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-¿Te apetece pasar un buen rato, guapo?. Verás qué bien.
-¿Cuánto cobras?.
-Tanto.
-Te daré el doble si no te muestras profesional conmigo. Yo no he venido aquí por diversión...Yo no vengo nunca...
La voz de José llevaba timbre de salto al vacío, de voz enferma de melancolía, herida de muerte, de balada irrecuperablemente triste.
De todas las músicas del universo, sonaban para José sólo las teclas negras del piano.
-...He venido porque estoy sin nadie.., ya desde tanto tiempo...
-Bueno, tú mandas, pero no sé si sabré.
-Simplemente no te ocupes de fingir, no fuerces una alegría que no sientes, no me halagues, sólo acompáñame y suple con tu cuerpo para mí, las ausencias que me matan. Hace tanto que no toco a nadie.., hace tanto que nadie me toca...
Subieron al piso, Linda bajó la intensidad de las lámparas y se desvistió. Era preciosa.
José la miró y superpuso sobre una beldad real, todas las imágenes de su añoranza, dejó caer las manos sobre sus hombros y descendió lentamente por los brazos. Leyó despacio como un ciego toda su arquitectura y una emoción amordazada lo liberó de sus grilletes, fundidos por el calor de un volcán durmiente.
Sobre la cama José volvió a sentir un pálpito ajeno resonando en el suyo, un diálogo de corazones, de movimientos, de aires respirados. Eso se parecía mucho a la vida.
José estalló abrazando a Linda con el sentimiento doloroso y fiero de una despedida. Con el mismo de cuando se fue aquella mujer llena de lágrimas, pañuelos y tequieros.
-¿Cómo estás, José?.
-Bien, bien, pero espera, deja que te abrace un poco más sin decir nada...
Cuando ordenaba su pelo de tintes caoba, Linda notó que los bucles que enmarañaban su oreja izquierda estaban empapados.
Él no volvió a mirarla más y con la cabeza gacha se marchó en silencio.
José estaba sin nadie y el piano tocaba para él solamente sus teclas negras.
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