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ESPEJISMOS

En memoria de aquella Cristina que se asomaba confianzuda desde el otro lado de los espejos, entonces, cuando aún se detenía a escudriñar el mapa cambiante de su cuerpo con la misma curiosidad e idéntico desparpajo con que el bebé mira y remira sus manoteos en el aire, o mordisquea los deditos de sus pies; cuando admiraba el cincel del tiempo sobre sus pechos, sus muslos, su talle y se congratulaba viendo crecer sus cabellos; cuando ensayaba muecas, pucheros y sonrisas para todos los que la miraban desde fuera; cuando aún esperaba ser mirada y admirada.

En memoria de aquella Cristina Sánchez Fariña, cuyo nombre y apellidos fulguraban invariablemente en las listas de aprobados chincheteadas en el tablón de anuncios de la Facultada de Letras de la tierra que la vio nacer.

En memoria de aquella joven frustrada en su apariencia y ambiciones por el devenir imprevisible y enmadejado de los acontecimientos, Doña Cristina –la del tercero- destinó las dos últimas horas de la tarde bochornosa de un agosto justiciero a empingorotar su olvidada personita. Digo: para aliviarse de los rigores climáticos, cambió las aburridas aspas del ventilador por un baño de agua tibia; se sumergió en el líquido elemento con la alegre sensación de estar cometiendo una travesura (extraña y efímera, con los chicos de vacaciones, esta tranquilidad hogareña); cuando la bañera dejó de parecerle confortable, alcanzó una toalla que aún olía a suavizante y secó con mimo cada rincón de su piel desatendida; con parsimonia, extendió una leche hidratante que la niña usaba a diario y que la ayudó a revivir lozanías y tersuras. ¡Qué grande se le había hecho la niña... y qué brutotes los chicos!... si parecía que fue ayer cuando soportaba con estoicismo ejemplar la acidez de estómago y la hinchazón en los tobillos, y las improvisadas danzas de aquellos que habían elegido su vientre como primer escenario para sus piruetas y acrobacias. Ella, por su parte, eligió renunciar a su cosmos particular por sacar adelante a aquellos tres churumbeles que nunca se cansaban de ponerlo todo patas arriba. Ya, ya le advertían sus antiguas y contadas amistades: “Deberías mirar un poco más por ti misma, que, de tan abnegada, te pasas de rosca. Y no están los tiempos como para andarse con chiquitas”.

Chiquitas, zarandajas, eso eran, no más, sus cotidianos y domésticos desvelos. Claro que, comparado con sus flamantes doctorados y masters, atender a la higiene, alimentación, comodidad, educación y afectividad de una familia significaba tanto como haber fracasado socialmente. Lo que más fastidiaba a Doña Cristina era la ausencia de premeditación que envolvía su modus vivendi, los días se le habían ido enredando más y más llenos de responsabilidades impagables. Sabía que no existía reclamación posible: acaso una cierta lealtad, ni siquiera osaba esperar correspondencia, ante el desmigajamiento emocional que de ella misma hacía a diario.

Pero incluso eso había resultado pedir demasiado. Una lengua viperina se había encargado de confirmarle lo que ya se olía desde hacía meses: el bueno de su Manolo se había entusiasmado con una compañera de trabajo –jovencísima, por descontado-, una aprendiz de yuppie sin escrúpulos, pletórica de ambición y desenfado. Al parecer, el asunto tenía trazas de ser algo más que un escarceo, al menos su duración así lo indicaba, si bien lo cierto es que ella sólo podía conjeturar desde el marco de su imaginación, pues preguntarle no le había preguntado absolutamente nada. Él, por su parte, no soltaba tampoco prenda. Se trataban con tanta precaución que incluso parecían llevarse mejor que nunca. Ninguno de los dos se arriesgaba a dar un paso hacia el otro por temor a resbalar por el precipicio que los separaba.

Doña Cristina no tenía ganas de reproches ni altercados, menos con los calores que el verano estaba levantando. Lo que le apetecía era prolongar en lo posible la caricia benefactora de aquella crema, rendir sus tensiones a la frescura suave, aunar el ir y venir de su pensamiento a la sensación de lechosa ligereza que se esparcía lentamente por su cuerpo. Hacía algún tiempo que le daban un poco de miedo los espejos, pero esta vez se enfrentó al del baño sin recelos; no se encontró tan mal, juzgó que con un par de oportunos brochazos y un trapito acertado podría, si no quitar el hipo, resultar al menos moderadamente atractiva.

Así, en memoria del entusiasmo y del orgullo que antaño sentía al acicalarse, puso manos a la obra y revolvió el armario ropero hasta no dejar títere con cabeza. Al final, se decidió por un vestidito sencillo, con un estampado alegre sin llegar a ser chillón, que Margarita –la niña- había comprado a principio de temporada, cuando más caro podía encontrarse. Quizá le quedara un poco corto para su edad, seguramente. Eso le hizo sonreír con una picardía que le quitó de un plumazo quince años de encima. Por segundos más segura de sí misma, se encaramó a unas plataformas que las jovencitas creían el último grito en calzado y que ella reconocía como una vuelta más de la noria de la moda.

Vueltas, vueltas, vueltas le daba la cabeza, vueltas el estómago, vueltas la escalinata de la casa solariega a la que la familia acudía a dejar pasar los veranos. Esa noche también ella cenaría fuera. Cenar o lo que fuese, pues no era hambre de comida lo que le impelía, no era su estómago quien requería ser complacido. Entonces ¿qué?: ¿Insatisfacción sexual? ¿Necesidad de sentirse de nuevo apetecible? ¿Un intento de recuperar algo de su juventud vertida en un recipiente que ahora se le revelaba desfondado? ¿Recordatorio de un ‘sí misma’ que perdió, o anhelo de uno que aún no había encontrado?

Pasó por delante del escaparate de la zapatería de la esquina y una vez más se entretuvo en su propio reflejo. Definitivamente, su apariencia distaba mucho de la que Doña Cristina había acabado por adoptar, de acuerdo con la imagen que se le había inculcado de una ama de casa cercana a la frontera de la menopausia, ‘buena madre y esposa de educación religiosa’ (como dice la canción). Sin embargo, a ella no le resultaba chocante ni estrafalaria esta transformación suya, se sentía con pleno derecho a jugar a ser quien no era, cuando lo que durante tantos años había creído ser le había sembrado una oquedad tan árida en medio del pecho.

Caminaba un poco cohibida por si se cruzaba con alguno de sus hijos. Les había dejado una nota en la mesa de la cocina autorizándolos a asaltar el frigorífico, o a encargar una pizza por teléfono, o lo que les diera la gana, que ella tenía cosas que hacer. El que personas desconocidas la vieran sola y vestida así, lejos de intimidarla, le producía un cosquilleo excitante. Así es que mandó a por viento fresco sus temores más remolones y se coló en un restaurante mejicano que adornaba sus mesitas con manteles a cuadros y velas de colores.

No es que fuera llegar y besar el santo, pero casi. No hubo de aguardar sino hasta el postre para que un gallardo caballerete elogiara con su mirada la delicadeza con que sus labios retiraban de la cucharilla la nata montada.

- Perdóneme –se decidió él, inclinándose cortésmente mientras le dirigía la palabra-. No quiero molestarla, pero... ¿no es usted la mamá de Margarita?

Por un momento, pensó que la había reconocido por el vestido, pero, que ella supiera, su hija no salía con chicos tan mayores. Porque éste tenía por lo menos treinta y cinco. Y el caso es que quería sonarle, no tanto su cara como la musculatura de sus brazos.

- Fui su entrenador de balón cesto, ¿no me recuerda? Tuvimos ocasión de saludarnos en alguno de los partidos, a los que usted solía acudir.
- Por supuesto que le recuerdo, aunque se le ve... diferente.
- Me he afeitado la barba.
- ¡Claro! Tenía usted barba, es verdad. ¡Qué casualidad encontrarle aquí!
- Me preguntaba si, ya que según parece ambos hemos terminado de cenar, me permitiría sentarme con usted e invitarla a un café.
- Por favor, siéntese.

Siempre le había gustado el balón cesto. Cuando iba a ver aquellos partidos de la liga juvenil en los que participaba su hija, se lo pasaba de rechupete. Y eso que tenían lugar los sábados, lo que quiere decir que debía levantarse tempranísimo para dejar la compra de fin de semana hecha y la comida y la casa encarriladas; pero disfrutaba de lo lindo en aquel ambiente, cuyos aromas de devolvían una parte de su adolescencia.

Charlaron. Tras el café vinieron los licores y las risas, las primeras desde hacía tanto. Charlaron. Desempolvó miradas y argucias de mujer joven y se dejó halagar por el brillo que inspiraba en los ojos de su acompañante joven. Charlaron. Sintió ganas de aceptar esa otra copa en otro sitio; de beber un poco más de la efervescencia que aquel encuentro desbordaba, o de apurarla; de devolverle el cumplido al bueno de su Manolo y, de paso, recomponer medianamente su ego malparado. Sin embargo, fue precisamente esto último lo que la retuvo. La venganza no parecía una buena motivación, ni era tampoco la solución que ella deseaba.

- Déjame, al menos, acompañarte a casa.
- Has sido muy amable, de veras, pero ahora me gustaría dar un paseo.
- Estupendo, en ese caso...
- Sola.




Sola, sí, sola fue a parar y frente al mar, pues ésa fue la dirección que sus pies siguieron sin ella pensar. La brisa despejaba su rostro peinándola hacia atrás. Lo más probable es que hubiera alguien más sobre la arena yendo de acá para allá, pero a ella no le importaba lo suficiente como para darse cuenta. Lo único que cabía en su conciencia era aquella oscuridad rugiente que percibía inmensa, una inmensidad que latía al unísono con el cielo magníficamente estrellado y con su pecho, cuyo centro, descubrió con sorpresa, ya no sentía hueco ni desierto.

No se le apareció la Virgen, ni luces deslumbrantes brillaron por ningún lado, ni voz misteriosa alguna le reveló la fórmula oculta, la sentencia definitiva. Así es que puede que no fuera un milagro, pero el caso es que Doña Cristina comprendió algo en aquella noche mágica, muchas cosas que eran como la misma, dicha de diferentes formas. Observó la languidez con que la espuma acariciaba la arena en la orilla, como en un beso interminable. Llegaba, la humedecía, la reparaba, y se retraía momentáneamente para volver luego con mayor atrevimiento a mojar aquella piel que aguardaba y que tras su paso quedaba sosegada, colocada, si hasta daba no sé qué pisarla. Los fuertes y castillos, levantados durante la marea baja, se deshacían con docilidad, retornando a la virginidad fecunda de donde apenas unas horas antes habían emergido. Era como ver el paso de los siglos sobre las fatuas pirámides, o sobre los pomposos rascacielos, o sobre cualquier otra gran obra de la presuntuosidad humana. Era como ver el ‘polvo al polvo’ expresado en un brochazo. Era, sobre todo, ver desmoronándose la imagen que Doña Cristina había observado en el escaparate de la zapatería de la esquina; también las que se regodeaba en mirar en los espejos, cuando joven; y las que había ido rehuyendo durante los años de limbo familiar, en su dosificado olvido de sí misma. Todas esas construcciones particulares se derretían como azucarillos en un caldo tibio, cuyo oleaje se asemejaba demasiado al del océano como para resultar casual –distintos tempos para un mismo ritmo-. Y la espuma, que con su cadencia devolvía las pretendidas quimeras de Doña Cristina a su dulzura elemental, no podía ser otra que la producida por el vaivén constante de su respiración.

No envidió en esta ocasión el brillo impasible de la luna, pues, desde la atalaya del pulso básico de la vida, también ella permanecía indiferente al ajetreo incesante de sus semejantes, ajena a las ocupaciones y preocupaciones que le habían mantenido secuestrado el ánimo ni se acordaba desde cuándo, separada de toda tribulación por una frontera finísima aunque certera.

A juzgar por la aparente simplicidad de la escena, puede que no se tratara de un milagro. De hecho, la sensación que la embargaba era profundamente familiar e indiscutiblemente humana, carente de ese toque extraordinario, incluso circense, que se supone debe adornar tamaños prodigios. Sin embargo, no ver más allá de las apariencias es la mayor de las cegueras y aquella mujer (sin edad y sin nombre, o al margen de ambos) experimentó la ventura de estar viva pese a ellas, o prescindiendo de ellas. Es más, comprendió que no había unas mejores que otras, sino que todas por igual velaban el disfrute directo del mero hecho de existir.




Entró en casa tan campante, sin poner cuidado en evitar el tintineo de las llaves ni el chasquido de la cerradura. Hacía un rato largo que no miraba el reloj y no calculaba la hora que podía marcar; por eso, así de golpe, no se extrañó demasiado al verlos de guardia frente al televisor. No faltaba ni el bueno de su Manolo.

- ¡Por fin! –exclamó él, teatralmente consternado-. ¿Dónde te habías metido? ¿Es que ha ocurrido algo? Nos tenías muy preocupados.
- Pues no, no ha pasado nada. Me apetecía dar una vuelta, eso es todo.
- ¿Una vuelta? ¿A estas horas y con esa pinta? ¿Y dices que te encuentras bien?
- Siento mucho haberos preocupado por nada, pero me encuentro estupendamente.
- Oye –terció la niña-, di que no le hagas caso en lo de la pinta, que el vestido te queda divino.
- Bueno, dejaros ya de tonterías. Y vosotros dos –dirigiéndose a los chicos-, cerrad esa boca de pasmo y a la cama, que aprovecháis la menor oportunidad para quedaros hasta las tantas mirando ese cacharro.

El bueno de Manolo, una vez a solas con aquella mujer que de pronto se parecía tan poco a su esposa, no acertó más que a balbucear alguna que otra incongruencia. De sobra conocía él las razones que tenía para callar. Sin contar con que ella no se mostraba precisamente interesada en lo que él pudiera o no decirle. Parecía tan ensimismada... Por primera vez en mucho tiempo, la vio como una entidad completa, erguida en su individualidad, digna del mayor de los respetos. Le dio algo así como un retortijón interior y bajó la cabeza avergonzado.

Ella, mientras tanto, se desvestía tranquilamente sin dar señales de ninguna anomalía. Entregada aún al oleaje de su aliento, sin memoria, sin espejos, sin planes para más tarde y sin necesidad de hacerlos. Cada segundo se le abría en un espacio ilimitado en el que poder zambullirse y explorar. Al perder su carácter consecutivo, el tiempo había dejado de tiranizarla. Confiada al arrullo dulce de la vida, se sintió libre y ligera, feliz.
Datos del Cuento
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1 comentarios. Página 1 de 1
Juan Andueza G.
invitado-Juan Andueza G. 03-07-2003 00:00:00

Muy bien Pilar, escribe muy bien. Claro, demasiado largo para lo acostumbrado, pero muy bien. Leeré todo.

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