La verdad era que yo estaba perdido en Cataluña. Sin querer queriendo, rodando por ignotos caminos rurales me encontré en una encrucijada de caprichosos senderos que no me llevaban a ninguna parte. Sin embargo, no perdía de vista el Canigó, siempre vigilante, ora a mi derecha, ora al frente; esa montaña que irradiaba tanta solemnidad, pareciera estar vigilándome y, yo quería acurrucarme a su sombra o treparla y vagabundear por el plateau o enigmática meseta que la corona, experimentar in situ y de motu propio el porque de tantas aciagas leyendas; y, para que influenciado y contaminado de sus mágicas vibraciones, fuese tocado con el elan y, escribir la más triste leyenda jamás contada. Entonces, allí, donde empezaba una quebrada, comencé a subir unas accidentadas colinas, subían y bajaban, como una suerte de montaña rusa; después de más de dos horas en este plan, advertí que el motor del coche estaba recalentando, necesitaba agua urgente, llegué a una especie de laberinto donde tenía que escoger entre tres posibilidades, en carteles hechos burdamente en maderas, observé avisos y flechas que no entendía, opté por mi siniestra, para variar, con el motor echando humo y ya fallando me di cuenta que el camino elegido no tenía salida, abruptamente, justo en una subida, me encontré frente a una oxidada cerca de malla metálica; no podía retroceder ni dar la vuelta en U, entonces, como movido por fuerzas extrañas salí del coche y como la verja estaba asegurada con un grueso alambre, me di maña y, con la ayuda de un alicate, logré abrirla y avancé por el estrecho terraplén que abortaba en una explanada y, allí apareció un destartalado cortijo, que los catalanes llaman masía. Me pregunté a mí mismo: ¿Quién podría habitar este inhóspito sitio, alejado de todo trazo de civilización? Toqué repetidas veces el claxon, nadie asomó, en esta circunstancia de mis circunstancias, opté por lo más lógico, descendí otra vez del coche y me aprestaba a caminar hasta el portón. De no sé dónde, apareció un enorme perro lobo de los Pirineos, temidos felinos salvajes que bajan de las montañas y, a grandes trancos se me venía encima, con las justas logré regresar e introducirme en el coche y refugiarme, cuando ya el aliento del enorme can soplaba en mi pierna, en el trance perdí un zapato. Presa del pánico y confusión, racionalicé que tenía que serenarme y tomar aliento. Después de casi media hora y, ya a punto de desmayarme, con síntomas de basca y sudando frío, empapado en sudor y pánico, entonces, como una señal, milagro o aparición observé como una cortina de tul flameaba, se movía allá arriba, en la ventana, en el segundo piso de la imponente mole pétrea, no sabía si era una suerte de espejismo o una treta del viento que soplaba. Permanecí estático, con todas las ventanas subidas y soportando el crepitante calor, como el coche estaba casi sin carburante y el motor recalentado, opté por apagarlo. El perro lobo, negro azabache, tenía cara de demonio, sus colmillos blancos, filudos y encorvados, su garganta profunda y negra, parecía emitir lenguetas de fuego o resped de alguna mortal cobra. En instancias, se paraba y arañaba la luna lateral y más de una vez, levantaba la pata y miccionaba en la llanta delantera, como delimitando su dominio. Por primera vez en mucho tiempo, pensé en la muerte, rápidamente revisé mis actos y sentimientos de los últimos tiempos: la bondad, la compasión, la humildad, la paciencia o la mansedumbre, diría que, a manera de acto de contricción, oraba a Dios y conversaba con mi propio corazón, por raro que parezca, oía su voz. Declaraba que había vivido, no con toda la intensidad que yo hubiese querido, pero vivido al fin. Traté de rescatar, en un imaginario y meteórico viaje astral, que yo practicaba por años; todo lo bueno de mí agitada existencia y, le pedí al cielo que, me diera amor y paz para poder tener el corazón agradecido y, que apartara de mí este cáliz de hiel de tener que enfrentar así a la muerte, de una forma tan anunciada. Me convencí que amaba a la vida. Entonces encendi el motor de nuevo y con ello el aire acondicionado, elevé el volumen de la radio al máximo, sintonicé, curiosamente, una partitura de la ‘‘Muerte de un Cisne’’, no me imaginaba manera más digna de morir, dada las circunstancias. Entrelacé mis manos e improvisé una plegaria de gracias por la vida y el amor, las flores, el aire y el sol; por cuanto había sido posible y por lo que no pudo ser... recordé entonces, a las amistades nuevas y a los antiguos amores, a los que pude ayudar y a los que me dieron la mano; con los que compartí el amor, el trabajo, el dolor y la alegría... al final pedí perdón por mis obras vacías, por la palabra inútil y el amor despreciado y, por la oración que fui aplazando y que recién ahora le presentaba a Dios... También le pedí al Señor que me perdonara por todos mis olvidos, descuidos y silencios. Antes de desmayarme recuerdo también haberle pedido al Todopoderoso que apagara para siempre todos mis sentidos para ya no sintonizar tanta mentira, envidia, egoísmo y falsedad y que, mi espíritu se llenase de bendiciones y las derramara por ahí cuando ya me hubiese ido... y, entonando una canción de mi tierra me despedí de esta vida: ‘‘Señor si de mí te has olvidado, dile al mundo que me has dado la paciencia de esperar y si nací sin hogar, seguiré peregrinando y así tendré que rodar’’
Cuando volví en mí, no sabía si así era la muerte, un súbito despertar en otra realidad, otro sitio; en buen romance, sentía como si hubiese regresado de la otra vida, de la que hablan en sus historias todos los aedas y profetas que, en el mundo han sido; y, que tanto atormenta al hombre desde el comienzo de los tiempos.
Confundido, creí estar viendo fantasmales apariciones cuando vi que un pages o campesino catalán, halaba al mastín y en idioma catalán le gritaba órdenes. Luego que lo ató a un árbol, se acercó y me ayudó a salir del coche, prácticamente me cargó en vilo. El área interior del cortijo era enorme, colosal y abandonado; arados viejos y chatarra de maquinarias, entre otras cosas, estaban esparcidas por doquier. Luego, brindándome el apoyo de sus hombros y brazos fuertes, me guío y subimos por una escalera que conducía a una especie de mezanine y ¡oh sorpresa! Ese piso era una belleza, maceteros con cuidados helechos, jaulas con loritos y canarios, y la más grande colección de chimneys o quitasueños, que yo había visto jamás, pendían en la inmensa terraza y, que con su oscilar del viento, eran un concierto hermoso de tañidos que invitaban al sosiego; los muebles de madera en color natural, tapices y cortinas de colores que alegraban el alma. El piso tenía toda clase de instalaciones modernas: TV, refrigeradora, horno microondas, lavadora, secadora y cuanto hay; todo conservado en inmaculado orden. En su momento, me indicó que pasara al baño. Que todo estaba dispuesto.
El baño caliente en la ovalada tina, llena de burbujas, me sentó de maravillas, no sé cuanto tiempo pasé sumergido en esa delicia y, de vez en cuando, me pellizcaba para confirmar que era una realidad y no fruto de mi desbocada fantasía que plasmaba en mi narrativa. Escarlata, la dama de este relato, me había provisto de toda clase de artículos de tocador, así como, batas y enormes toallas, al final, envuelto en un kimono que ella me alcanzó me sentí querido, mimado y cuidado, con la incomparable ternura que da una mujer. Cuando me enfrenté a ella, parecía iluminada y me invitó a tomar asiento en una de las sillas del comedor y me ofreció un vaso de sidra y ella se sirvió lo mismo. En el centro de la mesa, adornado con frutas y hortalizas frescas, depositó una hermosa jarra de cristal tallado y me sugirió que bebiera y que llenara mi vaso a mi albedrío, cuantas veces quisiera.
Le alcancé mi tarjeta y me presenté formalmente, entonces, ella abrió el diálogo:
- ¿Coño, y cómo así tú has venido a parar hasta este lugar olvidado por Dios?
- Sólo guiado por mi espíritu de aventura, pero la verdad es que estoy más confundido que ‘‘Adán en el día de la madre’’. Estoy perdido en Cataluña. Fue mi respuesta.
Escarlata era, en realidad, una bella catalana y no un joven como yo presumía y lo había percibido, debido a que su pelo recogido en moño estaba bajo el sombrero y su vestimenta masculina: mamelucos y botas tejanas de alto tacón. Su rostro franco irradiaba dulzura y ternura a la vez, era alta, espigada, cuerpo de niña en flor, rostro de muchas posibilidades, sin asomo de cosmético alguno y ojos de triste celeste; sus manos eran toscas, sus uñas mal cuidadas. Su estado de comportamiento me ofrecía confianza, desde el saque, me hizo sentir auténtico y libre. Pero en medio de todos estos atributos, sus aires masculinoides eran evidentes, quizá fruto de su motivación psicológica de aparecer ante su padre como el defín heredero. Conversamos de varios tópicos y, le conté algunas peripecias de mi periplo por Catalunya. Sin preguntar, de repente, tendió la mesa con delicioso bocadillos, tapas, jamones y aceitunas verdes, luego me sirvió una copa de vino blanco, semidulce y delicioso, ella llenó también su copa y alzándola la estrelló contra la mía en señal de un brindis por tan inesperada y grata ocasión.
En su momento, me confió que ella siempre había evadido escuchar a un psicólogo, como tentándome a que la escuchara, pareciera querer confiarme algún arcano secreto. Vestía una especie de bata hasta el suelo, sin coquetería alguna y caminaba con los pies desnudos.
Entonces, yo le pregunté:
- ¿Quisieras contarme algo de tu vida?
- La verdad es que sí, pero no quiero que llores conmigo, porque es muy triste, verás, este campo que ahora tú ves mustio y abandonado era un paraíso cuando yo era niña...
Continuó contándome con nostalgia de sus años felices cuando, al lado de sus padres, gozaba de la vida aldeana, los extensos terrenos sembrados de pomas y el alambique para producir la mejor sidra de la comarca. Me explicaba como el ahora destartalado cortijo, en sus buenos tiempos, había sido imponente y espléndido, de altos techos, donde se daban un fraterno abrazo lo antiguo con lo moderno, la madera con la piedra y, la yedra que porfiadamente se adhería, como queriendo ser el velo, el telón cómplice de los secretos de aquel escenario. También me narró de los frígidos y solitarios inviernos de Olot, en el internado de niñas, bajo el celoso control de las monjas francesas. Pero no importaba, ya llegaría la primavera y el verano que, con sus lirios del campo y el brillante sol, iluminarían sus vacaciones. Entonces, temprano en la mañana ensillaba su yegua ‘‘Tristana’’ y, vagaba sin rumbo fijo, por los reales de la hacienda. Recorría los campos rociados con la esencia de las flores y frutas y muchas golondrinas habían hecho de este feudo su nido.
Este jardín de frutales era el orgullo de los Masana, por varias generaciones. La cosecha de pomas era óptima todos los años y ya estaba vendida de antemano; luego, la comercialización de la mejor sidra de la comarca y muy apreciada en el sur de Francia y Andorra, llenaba las arcas familiares. Se podría decir, que Cisco Masana era un hombre rico, casado una sola vez con una mujer delicada y pequeña, pero que se agigantaba en sus tareas campesinas y el cuidado de su única hija.
Todo iba bien hasta el día que murió su madre y, apuradamente, tuvo que viajar desde el internado sólo para leer el triste epitafio del mausoleo, donde reposaban sus restos. Desde entonces, ella había ido cultivando una especie de santuario alrededor de la tumba fría, al lado este del huerto. Coincidentemente, su madre había dejado este mundo el mismo día que Escarlata cumplía quince años. Desde ese día en adelante, su padre hombre huraño y callado parecía llorar internamente, sin consuelo alguno. Y, es que es difícil para un padre asumir todos los roles de una madre, dar consejos acertados a una niña que está en el proceso de despertar a ser mujer; el padre no es, en algunos casos, ayuda alguna, para una hija y sus despertares. Es así, que ella sólo contaba con la vieja Neus, su nodriza, en quien confiarle sus cuitas. Escarlata añoraba, lloraba sin consuelo y con nostalgia la pérdida de su madre de frágil figura pero con un ímpetu y dotes de campesina innatos, gustaba de los matices de vivacidad de la conversa sencilla que, habían convertido a la tienda de frutas al por menor, en la vera de la carretera a Barcelona, una parada obligada tanto para su fiel clientela, como para los extranjeros que cada año invadían, en el estío, estas apacibles latitudes y playas de embrujo de la Catalunya.
Una caída del caballo, cuando estaba embarazada del supuesto heredero de la tradición, resultó en la pérdida del hijo que le ocasionó su fatídica muerte. Este incidente, había cambiado la visión de la vida de los Masana, desde entonces, Escarlata deseaba mostrarse ante su padre como una mujer capaz de sustituir al hijo y hermano que Dios les había negado. Pero de nada sirvió tanta demostración de que ella podría perennizar el apellido y la casta. Su padre desaparecía por días y hasta semanas, en los meses de Verano y vacaciones; ella anhelaba, como en el pasado, acompañarlo, ir a pescar en el río o de caza de codornices; pero su padre era otro hombre, se le veía avejentado, malhumorado, de caminar lento y, como no tenia a quien rendir cuentas, nunca se sabía donde pasaba intermezos de días, alejado del mundo, según Neus, la nodriza, era vox populi que le gustaba efectuar ingentes apuestas en peleas de perros, beber como un cosaco y comprar la compañía de doncellas vírgenes, sin importar el precio y, como no tenía amigos era una suerte de padre nuestro olvidado.
Para sorpresa de Escarlata, de repente, cumplió dieciocho años. Recordaba con inmensa tristeza cuando su padre la llevó a Girona, con un par de cajas de cartón, como equipaje y la ayudó a instalarse en una pensión de la calle San Ignasi, a media cuadra de la fabulosa tienda ‘‘El Corte Inglés’’ y de la plaza Dalí, allí donde los fines de semana se celebra conciertos y bailes de sardanas y havaneras. Su padre era, como el común de sus conciudadanos, austero, terco, orgulloso, obstinado y soberbio; esta vez, permanecía callado, imponiendo una voz más grave que de costumbre, quizá, en su solo afán de disimular la tristeza que lo embargaba.
Previos rigurosos exámenes, Escarlata había sido seleccionada y becada por sus méritos académicos, es decir, ocupado una de las disputadas vacantes en la universidad y estudiaría psicología clínica, se especializaría en alcoholismo y dependencia de drogas. Quería acelerar el curso del destino y salvar a su padre. Con el pasar de los meses, toda esta situación le pareció ridícula, no memorizaba las clases sobre neuroanatomía, actividad nerviosa superior, teorías de la conducta y aprendizaje, técnicas proyectivas, reactivos psicológicos y la complicada metodología de la investigación y estadística entre otras materias filosóficas, de la personalidad y estados del alma; se fue ahogando en los extensos textos propios de la carrera. Su alma campesina o pages, se rebelaba ante tanta palabrería que, se la imaginaba fatua y, concluyó que se había equivocado de profesión. Desde temprana edad, le había gustado correr libre como el viento. Así mismo gustaba de garabatear algunos poemas, mirar los atardeceres y contar los luceros del cielo; era, al mismo tiempo, víctima y autora de su tragedia, sentía que estaba remando contra el viento y la marea. En sus noches de desvarío y de insomnio, revolcándose, atada por la culpa y la vergüenza a la cama fría… de repente, tuvo la urgencia de regresar a su estancia, su adorada masía; no había logrado borrar de su mente la serena belleza de su campiña, su sol y su luna cómplices de sus encantos y soledades; entonces, anheló estar en un rincón de su casa, sentada junto a la chimenea, observando como se extinguían los leños de encino.
Ese invierno, como el de todos los años, se tornó en su enemigo, quería ver llegar la primavera y el verano, que la volvieran a la vida, este conflicto existencial la hizo madurar meteóricamente, su carácter cambió, ya no era una niña alegre, juguetona y despreocupada. Se imaginaba ser una paloma con las alas quebradas; le era difícil dar el salto, convertirse de repente, de niña a mujer, empezó a valorar cada centavo, a sobrevivir como una náufrago y a extrañar cada pequeño detalle de esa vida tranquila; que había dejado atrás, en las montañas, de sus verdes años. La distancia entre la universidad y su dormitorio era la justificación para su diario caminar, de alguna forma, la ayudaba a sobrellevar su soledad, ya que no había hecho amigos en la universidad, se sentía rechazada; era considerada una hill billie o red neck, que es como le llaman los gringos a los campesinos, o pages, inocentones e ingenuos. Escarlata no comulgaba con el libertinaje sexual y consumo de licores y drogas, cosa común en las reuniones y fiestas que terminaban en orgías y promiscuidad. Ellos vestían y actuaban distinto, pero la verdad de las cosas, era que ella era la distinta, la excepción; una especie de bicho raro, mujer de otro siglo y, Escarlata víctima de las burlas, desplantes y bromas de mayor tono, fueron minando su autoestima, la acusaban de antipática, engreída y aniñada y, cuando se expresaba en el idioma catalán, le gritaban: ‘‘serrana babosa habla la lengua del Rey o cállate para siempre’’. Esto generó que se aislara en un hermetismo, que le hacía daño. La noche de holloween, tres muchachas y dos muchachos, escondiendo sus identidades en disfraces de horror, habían ingresado a su dormitorio y la hicieron objeto de sus desviados apetitos: rituales de sadismo y masoquismo, entre ofensas y agravios la sumergieron, repetidas veces, en la tina llena de agua, así empapada le rasgaron las vestiduras y la arrastraron por el suelo; los crápulas manoseaban sus senos y tocaban sus intimidades, mientras la tildaban de machona y, fue testigo de excepción de sodomía y homosexualismo entre los integrantes del grupo, como sólo había visto en el cine. Para colmo de desprecio, nadie le quitó la virginidad, que aún anidaba en ella. La salvó los insistentes llamados a su puerta; era su amiga Nazaret ‘‘la portuguesa’’, una diminuta y escuálida compañera de clases, con quien habían quedado en ir a pasear por ahí. Los malandrines, cobardes, ganaron los techos y fugaron sin que algún Dios los acusara, juzgara y ejecutara, ¡pura pendejada!.
La buena de Escarlata arregló el teatro de las ofensas, cubriéndose los moretones y la vergüenza por todas las ignominias a que había sido sometida. Fingió que nada había pasado, se tomó su tiempo y, con un alquilado disfraz de Zorro, le dio el encuentro a su amiga Nazaret, disfrazada de gitana; se encaminaron al barrio viejo y visitaron repletos bares, clubes y salones de baile, el denominador común era el ingente consumo de alcohol, que parece ser la llave secreta para someter a las mujeres y, fumarolas de plata emitidas por el abundante tabaco y sabe Dios que más. El populorum estaba compuesto por parejas de desvergonzados travestis, homosexuales, transexuales, marimachas, machonas, lesbianas, ninfómanas, parejas de mujer con mujer, hombre con hombre... Las vestimentas y disfraces sobrepasaban cualquier imaginación. A decir verdad, esa noche fue para ella, una noche de tortura que de gozo, música estridente que no entendía, rodeada de mamarrachos y, así extraviada sentía como la diminuta Nazaret, lenta pero segura, la hacía beber el dulce vino, que era su inefable cómplice para conquistar y someter a Escarlata, se apoderaría de su voluntad y de su inocencia.
Pareciera que la liberación femenina hubiese hecho explotar una bomba de tiempo y ahora, ya en libertad, asomaba toda esta lacra, un lumpen que amparado en los derechos humanos, se practica sin sombras de vergüenza y dignidad humanos: matrimonios de homosexuales de ambos sexos, ya el matrimonio religioso, sólo es una función meramente social y exhibicionista, no tiene la trascendencia que le daba el acto sacramental y con juramentos para toda la vida. Campea el divorcio ‘‘por quítame estas pajas’’ .Según una estadística, los matrimonios actuales tienen una duración promedio de siete años. Luego empieza ‘‘la picazón del sétimo año’’, perennizada en una tragicomedia de Miller y hasta llevada al celuloide y teatros. Hoy en día se pueden tender alfombras rojas por calles y plazas para que los nuevos contrayentes reafirmen sus juramentos, el lucimiento será magnífico pero la fragilidad de ese matrimonio, salvo en raras excepciones y culturas, naufragan tempranamente. ¿Es qué la mujer al obtener su ansiada libertad ha condenado este sacramento a su extinción?. Otra estadística, nos muestra que hay sociedades donde ya las parejas no asumen esta farsa y se juntan, conviven, corren el riesgo de que dure una semana y cincuenta años; el resultado de esta nueva opción lo veremos en algunas décadas. El concepto tradicional de familia: papá, mamá e hijos, es algo camino al olvido; hoy en día, una mujer antes de llegar a los cuarenta años de edad, ya ha tenido tres divorcios e hijos con igual número de maridos. Los niños, fruto de estos años de vértigo, no gozarán de la dicha ni tendrán modelos a imitar en sus padres y madres distantes, ausentes.
Escarlata estaba desconcertada con el real y presente estado de las cosas, antes de conciliar el sueño, cada noche en solitario; se acordaba del calvario que vivía su padre, si ella hubiera nacido hombre, otra cosa sería de sus vidas; quizá, el orgulloso catalán no hubiese caído en el tenebroso mundo del alcoholismo. Se enteró que los bancos le habían rematado gran parte de los terrenos y estaba camino de la bancarrota. Deseaba entonces poder arrancarse el alma, se mordía los labios de impotencia…quería quitarse el antifaz, y volver al campo y tratar de salvar unas hectáreas para sembrar artesanalmente sus manzanas, cerca de la tumba de su madre.
Decidió dejar la universidad, regresar a casa y, presentarse ante su padre, exponiéndose a su burla y, de repente, hasta su desprecio. No sabía diferenciar, si fuese mejor pedirle perdón por haberlo defraudado o no dar más la cara, hasta devolverle cada centavo en ella invertido.
Nada la hacía sospechar que Nazaret, la portuguesa era una personalidad obsesiva. Una noche de Viernes, tocó a su puerta y se presentó para conversar sobre los incidentes de la noche de holloween. Era un hecho, que Escarlata tenía ademanes toscos y era lo que los gringos llaman un ‘‘Tom boy’’, no le era difícil ejecutar tareas encomendadas a los muchachos, en cambio la portuguesa era toda feminidad, pero exacerbada por su lascivia y deseos erróneos, lo que se denomina lesbianismo, gustaba de jugar, acariciarse con la catalana; de repente, sus ataques se tornaron agresivos y, la lusa hambrienta parecía querer devorar sus labios y besar sus senos, en este tipo de ritual nocturno, creía poseerla en una y mil formas. Escarlata, obediente le complacía cualquier caricia sugerida; lo raro del asunto era que, ella determinaba hasta donde llegar ¡pero que diablos! A partir de ese día, a las diez de la noche ya estaba esperando que Nazaret llamara a su puerta y, con sus caricias le permitiera cruzar la delgada línea rosa que separa una realidad sosa y de intolerable soledad y, prisioneras de la nocturnidad, participar en ese raro amor, pero amor al fin; rociado con amargos sabores de pecado y, con el estímulo de la voz trémula y lujuriosa de su amante, a quien nunca miraba a los ojos o capturaba una sonrisa siquiera. Recién, advirtió que nunca había tenido un novio que le hubiera lanzado piropos o halagado su pelo largo y dorado, sus ojos celestes de triste mirada. Pronto terminaría la primavera. Cuando ya asomara el verano, se prometió largarse para siempre.
Con la confianza con que se le habla a un padre, médico o sacerdote, Escarlata me confió su predicamento con el más mínimo detalle. Me pedía a gritos su ayuda, yo lo entendí así y, cada uno, en nuestro particular estilo, empezamos a elucubrar el plan salvador para rescatarla de su infierno. Yo sabía que una niña adolescente, recurre, por lo común, al regazo de su madre, ella con innata sabiduría le va brindando los consejos y pautas apropiadas, la figura del padre se limita al rol de proveedor, es en esencia, la figura protectora, crítica y moralista; pero aveces, por carencia o ausencia, el adolescente pierde esta confianza. Las mujeres, en ese sentido, nos aventajan, ellas con su intuición son las mejores maestras, consejeras y alcahuetes. La adolescente va aprendiendo de la vida, del sexo y cuanto hay de su madre. Escarlata, huérfana de ella, había ido a la deriva, justo cuando más la necesitaba. La figura del padre, a pesar de sus esfuerzos y sacrificios, aveces de toda una vida, no es presencia omnímoda, fulgurante y siempre allí, como lo es la figura maternal…en fin, cosas de Dios.
Escarlata lucía ojerosa y enfermiza. La disipada vida que vivía había surtido efectos en su salud física y psicológica, en las mañanas se sentía cansada, irritable. Al final, siempre era débil y, así llegó a la conclusión, que era una atrapada marioneta. Un día en la madrugada, las insistentes timbradas del teléfono la sacaron del cuadro, la llamada era del Hospital de Banyolas, su padre, completamente ebrio, perdió el paso y cayó a las heladas aguas, lo encontraron flotando en el lago. ¡Quizá era una callada protesta al cielo por haberle quitado su compañera! ¿Quién sabe?.
Lo sepultaron junto a su esposa, en el lado este del huerto florido.
Escarlata lloró a mares, le remordía la conciencia, nunca debió dejar a su enfermo padre, solo como un hongo, a ella le tocaba llenar el vacío que dejó su madre al morir; ¡ pero no! Ella se había mandado mudar a la universidad para convertirse en una yuppy y profesional y con ello obtener la ansiada libertad que tanto quieren las mujeres y, que lo logran cada día con más ventajas y hasta prepotencia.
A raiz de estos eventos ella abandonó sus estudios universitarios, optó por quedarse en el terrado, en los restos del naufragio de lo que un día fue un campo de ensueño. Nunca más había regresado a Girona.
El viernes próximo era 24 de Junio, Fiesta de San Juan y, ella participaría, por primera vez, en una suerte de peregrinación a la cumbre del Canigó, como miembro de una secta que tributaba pleitesía al recuerdo del Marqués Taillade de Espinossa, un soñador francés que pregonaba haber descubierto el fluido vital eterno.
Entonces yo la interrumpí:
- ¡Yo quiero subir contigo a esa mágica montaña!
Ella como niña traviesa se echó a mis brazos y frotó su nariz con la mía y exclamo:
- ¡Sabía que tú eras el extraño que vendría a rescatarme!
Temprano por la mañana nos encaminamos a la conquista del Canigó, escalaríamos la montaña donde se originan los lamentos y llantos de las brujas, que se oyen en las noches de tramontana y, con fe, pedirían sus deseos para que sus vidas tomaran nuevos y auspiciosos rumbos.. .
La llanura, a esas alturas, estaba demasiada fría, esa noche, el gigantesco disco lunar se expandía en todo el horizonte y, de un color plomizo y manchas negras, la cercanía lo tornaba aterrador. Después de participar en una procesión que duró horas, portando cirios encendidos en las manos, y cantando estribillos sencillos y repetitivos. Mientras libábamos de un odre un suave néctar que nos habían repartido, al pie de la colina. Escarlata aprisionó mi mano y me rogó que tomáramos un descanso, noté por el encendido carmín en sus mejillas, que quemaban y sus ojos invitadores que ella deseaba conducirme y premiarme, de alguna forma, entregándome su cuerpo trémulo y tierno, ella sabía que yo sabía que la deseaba y nos introducimos en un nuestra enorme bolsa de dormir. Escarlata empezó a depositarme ósculos, al paso que me iba despojando de mi ropa, mientras jugaba con mi falo... y me pidió que la amara, que la hiciera sentir hembra, que la hiciera mujer. Yo le murmuré, muy quedo al oído:
- Eres una mujercita deliciosa, pero no me lo tienes que demostrar a mí.
- ¡Hay más ratos de pedir que de dar!, Tómame, te estoy confiando todo lo que soy y puedo darte! Me respondió, casi sollozando.
Con delicadeza y mucha ternura nos entregamos a la más sublime de las pasiones humanas.
De repente, el silencio reinante era de catacumbas y se desató una violentísima tormenta con furia de tramontana con aullidos y gemidos de las brujas, rayos y truenos zumbaban. Mas nosotros, ajenos a ese remedo de Apocalipsis, nos devorábamos el uno al otro. Pareciera que los efectos del fluido vital de Taillade nos estuvieran protegiendo, emulábamos a una pareja de quinceañeros, potentes, insaciables. En su momento ella, cual dócil paloma, sólo me entregó sus labios que reventaban como granada madura y, se ofrecía a mí como su juguete; como toda ella era un capullo sedoso, que emanaba el más delicioso de los perfumes que yo jamás hubiese percibido; me dije a mí mismo, voy a conquistar con creces este regalo de España y con toques aprendidos acariciaba cada milímetro de su cuerpo, cada curva y laberinto de sus grutas escondidas y bebía de sus manantiales, de ese canto al encanto de la inocencia perdida; que ella me brindaba, entonces yo, envalentonado y acudiendo a sus súplicas la poseía con furia incontroladamente sádica y, entre lamentos y ayes, enredados en su cabellera blonda, supe que había traspasado los límites y, que este ángel de mis deseos me había entregado su guardado tesoro virginal, envuelto en encaje y satén. Súbito, ella nuevamente retomó la iniciativa y, como si se hubiese suscitado un milagro y Escarlata me anunciaba a gritos que ya era mujer, y que seguiría siendo femenina para siempre... Me clavó sus uñas hasta hacerme proferir palabras no santas y gritos de vencido, mas ella inclemente, continuó en su rito, entonces los dos sentimos que raros efluvios, cataratas que acompañan el raro clímax simultáneo romperían en segundos nuestras voluntades y que alcanzaríamos las altas cumbres de los que todo dan y nada esperan; nos estrechamos muy fuerte, como anhelando convertirnos en un solo cuerpo, una única alma. Afuera, creíamos escuchar coros celestiales.
Y ya, con rumbo a Barcelona, le prometí que volvería a visitarla. Escarlata, parada allí imponente, con su pelo rubio, suelto al viento y envuelta en un lindo vestido floreado, su lobo perro de los Pirineos, a quien ella había crriado desde cachorro y, que ahora era mi amigo, junto a ella me miraba con cariño. Entonces, le recité este pensamiento: “Para nadie la vida es un jardín de rosas; el pasado tiene que recordarse con un toque de nostalgia, pero sin dejarse sumergir en él; sin desesperarse tampoco por el incierto futuro, lo que será …será’’. Le dije también que tenía que vivir el presente con mucha intensidad y disfrutando de la amistad de la buena gente .
Días después, ya de regreso a París, me convencí de lo poco que toma hacer feliz a un alma sin rumbo... de repente, había encontrado una nueva forma de ser útil, respondiendo al llamado de alguna alma en pena. Por ahora seguiría rumbo norte, y esperaría con paciencia y humildad a que las vibraciones y la magia de las cumbres del Canigó, coronado por esa inmensa luna llena, surtieran los efectos y, que el milagro, por ellos solicitado, se cumpliera. Tomados de la mano, como manda la leyenda, habían pedido que su amistad fuese eterna.
Autor: Michael A. de la Flor III
Balneario de Ancón, Lima, Perú
Enero del 2002