Carlos tenía miedo. Tenía un miedo cerval al húmedo armario de debajo de la pila de la cocina. Todas las noches su mente desequilibrada le hacía ver hileras de dientes aserrados brillando en la oscuridad, propiedad de algún monstruoso depredador agazapado entre las tuberías esperando el momento oportuno de hincarlos en la suave y sonrosada carne de su brazo.
Era momentos antes de abrir ese armario para cortar el paso general del agua cuando estas fantasías se adueñaban de sus neuronas llenas de imperfección. Siempre tenía que tirar de la chirriante portezuela, siempre debía meter allí su mano, palpando ciegamente en busca del grifo. No podía pasar una sola noche sin que cumpliera el maniático cometido que se repetía constantemente desde la inundación que obligó a sus padres, ya fallecidos, a cambiar por completo los suelos de la casa y que ocurrió cuando él no era más que un muchacho.
Cuando caía el atardecer, seguido irremisiblemente de las penumbras nocturnas, estando cercana la hora de acostarse, realizaba su monótona expedición en la más absoluta oscuridad, tanteando las paredes de los pasillos hasta la cocina. Con increíble puntualidad y siempre armado con un afilado cuchillo, día tras día registraba temeroso el hueco, morada de lo que él denominaba "El Que Caza", ser de impredecible aparición y mortal apetito. Nunca en el tiempo desde la muerte de sus padres había encontrado rastro alguno de aquel ser imaginario del que afirmaba su existencia real; y esto le hacía enfadar.
Comentaba nerviosamente estos hechos con su médico en el psiquiátrico durante las periódicas visitas que realizaba. Fue solo después de varios meses de tocar el tema en la terapia cuando Carlos asumió por fin en el fondo de su maltratada mente que su imaginación era muy fuerte y que le había tenido esclavizado, insólita sumisión, llenándolo de terrores que le podrían devorar en cuestión de minutos.
Con un gesto entre la sonrisa y la abierta carcajada fue esa noche hasta la cocina para cerrar el agua. Mientras manipulaba tranquilo la llave sintió un leve lameteo en sus dedos y un chasquido. Aterrorizado retiró su mano pero "El Que Caza", que había esperado pacientemente la confianza de la única persona que había intuido su presencia, fue más rápido y como un cepo cerró velozmente su boca entorno al puño, que arranco del mordisco.
Carlos sacó atontado el muñón sanguinolento y miró con gesto estúpido hacia el agujero. De él saltó su verdugo.
El depredador se agarró a la cabeza y comenzó a mordisquearla. Carlos no se inmutó. Seguía convenciéndose a sí mismo de la irrealidad de lo que estaba ocurriendo en su cocina, pese al lacerante dolor que provocaban esos afilados colmillos. Solo cuando la mayor parte de su cara era una calavera sangrienta, pensó que quizá podría ser cierto, pero fue demasiado tarde. Pronto,"El Que Caza" llegó a través del cráneo al cerebro, el cual masticó con sumo placer. Una vez muerto el centro neurálgico, acabó de engullir el resto del cuerpo; la carne, los huesos e incluso la placa metálica que Carlos llevaba desde el accidente que le hizo perder parte de su equilibrio mental. Lamió también con su absorbente lengua los charcos del viscoso y preciado líquido rojo que se extendía por el suelo de baldosa hasta dejar éste limpio e impoluto, sin rastro del festín que acababa de acontecer
Relamiéndose satisfecho, el devorador se acurrucó de nuevo en el interior del armario y cerró la llave de paso. Dormitaría a la espera de su siguiente comida, que se daría cuando, después de provocar una incisión en las plúmbeas tuberías y con ello la consiguiente inundación, los inquilinos que en un futuro ocuparan la casa adquirieran el hábito de cortar el agua todas las noches.
Este es un buen relato. Me ha tenido inquieto todo el tiempo. Me ha gustado también la forma de narrarlo y el vocabulario que usas. El final es sencillamente genial. Yo tendré cuidado en adelante cuando vaya a cerrar el grifo. Saludos.