Quizás muy pocos hubiesen advertido como yo las complicaciones que traería aquella carta de lectores, cuando se está sentado en un polvorín es mejor no encender nada, ni un mísero fosforito. Se lo dije a Hipólito pero él lo tomó displicentemente. Es un hombre que se maneja con las culpas, es decir, no se maneja, las tiene encarnadas como a veces las uñas. ¿Tengo alguna culpa?, es la primera pregunta que se hace y enseguida desecha el problema porque nunca la encuentra. Es importante saber de quién es la culpa, en ese caso la división sería otra, todos los culpables amontonados e Hipólito nunca tendría que preguntarse si le correspondía alguna. Igual que los arroces que me hacía separar mi abuela de una montaña que volcaba sobre la mesa, los negritos, los perlados, los rotos, separados a un costado, esos no iban. Lo mismo podríamos hacer con los culpables. Pero ahora no hay vuelta, los culpables están desparramados por todos lados y el criterio es otro, no admite subdivisiones, nos quedaríamos con conjuntos unipersonales y al final nadie con nadie. No, más subdivisiones no, a no ser que decidamos vivir encapsulados. La que escribió la carta al Correo de Lectores por el nombre era una mujer, aunque otros opinaron que la evidencia de género estaba en su capacidad de embrollarlo todo más que en el nombre. La carta decía clarito, le molestaba el humo del cigarrillo y la división por sectores en los espacios públicos no era suficiente, al humo no había cómo detenerlo. No sé cual conjunción de astros signó aquel día, todo el mundo compró ese diario y leyó la carta desafiando cualquier probabilidad. Salvo Hipólito. No se hubiera enterado si no fuera por mi comentario, así como al pasar, asombrada por no entender que hubiera gente ocupada en decir tonterías. Ni siquiera me miró. No fumo, me dijo y se olvidó de la carta y del reclamo de la mujer.
La inocente epístola prendió en las mentes de los ciudadanos. Abarrotaron los medios de comunicación expresándose a favor o en contra, los fumadores rechazaban cualquier medida represiva invocando los derechos humanos y los no fumadores defendían su derecho a la salud y a la conservación del ambiente. Sinceramente pensé que era cuestión de tiempo, se habían levantado como leche hervida y cuando se enfriaran un poco, nadie recordaría la disputa. No estaba equivocada, pudo haber sido así si al loco propietario de un bar, desesperado porque no entraba nadie, (los fumadores evitaban el encuentro con los no fumadores), no se le hubiera ocurrido levantar una medianera. Este precedente sirvió de estímulo para que las subdivisiones invadieran la ciudad. Hipólito decía que estaba bien, que de todas maneras él no fumaba así que no tenía la culpa.
Hasta aquí no parecía tan catastrófico, un poco incómodo nada más para los que querían compartir un momento en grupo, la reunión terminaba pared mediante, cada uno embanderado a favor de una u otra facción, apasionado en defensa de sus convicciones. Al entrar las familias se separaban, los críos de padre y madre fumadores berreaban al cuidado de una niñera en el sector de los no fumadores y era común que las parejas ocuparan sectores diferentes. Eso sí, no faltaba el acto solidario, quedate tranquilo yo le pago el café a tu mujer y vos a la mía, solían acordar antes de entrar o, mis chicos juegan con los tuyos y la van a pasar bárbaro. En definitiva era una cuestión de elección, bastaba con no salir a ningún lado para no enfrentarse a la realidad dividida. Por eso Hipólito decía que no le preocupaba, en su casa estaba bien y si los demás lo preferían así, él no tenía la culpa. Pero pronto el enfrentamiento se proyectó hacia otros lugares, al congreso, los comercios y los hoteles alojamiento, los baños públicos y las estaciones de trenes, nada escapaba a la división que empezó a formar parte de la cultura ciudadana. Dos puertas claramente identificadas permitían el acceso a cada uno de los sectores y se medía la porosidad de los materiales para evitar que el humo se colara.
La necesidad de nombrar y diferenciar había comenzado por rotular a los sectores como "espacio para fumadores" y "espacio para no fumadores" pero luego, por ese poder de síntesis del saber popular, se concluyó en los apócopes "fum" y "n’fum". Hipólito decía que era correcto, cada cual con su cada cual, las cosas debían llamarse por su nombre y él no tenía la culpa. Los edificios empezaron a pintarse en dos franjas verticales con los colores distintivos, de un lado los departamentos fum y del otro los n’fum. Lo mismo sucedía con los frentes de las casas. A la gente ya no le conformaba llevar abrochado un botón de su color, adoptaba el mismo para la ropa. Pero los reclamos eran lógicos, de nada servían los esfuerzos por aislar los sectores si al final un n’fum que camina por la calle se va tragando el humo que deja un fum. Pronto se tuvo que legislar para dirimir las innumerables disputas que se extendieron a los espacios abiertos. Los fum propusieron el uso de máscaras antigases pero no hubo acuerdo y los n’fum optaron por barricadas que cortaban el tránsito.
En una decisión trascendental, el gobierno ordenó por decreto de necesidad y urgencia tabicar las plazas y calles hasta una altura tal que impidiera la propagación del humo proveniente de Fum. Épocas difíciles para la ciudad, no había dos veredas de sol ni dos monumentos a San Martín a caballo, ni dos estaciones de tren ni dos fuentes de plaza donde las palomitas fueran a tomar agua. Se ensayaron transacciones, un monumento por una cuadra soleada, un boulevard convertido en dos corredores, la manzana verde de la plaza en dos triángulos iguales y las estaciones de subtes alternativamente fum y n’fum. Las divisiones se hacían cada vez más complicadas. Hipólito empezó a preocuparse cuando tuvimos que mudarnos, no había forma de combinar las entradas y las salidas, la ciudad se transformó en un laberinto entre empalizadas que rozaban el cielo y de no haber sido por la profusión de flechas y carteles indicadores, trasladarse habría resultado un enigma insoluble. La ciudad se tornó intransitable pero al menos la simetría del obelisco impidió, a medias, que perdiéramos identidad, dos caras para cada color. Sin embargo mientras lo dejaran vivir tranquilo en su casa para Hipólito no era tan grave, total no tenía la culpa. Las casas se cedieron en trueque para facilitar el desplazamiento, una fum por otra n’fum. y las radios trasmitían alternativamente audiciones fum y n’fum porque todos pretendían adivinar un subtexto ideológico en cada palabra emitida.
Pero las tensiones internas fueron las más difíciles de soportar, como por ejemplo lo que pasaba entre Hipólito y yo que vivíamos en la misma casa separados por un tabique. Primero inventamos un sistema de comunicación sonoro por medio de golpecitos sincopados, le agregamos rasguños para la bronca y un tamborileo de dedos para la sensualidad, por lo menos para saber si el otro tenía deseos aunque no concretáramos nada por falta de un espacio neutro. Hipólito es muy leal a las reglas y no iba a permitirse ninguna transgresión, derribar tabiques no era para él. El tamborileo a veces se hacía desesperado pero no pasaba de un ejercicio de dedos. Los mensajes de Hipólito eran siempre los mismos, me instaba a abandonar el vicio y todos los problemas quedarían resueltos. Los demás que se arreglen, nosotros transitaríamos tranquilos por N’fum, sin culpas. Pero los vicios se hacen carne y la mía ya tenía el color tendencioso de la facción de mis amores. Como un cuadro de fútbol, la camiseta pegada al cuerpo. Hipólito inventó una ventana fija en medio del tabique, a partir de allí pudimos vernos. Él me mostraba sus habilidades, inspiraba hondo y hacía flexiones para convencerme de su estado óptimo de salud, pero yo me dejaba llevar por la danza del vientre en medio de la humareda y unas gasas volátiles que giraban entorno mío. A veces me miraba seducido, con la nariz y la boca adheridas al vidrio como una ventosa esperando que se me pasara el rapto y otras imitaba mi danza, sin humo ni gasas, haciendo gestos que llamaran mi atención. Creo que intentaba demostrarme que se podía hacer lo mismo sin que la salud corriera riesgos. Zanahoria rallada y ravioles con tuco, la misma diferencia, Hipólito se olvidaba del placer de bailar entre caracolas de humo y gasas flameantes.
El tabique duró poco, pronto comenzó a imperar otro binomio, se trataba ahora de asociar y disociar, los pertenecientes a Fum disociados de los de N’fum para delimitar territorios. De esa forma Hipólito quedó en el otro confín, en un ambiente impoluto y benefactor, tranquilo en una casa sin culpables. Me permitieron entrar a N’fum con un salvoconducto extendido, después de muchos trámites, por la oficina de catastro. Exigían presentar una carta justificando los motivos del pedido ante cada una de las dependencias que, si bien pertenecían al mismo organismo, eran autónomas para el trámite que les concernía. Al entrar, finalmente lo encontré haciendo flexiones frente a una ensalada de berros bien lavados. Hablamos poco porque mi permiso de visita caducaba en cinco minutos. Me dijo que todo estaba bien, cada cual con su cada cual, N’Fum se hacía cada vez más perfecto dividiéndose en categorías y subcategorías, en la suya era único, nadie se le parecía y esa originalidad lo hacía feliz. No pude decir lo mismo de Fum, la pereza es la madre todos los vicios y así quedamos emparentados, un cigarrillo por una copa, un porro por una cama redonda o un boleto a la cabeza por un merengue con crema. Aparte de viciosos éramos transgresores, derribamos cuanta empalizada se oponía a un tamborileo de dedos y cuando me di cuenta había otra fum a mi lado bailando la danza del vientre que ensartaba sus volutas de humo con las mías y mis gasas rozaban insidiosas el cuerpo de un bailarín anónimo. Un desbarajuste de culpables tiraba abajo toda construcción que se levantaba a su paso, el ruedo se extendía peligrosamente hacia los límites de N’fum que parecían infranqueables, al menos así lo creían ellos hasta que se descubrieron desertores n’fum cavando un túnel. Mientras tanto yo seguía bailando, bailar era mi vicio asociado, podría ser hija de la pereza pero no tengo nada que ver con mi madre.