En el pueblo están celebrando el cumpleaños de Doña Jacinta. ¡Ochenta y dos ya y todavía se despierta con el alba a levantar al gallo! No, aquí no. Allí, allí arriba, donde el arroyuelo se cuelga pendientes de perla-plata y el huerto acaricia fruto maduro. Ya han sacado los mozos, fajín negro carbón e impecable camisa blanca, el cancionero de letra antigua.
Al final del camino polvoriento, arcadas de piedra pulida con la asimetría casual de los pueblos de cantar moruno sostienen la plazuela donde está el ayuntamiento, reloj y mástil, pegando el costado a la cantina.
- Hoy no hay dominó, ¿sabe usted? Todos están en El Peral rondando a la abuela. ¡Ochenta y dos ya y aún levanta al gallo! – me repite Armando pasando el paño sobre el mostrador, pulcro espejo de mármol rojo.
Fuera, con la tarde olvidada en un mar de luz, va Fermín, el vaquero, entonando una alegre pastorela. Le veo perderse entre las callejas, camino del cerrillo de Santa Clara. Y así seguirá, con el festivo trovar de su quebrada garganta, hasta que la noche vaya pincelando estrellas sobre la collada. Y, como siempre, la mañana la sorprenderá entre los riscos con los ojillos colgados de un lucero blanco. Sólo yo me he fijado en él. ¡Qué triste estampa la del viejo arrabalero de razón perdida!
He subido al pueblo a lomos de Castañero, el caballo del señorito Esteban, que se ha quedado en el cortijo robándole liebres al campo. Ellos no se acuerdan de mí. Me hablan como a un forastero de piel errante, pero yo sí me acuerdo de ellos. Recuerdo la tarde deshaciéndose en jirones escarlata y gris y la covacha sobre el arroyo donde solía esconder el duelo de mis primeras melancolías. Las rodillas del abuelo, sus manos de roca y la vieja marinería agazapada en la pipa y el trasmallo. Eran tiempos de paz.
Castañero orejea nerviosos bajo la arquería. ¿Dónde estabas tú viejo burraco, cuando, por San Andrés, Doña Jacinta organizaba el baile en El Peral? Todo el pueblo se reunía en torno a guitarras, tamboriles y raptos de copla viva. Pero yo, hasta que hube cumplido los catorce, no pude sino asomarme con sigilo por encima del cercado tras el huerto. Y tan lejos estaba aún que sólo algunas notas conseguía hurtarle al viento. Al fondo, entre los naranjos y frente al peral, las más jóvenes zagalas se arrebujaban detrás de Doña Jacinta para cuchichear sobre el mocerío. Y a la izquierda se erguía el pozo de piedra a cuya sombra, con el cuerpo vencido por el cántaro, dormitaba el viejo Nicolás. Dichosos días aquellos, Castañero, en que se bailaba hasta que el amanecer vestía de grana el cielo. Y era entonces ¿sabes? cuando los chicos íbamos a ver clarear el día sobre la rada. Con el albor dibujando labios de miel sobre la bahía y el cabeceante matorral desperezándose bajo el naranjo, nos sentábamos en recogido silencio. El sol, redondo, púrpura, se levantaba sobre el acantilado prendiendo el horizonte con hilvanes de oro. Y abajo, con la marea recogida en un regazo de aguas dormidas, el vuelo de mil gaviotas gris-blanco rasgaba el cielo de gasa. Detrás, entre olivos y aroma de romero, quedaban las cien casuchas blancas del pueblo. Y allí volvía yo cada tarde, con la mar agitándose bajo un ocaso carmín, a ver regresar la barca del abuelo.
La voz de Armando me hace abandonar mi infancia, olvidada cualquier mañana entre los olivares del altillo.
- ¿Un vinillo para limpiar la garganta?
- Venga, vale.
Me acerco al ventanuco y reconozco la voz seca, de aguardiente, del tío Zacarías enredándose entre los requiebros de la guitarra mandona de Don Florián.
Me despido de Armando y vamos, Castañero y yo, dejándonos caer hacia la iglesia. En el camino siguen en pie el pilón y la picota. Casonas de piedra encalada se estiran en el aire haciendo de la calle un pasaje de estrecha correría. Me asomo al Callejón de las Ánimas y allí, segundo portalón a la derecha, cuelga el diminuto aldaboncillo al que tantas veces arranqué quejidos desesperados con la noche haciendo amagos de luna clara sobre mi cabeza. Cierro los ojos y veo un joven soldado cogiendo las manos, que el corazón ya es suyo, de una moza de mirada azul, tibia, como de mar. Abro los ojos y un suspiro se me escapa entre los dientes. Maldito fusil, maldita guerra.
Vamos Castañero. Ahora las campanas están doblando detrás de la esquina. Nos asomamos y allí está la iglesia, con el viejo cementerio levantando cruces a su alrededor. Y el campanón sigue, dale que dale. Se abre la puerta y Don Manuel, el párroco, sale al camino con un ligero trotecillo remangándose los faldones de la sotana. Enfila la cuesta hacia El Peral. Le sigue una jaranera tropa de chiquillos. Armando le ha echado el cierre a la cantina, los mozos han dejado de cantar y el tío Zacarías ha callado la saeta con Cristo en la boca. La guitarra de Don Florián ha enmudecido hace rato. Sólo resuenan las campanas.
-Vámonos – le digo a Castañero con el crepúsculo colgando chispas sobre un arado de hierro viejo – aquí sólo me quedan recuerdos de trastero y zaguán.
Las campanas siguen doblando. Hay revuelo en El Peral. ¿Oyes Castañero? Mañana el gallo tendrá que despertarse sólo.