdón, no existen, ¿verdad?
Sainé esbozo una sonrisa.
Aún no me has preguntado por qué he regresado. No creo que te sirva para una tesis doctoral. En realidad, regresé huyendo. Huyendo de una maldición.
Bebió un trago con calma, paladeando, como si fuese una poción que le ayudase a recuperar su memoria.
Esa abuela de la que te he hablado, dijo por fin, se volvió loca con sus palabras. Para ser exacta, enloqueció con las letras a,u,l,z. La tranquila afición de su vejez se convirtió en una competición obsesiva contra el tiempo. Como una embrujada, día y noche experimentaba combinaciones de letras. Se murió delirando. Convencida de que la había obtenido. Le dijo a mi madre: " Llama a la asociación de escritores, que la registren, que ya la tengo. ¡La palabra azul! Mi madre no llamo, claro. Heredó la palabra. Durante un tiempo, se despreocupo de la caja de palabras azules. Hasta que un amigo la convenció de que las palabras podían ser incluso mejor negoció que la venta de rosas por bares. Galicia estaba cerca y su mar era un lugar idóneo para dejarlas volar. Y, en efecto, fue un buen negocio. Aún no se ha inventado en este mundo nada mejor para regalar a un oído y saber que una palabra puede derribar la más impenetrable muralla.
Mi madre compró mas cuadernos y amplió su laboratorio experimental. Se limitaba a las palabras más tiernas. Pero un día, como jugando, consiguió un híbrido, una hermosa variedad azul a la que llamó amistad azul. Ingresó en un club internacional de inventores de palabras e hizo mucho dinero con los derechos de esa palabra. Obtuvo varios híbridos más que le dieron una cierta celebridad en el mundo de las palabras. Por cierto, a una palabra la llamo carici(a-a)zul. Al principio, gozaba con esos éxitos, vivíamos una vida cada vez más confortable. Incluso pensó en invertir parte de aquel floreciente negoció en la producción literaria, algo que le apasionaba. Pero un día llego a casa, borracha, con el cuento de la palabra azul. La había embrujado.
Ana Sainé saboreó otro trago de aquella pócima.
Te voy a ahorrar detalles. Arruinada, abandonada incluso en su aspecto físico, una noche se marcho y jamás volvió.
¡Esto está muy oscuro!, Dijo de repente mi anfitriona. Había una sola vela encendida y la noche se proyectaba en grandes sombras fantasmales sobre las paredes. No me pareció apropiado hacer preguntas. Ella cogió de la mano a Ángel.
Ya ves, dijo Sainé, he vuelto para imaginar historias. Es un poco de lo que sé hacer. Pero creo que he vencido a la fatalidad. He encontrado mi ángel azul.
A pesar de la vela, en el exterior, al despedirme, Ana y Ángel me parecieron dos etéreas criaturas sobrenaturales.
Salí de Oleiros en dirección A Coruña por la carretera de la costa. Era una noche de niebla espesa que envolvía el coche sin detenerse. Por eso, cuando aquellos dos faros se me echaron encima y escuché un último estallar de cristales, pensé que era mi propio coche que había chocado con un espejo. Recuerdo que pasé aquella noche soñando que iba flotando, bocarriba en medio del mar, y que olía el mar salado del Atlántico. De repente, mi cabeza tropezaba con algo suave, blando, como algodón. Palpé con las manos. Era mi cuerpo muerto. Y mi alma volaba...
Me desperté angustiada por la anestesia y sólo supe que estaba viva cuando él, mi Ángel, alto, delgado i dulce, se acercó para darme un beso azul.
Mi pobre locuela, ¿por qué te dejaría partir de noche con semejante niebla?


"De inaudita metamorfosis vienen
estas formaciones: ¡cree! y ¡siente!
Lo sufrimos: llamas se hacen ceniza
Pero en el arte: polvo se hace llama.
Hay magia: al territorio del hechizo
Parece alzada la simple PALABRA...
Es como el grito del colombófilo,
El que invoca la paloma invisible".
Datos del Cuento
  • Autor: azul
  • Código: 839
  • Fecha: 18-12-2002
  • Categoría: Misterios
  • Media: 5.08
  • Votos: 25
  • Envios: 3
  • Lecturas: 8017
  • Valoración:
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