"Quienes participaron, aunque fuera como testigos pasivos, en este exterminio sistemático, ignominioso, no merecen ninguna clase de piedad: ¿puede llamárseles, realmente, "hombres"?".
Cita.
Quien soy no importa. Dónde estoy, ya lo ves, en una sucia cárcel de Río. Pero no pienses que soy un criminal. Bueno sí, porque maté a un hombre, pero no tengo ningún remordimiento, lo hice por moral, era algo que tenía que haberse hecho hace mucho tiempo. He saldado una cuenta.
Todo sucedió en dos días, los dos primeros del Carnaval del 94. Yo estaba en el hall de un hotel de Copacabana, en el que tenía reservada una suite desde hacía semanas.
Mientras firmaba en el registro, un anciano con bastón se acercó al mostrador. El hombre comenzó a hablar afablemente en brasileño con el empleado que me estaba atendiendo. Me llamó la atención su acento centroeuropeo.
Era bastante pequeño, algo encorvado hacia delante y lucía un pelo cano peinado a los años 30. Había visto aquella cara en alguna parte.
A pesar de que los ventiladores del hall giraban sin cesar, el calor del trópico viciaba el aire. Sintiéndose algo mareado, el anciano sacó un pañuelo de seda bordado con iniciales en rojo, A.H.
Cuando se hubo secado el sudor de la frente, volvió a guardar el pañuelo. Después se despidió del empleado y se marchó. Según el primero, era un tal Alfred Hussler. Por mi parte, pedí la llave mientras el botones cogía mi equipaje, sólo una maleta y una bolsa, pero cuando me disponía a seguirlo, mi pie dio con algo. El pañuelo.
Amablemente, me ofrecí a llevárselo a su dueño. El empleado me dijo que vivía en una casa de la playa, la segunda a la derecha.
Al parecer, el anciano no había vuelto a casa, porque tras llamar varias veces a la puerta, nadie me abrió. Entonces fui a la parte trasera en busca de otra entrada. La encontré. Volví a llamar, pero otra vez no obtuve respuesta. Pensando que quizás estuviera dentro pero que no me oyera, forcé la puerta con una tarjeta de crédito y entré. Eché un vistazo, mientras repetía su nombre. Nada. Dejé el pañuelo sobre una elegante mesa de madera y salí de aquella habitación. Mi corazón palpitaba como nunca. Busqué por toda la casa un desván, un sótano, un despacho, algo. En el piso superior encontré éste. Era un pequeño cuarto con un armario y un escritorio en el centro.
Examiné este último. De madera de palmera, tenía un hueco para meter las piernas y un par de cajones en los extremos. Mientras sentía un sudor frío en la frente y en las manos, registré los cajones, y entonces, en el último que abrí, el primero de la derecha, encontré lo que buscaba. Y al verlo, un espeluznante escalofrío me recorrió la espalda. Había viejas fotos de Hitler y otros altos mandos nazis, todas las cartas de Eva Braun y dos cruces negras del II Reich.
Era él, y esto se me confirmó definitivamente cuando descubrí delante de mí, colgado en la pared, un retrato de Hitler.
Salí del despacho y tras bajar las escaleras abandoné la casa por la misma puerta por la que había entrado.
El resto de ese día y parte del siguiente los pasé meditando sobre qué hacer. No cabía duda de que aquel anciano era Adolf Hitler, el que en su tiempo exterminara a millones de seres humanos inocentes, ¿pero era moral matarlo?, ¿era moral vengar a las víctimas, pese a todo el tiempo que había pasado, o eso era asesinato, considerando que ahora era una persona distinta con una vida distinta?. Me resolví por lo primero. El tiempo no puede borrar la sangre ni los gritos de los que murieron por las ambiciones de ese loco y sus colaboradores.
Durante la comida, y aprovechando que el servicio de comedor era de buffet libre, cogí un cuchillo de más. ¿Para qué?, ya lo sabes.
Poco antes del atardecer, salí del hotel y me aposté en el paseo marítimo frente a su casa. Suponía que estaría allí, descansando antes del Carnaval, pues éste no tardaría mucho en comenzar. No me equivoqué.
Cuando salió a la calle lo seguí. Llegamos a una calle llena de gente que quería ver el desfile y mientras yo me quedaba junto a una pared él se mezcló con la multitud. Poco después empezó la fiesta.
Con disimulo, saqué el cuchillo y me acerqué a la gente que se agolpaba junto al bordillo. Nada más llegar le ví. Estaba inmóvil, en la segunda fila. Había llegado el momento.
Mientras gritaba en un inglés algo macarrónico, yo soy holandés, que mi abuelo había muerto en el
campo de concentración de Buchenwald, y que se fuese al infierno, le asesté una brutal puñalada en el corazón. Acto seguido, cayó al suelo ya sin vida. Una mujer que había a mi derecha empezó a llamar la atención de la gente sobre lo que había pasado, y a la policía si daba la casualidad que andaba por allí. Yo miré a un lado de la calle, y vi a un oficial que venía corriendo. Intenté huir, pero dos calles más allá me capturó.
El juez me condenó a cadena perpetua por homicidio en primer grado de Alfred Hussler, pero yo sé que en el cielo los niños de Auschwitz y las mujeres y hombres de Mathausen me están aplaudiendo. Puedo oír el estruendo, puedo sentir que he limpiado sus nombres.
A la memoria de las víctimas de la Barbarie Nazi y Fascista, desde la implantación de los Fascios italianos hasta la conclusión de la Segunda Guerra Mundial.