Había una vez, hace mucho, mucho tiempo, cuando los sueños se hacían realidad con sólo desearlos fervientemente y los hombres cazaban dragones por el amor de una bella mujer; hace tanto tiempo, cuando aún no existía la escritura y la memoria era el único lugar donde se acumulaban los conocimientos y las historias, existía un príncipe, noble, gentil, fuerte, apuesto e inteligente que, desde que tenía uso de razón, su deseo era el mismo: “Que una estrella bajara del cielo y se convirtiera en mujer para que viviera junto con él por el resto de su vida”
Todas y cada una de las tardes de su vida, se encaminaba al bosque a buscar a los Hados y a los Genios que ahí habitaban para pedirles le concedieran su deseo, y todas las tardes se oía la misma súplica: “Hados, Genios, ¿dónde están? Quiero pedirles un favor; quiero hablar con ustedes, quiero me concedan el más grande de los deseos de mi vida, y a cambio de ello, les ofrezco todo lo que tengo.”
Y todas las tardes, de todos los días, durante mucho tiempo era lo mismo.
En las noches, el Príncipe, junto con el astrólogo, se ponían a escudriñar el cielo en busca de una nueva estrella, de una que no hubiera sido descubierta por nadie conocido, y para poder decir que era suya solamente.
Una de tantas tardes en que el Príncipe se fué al bosque a hacer su petición habitual, los Hados y los Genios se le presentaron y le dijeron: “Príncipe, durante tantas tardes has venido a llamarnos una y otra vez, dinos, ¿Qué quieres?”
El Príncipe estaba asombrado, boquiabierto, no creyendo que los Hados y los Genios le hicieran caso y se le presentaran ahí, en el lugar donde tantas veces los había llamado y donde había permanecido tantas tardes. Saliendo de su asombro les dijo: “Hados, Genios, las flores tienen aromas que atraen a las aves y a las mariposas; los mares tienen playas y habitan en ellos miles de seres; el universo tiene planetas, constelaciones y soles; y yo desde niño he tenido el deseo de que una estrella baje del cielo y permanezca conmigo hasta la hora de mi muerte, para poder vivir tranquilamente; es por esto, Hados, Genios, que lo que pido es que me cumplan éste deseo, a cambio de ello, haré lo que me pidan, les daré lo que quieran.”
Los Hados y los Genios quedaron viéndose entre sí por un momento, el cual le pareció interminable al Príncipe y su corazón se agitaba angustioso hasta que ellos hablaron: “Príncipe, te concederemos tu deseo, pero el precio es muy alto y tal vez no estés dispuesto a pagarlo, así que piénsalo bien.” Y el Príncipe les contestó: “No importa cúal sea el precio, es algo que he estado deseando y esperando toda mi vida y no quiero renunciar a ello.” “En ese caso - dijeron ellos-, el precio de tu deseo será tu pueblo, nos lo tendrás que dar.” El Príncipe estaba a punto de arrepentirse, pues sabía que no importaba su deseo por sacrificar a su gente. “Tu pueblo tendrá que ser el mejor de todos los pueblos conocidos; tendrá que ser el más próspero, el más amigable, y el más pacífico; y cuando tu pueblo lo sea, tu deseo será concedido”. Y diciendo ésto, los Hados y los Genios se marcharon dejando sólo al Príncipe.
Al día siguiente, el Príncipe comenzó a trabajar por su pueblo, para hacerlo crecer, inculcando amabilidad, honor y valentia en los corazones y en las actitudes de sus habitantes para obtener aquello que les había prometido a los Hados y a los Genios y así, poder ver concedido su deseo.
El tiempo pasó poco a poco; el pueblo fué creciendo, mejorando, siendo el más próspero, el más amigable y a donde toda gente de paz era bien recibida y los demás querían ir a vivir, o al menos conocer, donde no existian discordias ni conflictos.
El Príncipe, al igual que los demás humanos, fué envejeciendo junto con el tiempo; era querido por su pueblo y respetado por todos los demás pueblos conocidos.
Una tarde, el Príncipe regresaba al bosque como siempre, llamando a los Hados: “Hados, Genios, ¿Qué más puedo hacer, qué me falta para que mi pueblo sea como el que ustedes quieren? ¿En qué he fallado?”, y sin obtener respuesta, el Príncipe regresaba un poco cansado a su castillo, a donde iba a refugiarse con su astrólogo para ver el cielo y buscar una nueva estrella que no hubiera sido vista por nadie.
“Astrólogo, ¿cómo se llama esa estrella?” era la pregunta constante del Príncipe.
“Es Alfa, Príncipe”. Solía contestar el astrólogo.
“Y esa otra astrólogo, ¿cómo se llama?”.
“Es de la constelación de Cáncer”.
“Y esa otra?”.
“Es Venus”.
“Y aquella?”.
“Es de la constelación de Leo”.
Y todas las noches era igual.
El Príncipe estaba ya viejo, igual que su astrólogo, y sentía que las fuerzas se le acabarían irremediablemente tarde o temprano, y eso lo sabía muy bien. Pero aún así, seguía luchando por su pueblo y por ver cumplido su deseo, ya que para eso había vivido y luchado.
Una tarde, como todas las demás, el Príncipe fué al bosque a buscar a los Hados, ya que se sentía muy cansado y no sabía si le faltaba algo por hacer por su pueblo, por su gente, por él. Sin obtener respuesta, regresó al castillo a refugiarse junto con su astrólogo a ver las estrellas, y esa noche:
“Astrólogo, ¿Cómo se llama esa estrella?” Preguntó una vez más el Príncipe.
“No lo sé, nunca antes la había visto”. Contestó el astrólogo.
“¿Será mi estrella? ¿Será la estrella que he estado esperando por tanto tiempo?”
“No lo sé”. Fué la prudente respuesta del astrólogo.
La que veían era una estrella grande, blanca, luminosa más que todas las estrellas juntas en el firmamento y que a la vista resultaba impresionante, imponente, casi opacando al reflejo de la Luna llena.
“Si esa fuera mi estrella, yo sería muy feliz; así me gustaría que fuera la mujer que baje del firmamento”. Pensaba el Príncipe.
Al día siguiente, como antes, el príncipe fué al bosque, llamó a los Hados, a los Genios, pidiéndoles una señal que le indicara qué estaba mal, qué le faltaba, una señal que le dijera si estaba bien o estaba mal, pero no ocurrió nada. Y el Príncipe, cansado, se arrodilló y comenzó a llorar, y en su llanto lo acompañó una lluvia tibia, tenue, refrescante, como si el cielo estuviera llorando junto con él, como si en ese momento todo y todos se sintieran tristes por el deseo que no se le concedió al Príncipe. Y, arrodillado en el bosque, el príncipe se fué quedando dormido, poco a poco, arrullado con su llanto y con la lluvia.
Al día siguiente, los leñadores que iban a trabajar al bosque, lo encontraron, recostado sobre la suave yerba con una sonrisa de paz en su rostro y rodeado de flores multicolor, mientras que las aves de los más magníficos cantos trinaban en el aire a su alrededor anunciando su partida hacía donde se vá sin regresar.
Los funerales del Príncipe fueron excelsos, fue un cortejo impresionante que reunió a todos los reinos y paises con los que tuvo tratos e, incluso con los que no. Llegaron emisarios de todos los confines del planeta, miles de ellos; fue un funeral por siempre recordado y un luto guardado por tantos años que se perdió la cuenta de ello.
La noche en que el cuerpo del Príncipe descansaba en la tierra, el astrólogo, como un homenaje póstumo observó, tal vez por última vez, el cielo estrellado en una noche de Luna Nueva; vió todas las estrellas por las cuales le había preguntado su nombre el Príncipe, y al final, observó la estrella nueva que había visto junto con él dos noches antes, y en ese momento, junto a ésta estrella, apareció otra, igual de grande, de luminosa, de magnífica, el astrólogo pensó que veía dos por las lágrimas que estaban en sus ojos, se los limpió y siguió viendo ambas cada vez más blancas, luminosas y hermosas, una era la estrella que había visto con el Príncipe, y la otra, la recién aparecida; era el Príncipe.
F I N.
Sigue escribiendo Fernando, lo haces muy bien, espero subas mas cuentos, bye.