Y eso fue todo, con la indiferencia y el desprecio que le caracterizaba dejó al muchacho sin otra esperanza que la de una mirada que lo despedía y le dejaba la agonía de que quizás, tal vez, podrían ser algo más que amigos.
Llegó como la condena apocalíptica de la Biblia, sin aviso, como un ladrón en la noche, como un huracán que no perdona ni vidas, ni emociones. Fue suficiente una sonrisa para desarmar un mundo tan difícilmente construido y edificado. Bastó contemplar su rostro y escuchar su voz para hacer temblar todos sus principios, su honor, sus ideales, en fín todo aquello que ahora lo tomaba por basura por su sola maldita o bendita presencia.
Y ahora volvía de nuevo aquel elemento que lo humanizaba, que lo desnudaba ante cualquier ser vivo diferente a él, el amor. Conocía bien su lenguaje y por eso era aún mucho más analfabeto, porque mientras más se conoce el amor más se desconoce de él. Una dualidad empezaba en su corazón que daba inicio a una gran batalla que se realizaría en su corazón. Maldita la hora en que ella llegó, bendito sean sus ojos, maldita la hora en que la conoció, bendita su sonrisa, maldito el momento en que sus miradas se cruzaron, bendito el encuentro entre dos espíritus que se ubicaban nuevamente después de muchas generaciones y vidas recorridas en el tiempo indefinible e infranqueable, maldita sea...si, pero bendita a la vez. Bendita porque fue la mujer que estuvo esperando toda la vida, maldita porque llegó muy tarde. Maldita porque él ya había aprendido a amar a otra mujer, bendita porque le volvía a brindar la energía vital que su corazón muerto necesitaba...pero tarde, muy tarde...¡DEMASIADO TARDE!
Bendita dualidad la del amor, que nos mantiene vivos y nos alimenta. Muy bueno el cuento.