Miré por la ventana al despertar, y vi como las sombras de la noche dejaban lentamente el paso al día. Para mí era toda una aventura levantarme al amanecer. Claro que esto lo hacía de común acuerdo con mi primo Alberto, mi compañero de andanzas en las vacaciones de verano.
Ambos teníamos la edad en donde todo era alegría, diversión, y en la que cualquier exigencia de responsabilidad resultaba irritante. Me refiero a la fortuna inconmensurable de tener tan solo 13 años.
Y para ese día, el plan era levantarnos al despuntar el alba, junto con los peones de la estancia, lograr que nos ensillaran caballos y salir de recorrida por el campo.
Esto, que podría parecer algo trivial y poco atractivo, para nosotros tenía el valor de una gran aventura, con el encanto adicional de violentar horarios, recomendaciones de los mayores, y por sobre todas las cosas, burlar a nuestros primos y hermanos. ¡Menuda sorpresa se llevarían al despertar y ver que nosotros ya estábamos en plena actividad!.
Salimos con ganas de sentir el frío de la mañana, y ver como los caballos, en su andar, dejaban la marca de su paso en el pasto cubierto por el rocío de la madrugada.
La partida se demoró porque divisamos en las serranías, un automóvil que recorría con sus luces encendidas, el único camino que había en ellas, que llevaba como destino final, la estancia.
Siempre era motivo de gran curiosidad en estos parajes, la llegada de todo vehículo que no fuera reconocido como del patrón. Y por ende los preparativos de la salida al campo se dilataron hasta ver la llegada de los forasteros.
La sorpresa fue grande cuando caímos en la cuenta de que era una de nuestras tías que llegaba con sus familia. Salvo el marido de ella, que no venía, sus tres hijos bajaron lentamente, desperezándose unos, quejándose todos... pero en definitiva eran tres compañeros más de aventuras.
Nadie advirtió al principio, que luego de los niños, descendió una joven mujer, no conocida por nosotros. Nadie le dio importancia, aunque mi tía recién llegada aclaró: - Es Mabel , mi empleada. La traigo para ayudar...
Esta mujer, que tendría 20 o 21 años, causó en mí, una tremenda conmoción. No era una mujer muy bonita, pero su cuerpo era agraciado, generoso y proporcionado en sus formas. Sus ojos negros brillaban con una luz muy especial y su mirada era penetrante y dulce a la vez. Pero más allá de esto, sentí algo distinto, nuevo, especial, que me cautivó.
No podría decirse que fuera atracción sexual por cuanto yo en esa época no tenía ninguna experiencia de ese tipo, pero estaba en los albores... y Mabel bien pudo ser mi despertar.
Fue una confusión momentánea, porque enseguida, nos excusamos, ya que teníamos que "ayudar" a los peones, en las tareas de campo, los cuales nos esperaban con los caballos prontos para ensillar. Y nos fuimos con Alberto para el galpón.
Para Alberto, que era el hijo del patrón, le tenían reservado un hermoso caballo de pelo rosillo, inquieto, movedizo, que yo no me animaría a montar, pero que, me guardaba muy bien de decirlo. Para mí, que venía de la ciudad, y por lo tanto era despreciado sutilmente por la gente de campo, había una vieja yegua tostada, con mirada triste, y pescuezo estirado, con la cabeza apuntando hacia el suelo como buscando algo... Pero eso a mi no me molestaba mucho, porque justamente quería un caballo manso, para poder montar sin angustias.
Los gauchos me tenían el "apero" pronto, pero, para burlarse del hombre de pueblo, que nada sabía de campo, habían desordenado todo, encima de un caballete, a la espera de que yo pusiera todo al revés y de esa forma reírse de mi ignorancia.
Alberto, que además de compinche, era muy hábil, había captado la situación y me dijo con voz casi inaudible:
- Mírame a mí y haz lo mismo...
Jerga, carona, recado, cincha, cojinillo, badana y cinchón. Ese era el orden, y por supuesto, esos extraños nombres los aprendí después de mucho tiempo.
Superada la prueba de fuego con felicidad, traté de subir de un solo intento, ya que esto también formaba parte del examen al que me sometían con sus miradas, los gauchos, que en ese momento, merodeaban por ahí pero no por causalidad...
Sin problemas, subo a mi cabalgadura, y salimos a campo traviesa.
Pero mi entusiasmo por la jornada ecuestre, se había esfumado como por arte de magia.
Mabel...
Goia, la cocinera, mujer ya mayor, pero muy pícara, me llama un día y me dice :
- Mabel quiere que le enseñes a nadar, y después....- haciendo un gesto con el dorso de su puño, en posición horizontal, como si con él clavara algo en el aire. Gesto que yo interpreté inmediatamente como una invitación al sexo...y esto produjo en mí una turbación increíble, por cuanto me tomó de sorpresa y además, no estaba preparado para eso...
- ¿Tienes experiencia verdad? - preguntó ella, al ver mi rostro demudado.
- Sí, claro - respondí, tratando de disimular mi "vergonzante" inexperiencia en el tema.
El hecho había sacudido mi tranquilidad, y en el resto del día no pude sino que pensar en ello. Traté por todos los medios de resolver la situación, pensando una y otra vez, como un hombre debía proceder en una situación así, como tenía que actuar para acercarse a una mujer con esos fines, y fundamentalmente, como se hacía "eso"...
Era impensable preguntar a mis primos mayores, y menos a mi hermano, porque esto sería motivo de interminables burlas, que no haría más que enturbiar la situación. Por lo tanto, intenté diseñar mi estrategia para la mañana siguiente, día de la clase de natación. Pero me di cuenta rápidamente, que no tenía elementos, porque no había experiencia alguna, ni siquiera lecturas alusivas al tema, de manera que opté por la solución más sencilla: pensar que seguramente iba a llover y por lo tanto no habría jornada en el arroyo.
El día amaneció esplendoroso... y ya para la hora del baño, el calor se hacía sentir tremendamente. En determinado momento, luego del desayuno, veo venir a Mabel, radiante, hermosa, con una pollera corta y acampanada que mostraba generosamente sus piernas bien torneadas. Una blusa blanca con sus botones superiores abiertos, dejaba ver el nacimiento de sus pechos turgentes y desafiantes. Y su pelo azabache, rociaba sus hombros en delicado torrente.
Sus ojos brillaban más que nunca cuando me miró al pasar junto a mí. Un pícaro guiño, creí ver, por lo que contesté de la misma manera, con mi mejor sonrisa cómplice. Un temblor recorrió mi cuerpo. Yo sabía ya, el desenlace de la situación, pero lo único que me consolaba, era que sólo yo lo sabía, y que mientras no llegara la hora, podía disfrutar íntimamente de “mi conquista”.
Mi problema era ahora, no ya la frustración de no poder enfrentar la situación, sino; ¿ Que pasaría luego, si Mabel, despechada, comentaba esto, a todo el que quisiera escuchar?. Y este fue un motivo más de preocupación.
No fui al arroyo inventando una excusa cualquiera. Pero quede solo en las casas, y esto fue advertido rápidamente por Goia, quien no tardó en acercárseme y preguntarme, insidiosamente, porqué no iba al arroyo.
No supe responder nada, y ella poniéndome su mano en el hombro me dijo:
- No tienes uñas para guitarrero - y rió estrepitosamente, tanto, que su dentadura postiza parecía que iba a salir disparada de su boca.
La odié profundamente a partir de aquel momento, pero me propuse enmendar mi error y convencer a esta desagradable señora, de que estaba hablando con un verdadero hombre.
Le dije que había arreglado con Mabel, para la tarde, y le pedí como favor, que le avisara a ella que, como no pude verla en el arroyo, que le dijera que fuera a la troja? a la caída de la tarde, que era la hora más favorable para un encuentro de este tipo.
- Ocurre señora, que en el arroyo no contamos con la discreción suficiente ya que va mucha gente- apunté yo con suficiencia.
- ¡Ah , pero mira que pícaro me habías resultado, y yo que creí que te habías asustado!.- dijo la desagradable cocinera.
Me sorprendí de la forma como había salido del paso, claro que, fue sólo por el momento. Pero ya se me ocurriría algo más.
No duró mucho mi tranquilidad. Vueltos del baño matinal, Goia, se acerca a Mabel y le murmura algo. Yo observé la escena, y ensayé actitudes que mostraran seguridad y aplomo. Me retiro discretamente, con la seguridad de que había gobernado con solvencia la situación, y que mi integridad varonil estaba bien a salvo.
No fue así.
- Tengo que hablar contigo - me dice la que ya había pasado a ser mi pesadilla, Goia.
- Dice Mabel que no te preocupes, que ella ya tiene quien le enseñe a nadar, y me dijo que te comunicara que, su profesor es un experto, y que la disculparas por pensar que un niño como tú podría haber actuado como el peón que la cautivó con sus clases...
Nada pude responder, porque una sensación de angustia me invadió totalmente. Me fui caminando hasta el arroyo. Ya no había nadie allí, y me senté en una pequeña roca que solíamos usar para nuestras zambullidas.
Con esfuerzo contuve el deseo de llorar.
Y fue en esta actitud que pude encontrar la paz, ya que logré reconocer y despedir al niño, que comenzaba su azaroso, pero hermoso camino de la adolescencia.