“Vampiros, la frontera entre la violencia real y la brutalidad simbólica.”
H. Pascal.
Los policías actuaron rápidamente para detener al par de jóvenes que salieron del hotel, así debía ser para no darles oportunidad de escapar.
Con severa voz el patrullero se dirigió a los detenidos: “Estamos implementando un operativo para detener a puercos como ustedes, López Obrador nos ha mandado a limpiar las ratas de las calles, todo el dinero que traigan en sus bolsas no les va a alcanzar para salir de esta.” Y Continuó hablando recio.
“Necesito sus identificaciones, van a quedar detenidos y se les realizarán análisis sanguíneos para saber si están infectados con algún virus, por si adquirieron alguna enfermedad, porque sabemos que las mujeres con quienes se metieron se dedican a la venta de drogas y de armas, y en esta zona se han detectado casos de SIDA. No escondan nada porque les voy a revisar hasta los calzones, así que mejor cooperen con la autoridad.” Los gritos de aquel uniformado, traspasaban con facilidad y violencia, la división que separa en la patrulla a los delincuentes de las otras personas que van en ella.
Échenos la mano, jefe, ¿cuál droga? Una voz descosida detrás del vidrio de la patrulla tomó un tono suplicante.
¿Cuántas veces has venido acá? Le preguntó el hombre de azul, al más joven de los detenidos, que permanecía taciturno. Aquel chico se movía nerviosamente abrazando su mochila que lo señalaba como un estudiante, aunque su cara lampiña, de niño, no permitía averiguar qué grado de estudios podría tener.
¡Háblame fuerte!, retó el oficial al muchacho cuando éste abrió su boca. En vez de repetir la frase ofensiva e irónica que instantáneamente se le ocurrió, el muchacho musitó temblorosamente: “esta es la primera vez que vengo aquí.”
Los ojos del patrullero lucían con fuego, dominando así el espejo retrovisor; su mirada quedó impregnada con la clase de hambre que tienen las fieras cuando han matado a un animal más débil y están cerca de comenzar a escarbar en las carnes de su presa. El interrogatorio recién iniciaba.
--¿Dónde vives?
--En mi casa. Ironizó en silencio, luego respondió que en Lucas Alamán.
--¿Con quien vives?
--Vivo solo. Sus respuestas eran rápidas.
--¿Cómo que solo?
--Sí, vivo solo.
--¿Y tus padres?
--Están en Aguascalientes, yo soy de allá.
--¿Estás trabajando?
--Sí, claro. -Hizo una pausa- Reparto volantes pero también estudio la secundaria abierta.
--Pues estás en un lío, allá en la comandancia podrás hacer una llamada, les hablaremos a tus padres, para que vengan a pagar tu multa ¿o tú tienes 50 salarios mínimos para saldar tu infracción? ¡Contesta! ¿A esto te mandaron a trabajar? ¿Venir aquí es trabajar? ¿Cómo lo ves pareja?
El joven lucía una cara estampada con temor, alguien que no lo conociera bien, (y nadie lo conocía bien) diría que le faltaba muy poco para llorar.
Hay que arreglarnos ¿no? Balbució Andrés, el otro detenido, como queriendo ser participe de la escena.
La historia de ese muchacho era distinta, fue un niño, educado por la calle; con violentas formas que le malearon con la vulgaridad de los modales, la hipocresía de una ética endeble que se acomoda, dependiendo hacia donde gira el viento de la conveniencia. Se casó muy niño, a los dieciséis, el bebé que iba a tener con su novia falleció al no ser atendida a tiempo en el hospital, de tal suerte que Andrés, primero odio los hospitales, luego a su esposa, que no se cuidaba correctamente, a sus suegros que jamás se cansaron de echar malos ojos y desear males, despreció también el culto a la Santa Muerte que había adquirido sin que sirviera de nada, y como desemboque, se hizo adicto a oler cemento.
Andrés creía que con cien pesos que quedaban en su cartera bastarían para que los policías lo soltaran, unos minutos antes aún conservaba gran pánico por la posible impotencia que creyó poseer, pero ya se le había desvanecido, y es que desde un año atrás, cuando su vicio se incrementó, acostumbraba caminar por las despobladas noches, alucinándose vampiro, desafiando los silencios oscuros de las calles pequeñas; una madrugada, en una de esas arterias solitarias de la ciudad, fue violado por una pandilla; desde entonces su energía sexual ante su esposa se hizo temerosa, no conseguía excitarse, le entró a sus sueños la angustia de la homosexualidad, y por eso aquel día intentaba con una prostituta cambiar su flacidez por la antigua virilidad de su sexo.
Tú conduce, yo voy a pasarles báscula, dijo uno de los policías cambiando de sitio con el otro.
“Abre tu mochila”, le pidió a Martín. Obviamente no encontró droga, lo más parecido fue un paquete de Marlboro verde. Registraba minuciosamente pero únicamente halló hojas sueltas, un libro: “La inmortalidad” de Milan Kundera, un disco compacto de Tori Amos, y un par de cuadernos; hojeó uno, encontró inesperados renglones cortos y complicados de entender; se le figuró al policía estar leyendo a un loco o a un ciego que jamás ha visto la realidad e intenta describirlo todo, en otras palabras, halló poesía escrita por Martín. El otro cuaderno lo miró de forma más veloz, eso tranquilizó al muchacho.
¿Cómo vas a resolver tu situación, eh? La pregunta fue para Andrés, esperaba causar silencio o soborno. Un billete y unas monedas quedaron en el asiento después de la inspección a sus bolsillos. Si volvemos a verte por ahí no te salvas, párate en la esquina, le pidió a su compañero, pobre de ti si no te vas rápido. Primero el uniformado se apeó tapando el número 12056 de la patrulla, como él no usaba placa sólo debía cuidar que no se viera ese número.
Trompicando ligeramente, Andrés salió de la unidad. Paseo de la Reforma vivía normal como todos los miércoles por la tarde, y él, caminó desconsolado, medio arrepentido y medio dichoso al saber que aún podía mantener relaciones sexuales con las mujeres, aunque no tenía dinero para regresar a su casa, lo debería hacer a pie.
Martín al quedar como único detenido en la patrulla, se acomodó en su asiento conchudamente, le surgió una media sonrisa maldosa en los labios, decidió que podía comenzar a ser él mismo.
Tú no creas que te vas a zafar tan fácil, pinche puerco, qué tal si vamos a tu casa para conocerla y cobrarte por lo menos la mitad de lo que será tu multa: 16 mil pesos, ¿cuándo, con tu trabajito de la chingada, lo vas a juntar?
Antes de comenzar a hablar sus adentros gozaron aquel instante, me encantan estos estúpidos, se dijo y casi desbordaba la frase su sellada boca.
--Qué amables, no es tan sencillo conseguir taxi. Soy afortunado, seré escoltado por dos amables polis hasta mi casa. Para burlarse agrandó su voz.
--Pinche payasito, todavía tienes ganas de bromear, a ver si tras las rejas sigues haciendo chistes, dile como terminan los valientes mamones como éste, pareja. El otro policía parecía autista.
--Claro, como estimo tanto la opinión de un patrullero, lo que él diga modificará mi propensión hacia la ironía. Volvió a mofarse.
Con una mano potente apretando sobre el cuello de Martín, gruñó el uniformado: “mira hijo de la chingada aquí valen madre tus ironías y tus libros y todo, si yo te quiero chingar te chingo y punto, ¿cómo la ves?”
--¡Hombre! Qué delicado, si cuando hablan con sus finos modales es fácil ser persuadido, a mí ya me convencieron. La voz de Martín seguía siendo clara, no se notaba afectado por la torcedura que se le había impuesto a su cuerpo.
--Pinche putito, conque contándoles a tus padres que vienes a trabajar y te dedicas a meterte con viejas baratas, ¿eso sí es fino? No te sientas el niño educado que eres un culero bien hecho.
Martín retuvo su risa, su placer iba despertando.
--Qué bah, yo niño educado para nada, si soy ignorante como todos en mi pueblo, allá creemos en cosas insensatas, como que el cuerpo de policías está lleno de pendejos. Apenas mal terminó su frase, un golpe a la altura de las costillas lo dobló.
--Ahora sí, ya hiciste méritos cabrón, vamos a ir tu casa, ¿en dónde queda? Le preguntó amenazante.
--Ustedes tienen mi credencial de elector, ahí viene mi dirección, oh se me olvidaba que son patrulleros y seguramente no saben leer. Atrapado de la nuca, con la cabeza contra sus rodillas, Martín solamente sintió el durísimo codo del oficial encajándose en su espalda.
Una carcajada retorcida, al parecer de histeria, llenó la boca de Martín, no debió golpearme señor tira, comentó como retando al hombre a su lado. Te voy a golpear mientras se me hinche la gana. Obtuvo la respuesta que deseaba. Desde el corazón la sonrisa del chavo se afincó plena, casi radiante.
Hace rato dijo que si yo le mentía me iría peor, y quiero decirle que le mentí en una cosa... El policía apuntaló su macana rumbo al cuerpo de Martín, esperaba otro sarcasmo. Yo no trabajo como volantero, ni estudio la secundaria abierta. ¿A qué te dedicas hijo de tu pinche madre? La voz de aquel tipo se quedaba en el aire mancillándolo, como ensucia un ladrillo rojo un piso blanco. Y como la respiración de un matador de toros que está muy próximo a estocar a su víctima, el chico aspiró ésa clase de aire, enseguida disparó a mansalva sus palabras. Lo que en verdad estudio es Sociología en la facultad de Ciencias Políticas de la UNAM y trabajo para el Universal Gráfico, colaboro en reportajes, hoy finalizaba uno sobre la prostitución, sin embargo, lo cambiaré, quizás haga uno sobre policías extorsionadores, ¿cómo ven? Les mintió con convicción, era una acción lúdica, otro experimento para divertirse.
A esos policías curtidos en la corrupción no se les convencía con cualquier historia. Llevaron a Martín a un despeñadero sobre una carretera despoblada.
Sólo un costado de la luna se exhibía entre las nubes de la noche que recién entraba. Cuando llegaron a ese sitio sosegado, con unos empujones tumbaron al suelo a Martín fuera del auto. El policía neurótico se le encaró.
--A ver sabrosito, ¿qué otras ironías te sabes? Aquí te caes y nadie se enteró de tu vida. ¿Crees que nos creímos tu pendejada de que te sientes reportero? Martín no sufría ni un pedazo de miedo.
El policía que no hablaba, también bajó de la patrulla y sin decir ni una palabra le rompió los labios con un macanazo, le salió sangre a su rostro, aunque rápidamente se cerró la herida; ahí comenzaron a extrañarse los uniformados. Lo vieron levantarse con una presencia imponente, sonreía con mucha seguridad. Sus dientes fueron deformándose, agrandándose, en un instante sus uñas también crecieron. Hizo dos columnas de sangre en el cuello del uniformado, bebió el líquido con tranquilidad. Eran golpecitos, ruiditos como de mosco, los jaloneos y los golpes que el otro patrullero le tiraba para ayudar a su pareja, incluso soportó las descargas de la pistola sin sufrir de forma considerable, y como los disparos fueron por la espalda, aquellas balas lo atravesaron dando contra el mortal.
--Así que te convertiste en asesino de un compañero, ¿traidor se les llama? Le dijo al superviviente cuando tiró el cadáver fétido del otro oficial sobre la tierra.
El hombre intentó huir, montarse en el auto, pero Martín fue mucho más rápido, lo sujetó estrangulándolo.
Mira, sé buen niño, y no te apretaré de más, así quedito te agarro, dijo, aunque el poli sentía un asfixiamiento brutal. ¿Qué prefieres, ser asesino y visitar la cárcel, o ser útil y convertirte en mi cena? El hombre no podía contestar. O. K. Seré amable, dijo Martín y pateó como si se tratara de una pelota ponchada el cadáver del otro uniformado desbarrancándolo.
--Así nadie dirá que tus balas lo mataron. Seguramente la prensa supondría que fue crimen pasional. Ironizó. El policía estaba aterrado.
--¿Por donde prefieres las mordidas? Preguntó Martín riendo endemoniadamente.
Los ojos del oficial tenían un brillo desquiciado; deseaba que Dios, que la Virgen de Guadalupe, que el Diablo, que la Corporación, el Sistema, la Corrupción, ¡cualquier cosa! Le pudiera ofrecer una salvación. Esa muerte que le esperaba era excesivamente horrenda, ni él mismo era capaz de ser tan cruel. Cuando sintió la primera mordida, quedó desfalleciente.
--Sabes de la chingada, puta sangre que te cargas. Es la última vez que ceno policías. Dijo, y lo despeñó igual que al otro. Qué repugnante sabor tienen los uniformados, se dijo con una sonrisa torcida, antes de subirse a la patrulla y emprender el camino de regreso a la ciudad, dichoso y satisfecho, cantando: “Poli malo, poli malo, ¿qué vas a hacer cuando vengan por ti?”