Tora le miraba con una sonrisa radiante y juguetona. Él, que parecía que acabara de despertar de un sueño, sintió el aire fresco que le acariciaba la cara, y el resplandor de un luminoso sol, y el aroma de los matorrales de yell que crecían entre los árboles del bosque. Pero no tuvo demasiado tiempo para contemplar la belleza que lo rodeaba, pues una belleza más cristalina y etérea tiraba de su mano. Tora le guiñó un ojo.
-Sígueme, Eron.
Y él la siguió. No tuvo más remedio. Su esposa tiraba de él mientras corría por entre los árboles, y al aroma de las flores de yell se unió el de ella, que la carrera y el viento llevaban hasta él. El aroma a espliego de su pelo, y esa esencia mucho menos perceptible, mucho más oscura y cálida de su piel, de su ser. Tora miró hacia atrás, sin dejar de correr y sin temor aparente a golpearse con los árboles que evitaba con facilidad.
-Me alegra volver a verte.
Él no tenía conciencia de haberla dejado de ver jamás desde los jóvenes años en que la hizo su esposa, pero sonrió como un tonto y asintió. Llegaron a un claro cubierto de hojas secas caídas, aunque los árboles que lo rodeaban se mostraran verdes y frondosos. Tora se detuvo tan abruptamente que él no pudo parar a tiempo y prácticamente cayó sobre ella. Tora rió, y ante su risa, pájaros de cristal sobrevolaron el claro.
-No es momento de achuchones, viejo.
Sin embargo, él no pudo reprimir el impulso, y la besó con tal vehemencia que el mundo alrededor de ambos se detuvo a contemplarlos. Ella le abrazó el cuello y él atrajo la cintura de ella hacia sí. Pero un momento después ella se separó, y le miró a los ojos con sus ojos azules y grises.
-No, amor, ahora no. No tenemos tiempo.
Y su voz se ahoga en el anhelo y la decepción. Le tomó de nuevo de la mano y se acuclilló. Tuvo que tirar de nuevo de él para que también se agachara.
-Mira.
Pero él no miraba lo que Tora quería que mirara, sino que la miraba a ella, y se preguntaba por qué casi había olvidado lo bonita que era, lo preciosa que era. Ella sonrió y un millón de mariposas levantaron el vuelo de entre las hojas caídas; le acarició la cara y con suavidad le volvió la cara hacia lo que había tendido en el suelo.
-Mira.
Repitió. Él miró, y el frío se clavó en su corazón con tal crueldad que por un momento se olvido de respirar. Lágrimas que escocían le inundaron los ojos y quiso morirse en ese instante.
-No, tonto. ¿Qué cosas dices?
-¿Quién es?
Preguntó, aunque sabía de sobre de quien era el cuerpo muerto y medio podrido que descansaba entre las hojas muertas.
-Soy yo.
-No –y fue una súplica sin fuerzas.
-Sí –y su voz estaba tan llena de alegría y vida que negaba el cadáver que tenían delante.
-¿Cuándo?
-Cuando se recoge la madreselva.
-¿Por qué?
-Porque así lo quiso el mar; porque el Señor del agua quiso arrebatarme de tu cálida alma.
-No.
-Sí.
Quería pero no podía volver a mirarla. Quería apartar la vista de esa horrenda cosa que no podía ser Tora. La Tora viva y feliz, alegre y preciosa que tenía junto a él. Pero no pudo. Se clavó en su recuerdo y su alma fría el cabello sucio y enredado, apelmazado y roto que las hojas muertas querían ocultar; el rostro negro y húmedo; el cuerpo extrañamente pequeño y desgastado por la acción de la podredumbre.
-No.
-No llores, vida. No llores delante de mí. Sonríe. Tráeme de vuelta.
Al fin pudo volver la mirada, y Tora sonreía, y las pecas adorables resaltaban como siempre lo habían hecho sobre la piel blanca de sus mejillas y su nariz.
-¿Qué?
-Tráeme de vuelta.
-¿Cómo?
-Como los príncipes a sus princesas. Con un beso.
Y como demostración, poso una caricia suave con sus labios en los labios de él.
-Mira el cielo.
Y él miró. Más allá de las copas de los árboles, el cielo era de una azul radiante, y el sol asomaba por encima del borde occidental del claro.
-¿Lo ves?
Pero él no lo veía. Al menos, no veía nada fuera de ese cielo azul y ese arco de sol sobre los árboles. Negó lentamente con la cabeza, pero no la bajó. Continuó mirando el cielo, y continuaría haciéndolo mientras Tora no le dijera lo contrario. Pero entonces lo vio. Un chillido horrible llenó el aire fresco y fragante, y el aleteo de sus enormes alas provocó un sonido carnoso y desagradable.
-¿Qué es? –preguntó, aunque sabía perfectamente lo que era.
-Un dragón.
-Un dragón –repitió.
-Un dragón azul. Un Dragón de la Vida. Tráeme su corazón.
-¿Cómo?
-Con tu amor, con tu valor. Con el valor que te da mi amor.
Bajó la vista y la miró intensamente. De alguna manera supo que iba a perderse, y quería recordarla así, como estaba ahora.
-Tráeme de nuevo a ti, mi amor. Tráeme, ¿lo harás?
-Sí.
Ella cerró los ojos y su sonrisa se iluminó como una mañana de verano. Volvió a besarle, y él también cerró los ojos, y al abrirlos ya no estaba. Tora se había marchado, y al mirar hacia su cuerpo muerto, vio cómo la tierra se lo tragaba.
Despertó poco a poco, suavemente, sintiendo el último beso de su esposa sobre sus labios. Abrió los ojos y la claridad del día le saludó. Se rozó apenas los labios con los dedos, y sintió su aroma, el del espliego y su olor secreto, en torno a él, y no pudo evitar pronunciar su nombre. Una y otra vez. Y al ponerse en pie, por primera vez desde que ella muriera en el mar, no se sintió triste, sino lleno de una extraña alegría que le hacía sentirse ligero.
-Te traeré de vuelta –le dijo a la habitación vacía, a Tora que le miraba desde la fotografía sobre la cómoda.
Con la esperanza siempre brillando en mitad de su pecho como una joya llena de estrellas, se dirigió al este. En el sueño, hacia allí volaba el dragón que Tora le había señalado, y eso era más que suficiente como indicación. Caminó por caminos solitarios, observando nacer el sol cada amanecer, con una sonrisa en los labios y el brillo de los ojos de Tora en sus ojos. Caminó y visitó pueblos y ciudades.
En todas ellas, en todos ellos, sus preguntas se recibieron con risas, con burlas o con manifiestos intentos de encerrarle en las casas de salud, porque, ¿quién es su sano juicio andaría buscando, en la era de la tecnología, cuando el hombre al fin podía volar, y llegar a la profundidad marítima donde la luz del sol jamás ha llegado y jamás lo hará, que persona cuerda puede buscar ahora un dragón; un ser en el que ni los niños más pequeños creen ya?
Eron no reparó en las risas, no hizo caso de las burlas, no permitió que menoscabaran la confianza en su cordura. Él sabía que en verdad Tora había acudido a él, y sabía la verdad de sus palabras. La fe en el dragón no dejó de brillar ni por un instante en su interior, ni ese brillo se vio empañado por los insultos y los golpes de quien pensaba que los estaba tomando por idiotas. Continuó caminando hacia le este, sabiendo que en algún momento llegaría, que en algún momento encontraría al dragón; probablemente oculto en el interior de una cueva, junto a un profundo lago de aguas turbias.
Y así fue.
Avalon se llamaba el pequeño pueblo a los pies de una montaña que cubría su piel gris de una capa de pradera verde. Allí llegó, y preguntó, y de nuevo escuchó risas por respuesta, y miradas recelosas sobre las palabras fuera de aquí. Él inclinó la cabeza, se despidió amistosamente y se dijo que quizá fuera el próximo pueblo.
Caminaba felizmente flanqueado por las últimas casas de la calle que le llevaría fuera de Avalon, con la sonrisa de Tora quizá un poco difuminada en su mente, pero convencido sin fisuras en su fe de que pronto esta brillaría luminosa, brillaría para él.
-Señor.
Dijo una voz pequeña y ronca a su espalda. Se detuvo y se volvió. Una niña en mitad de la calle que dejaba atrás.
-¿Sí?
La niña tenía unos enormes ojos negros con los que le miraba sin parpadear, y una larga melena, igual de oscura, sucia y apelmazada. El vestido que llevaba puesto, alguna vez, quizá muchos años atrás, había sido azul; ahora la suciedad había transformado ese color en algo inconcreto e imposible casi de adivinar. Apretaba contra su pecho un libro delgado y grande con brazos sucios. Un dragón tatuado le cubría la mejilla izquierda.
-¿Busca un dragón?
-Sí. Un dragón azul.
La niña abrió el libro y se lo mostró.
-¿Como este?
La ilustración podría haberla extraído el artista del sueño del propio Eron. En ella, el mitológico animal volaba sobre un claro idéntico a aquel en el que Tora le había enseñado su propio cadáver, e incluso le pareció ver un par de figuras allá abajo, entra la alta hierba que se asemejaba a una suerte de isla entre los árboles del bosque. Somos nosotros, pensó.
-Sí.
La niña sonrió.
-Yo sé dónde está.
Eron se arrodilló frente a ella.
-¿De veras?
-Sí. Yo le visito, y cuido de que nadie sepa su escondite. La gente lo mataría. Le temerían por ser un monstruo, pero es bueno. A veces me lleva sobre su cuello a dar una vuelta por el cielo, de noche, cuando nadie puede vernos.
-¿Puedes... puedes decirme a mí donde está? Yo no pretendo hacerle ningún daño.
-¿Para qué le busca?
-Amo a mi esposa –sacó una fotografía de ella de un bolsillo y se la enseñó. La niña la miró un instante y se la devolvió-. Ella murió, y yo no sé que hacer ahora con mi vida. El dragón puede traerla de vuelta.
-Lo sé. Lo dice aquí, en mi libro. Pero para eso... para eso necesita su corazón. Está pensando en matarle.
Su rostro se volvió adusto y serio. Eron no supo que contestar. Al fin lo había encontrado, estaba a un paso de la resurrección de Tora, y todo dependía de si aquella niña consideraba más importante su vida que la de ese dragón.
-Porque esa es la única manera de obtener su corazón, ¿verdad? Matándole –la niña le miraba casi con furia. Sin querer, Eron asintió lentamente. La niña frunció el rostro y su enfado se quintuplicó-. ¡Es usted un idiota! ¡Eso no es verdad! ¡Esa es la única forma que ven los adultos de hacer las cosas! ¡Pero es porque no se acuerdan de los cuentos! ¡O porque nunca los han leído!
-¿Qué...?
-No hace falta matarlo. No hace falta abrirle el pecho a ese precioso animal y arrancarle el corazón. El dragón azul es el dragón de la vida, ¿cómo pretende arrebatársela? No es necesario.
-Yo... lo siento, yo...
La niña bajó la mirada al suelo.
-Le llevaré ante el dragón, pero prométame que no le matará. Que le pedirá lo que quiere, y que aceptará si él decide no dárselo.
-Pero... mi esposa...
-¿Por qué es más importante esa mujer que el dragón? Ella es su esposa y él es mi único amigo.
Eron se mordió los labios. La niña esperó pacientemente con el libro de cuentos contra su pecho y la vista fija en sus descalzos pies.
-Está bien –dijo finalmente Eron-. Haré lo que él me diga. Te juro que no trataré en modo alguno de dañarlo.
-No creo en juramentos. Pero confío en usted. Sígame.
Le condujo a las afueras de Avalon, y ciertamente junto a un lago. Allí, en la piel verde de la montaña, se abría una cueva.
-Es allí –le indicó la niña.
Entraron en la cueva, y Eron apenas podía contener la emoción. Se sentía tan próximo al momento en que Tora volviera a encontrarse a su lado, que incluso adelantó a su guía y avanzó casi a tientas por la penumbra del corredor excavado en la roca. No se escuchaba a sí mismo susurrar una y otra vez el nombre de Tora. La niña tras él, le miraba con gesto divertido. Y un rato después llegaron a un gran espacio abierto, iluminado por alguna claridad difusa que no procedía de ningún lugar. En mitad de aquel lugar abovedado, el dragón azul, sentado, observaba a las figuras que penetraban en su refugio.
Eron gritó, no pudo evitarlo, al ver ante sí al gigantesco animal. Tras él, la niña le reprendió.
-No grite aquí dentro. Este no es un lugar para gritar –y alzando la vista hacia el dragón:-. Buenas tardes, amigo. He acompañado a este hombre hasta ti porque quiere pedirte una cosa. Espero no haber hecho mal.
El dragón habló, y su voz poderosa reverberó en aquel espacio de roca como si de la voz de una tormenta se tratara.
-No has hecho mal, amiga mía. Le estaba esperando.
-¿Ha oído? –le preguntó la niña a Eron-. Le esperaba.
Eron no supo si alegrarse o no por ello. El dragón volvió a retumbar.
-Déjanos, por favor. Eron y yo tenemos que hablar.
El monstruo azul bajó la cabeza hasta que Eron pudo verse a sí mismo enclaustrado en la gran pupila rojiza. La niña se acercó al dragón, se inclinó y dejó posado un suave beso en el hocico. Después, salió de la estancia abovedada, y en ella quedaron solos, uno frente al otro, Eron y el dragón azul.
-Conoces mi nombre –dijo Eron, apenas temblándole la voz.
-Sí, lo conozco. Y sé también el motivo de tu presencia aquí. Tora apareció en mis sueños también. Ella me rogó que te recibiera, que te diera lo que has venido a buscar.
Eron tragó saliva.
-¿Y lo harás?
-No puedo. Mi corazón ya tiene un destino.
Súbitamente, todo pensamiento se convirtió en una estatua de piedra, toda palabra en un mero sueño. La respiración decidió acompañar a los latidos de su corazón fuera de su cuerpo. Eron sintió una oscuridad que iba más allá de la mera decepción, del enorme vació que se había abierto en su interior. No tenía voz, por eso no pudo preguntar, pero la pregunta moldeó las facciones de su cara, y el dragón contestó:
-Jill.
-¿Quién? –logró robarle a su garganta de cuero.
-Jill, la niña, mi amiga, la que te ha traído hasta aquí. Mi corazón es suyo. Tiene una enfermedad que aún no se ha descubierto a sí misma, pero que no tardará demasiado en hacerlo.
-Pero...
-¿Pero?
-Mi esposa. Tora. Ella...
-Lo siento, Eron. Jill es mi amiga. Tu Tora parecía una buena mujer. Tú pareces un buen hombre. Pero Jill...
-¡No me importa Jill!
El dragón se quedó callado, observándole desde su gran altura. La rabia de Eron, su impotencia había dado a luz aquel grito, pero nada más sacarlo de su interior, sintió un miedo atroz. Sin duda, el dragón le mataría en aquel mismo instante. Lo veía en sus enormes ojos rojos.
-Lo siento –tartamudeó.
-No lo sientes. Quiero que te vayas ahora mismo. Si no lo haces, sólo tú serás el culpable de lo que aquí ocurra.
Eron se puso en pie. Miró hacia la alta testa del dragón y no pudo comenzar a caminar hacia la salida. De pronto, algo en su interior estalló, una extraña luz dorada inundó sus entrañas y las entrañas de su alma, y abatió el dique que retenía las lágrima que no sabía que esperaban para derramarse. Lloró ante el dragón azul, lloró como un niño, con la cara congestionada y las manos ante los ojos. Cayó de nuevo de rodillas y lloró ante el dragón azul, sin importarle si este quería aplastarlo de un pisotón, o si en lugar de ello lo devoraría. No le importaba. Se sentía aún más vacío que antes, aunque el motivo era muy diferente. Se sentía asqueado. Se sentía como debe sentirse una cucaracha al comprender su lugar en el mundo.
-¿Lloras por impotencia? ¿Por no haber conseguido lo que querías?
En un principio ni siquiera se planteó contestar la pregunta del dragón. Que hiciera con él lo que quisiera. No merecía nada mejor. Pero al final su cabeza se movió de un lado a otro.
-¿Piensas en Tora?
Y de nuevo movió la cabeza negativamente. Alzó la vista llorosa hacia el dragón, y este bajó la cabeza como hiciera al esperar un beso de Jill. Le miró atentamente, y Eron se volvió a ver reflejado en esas pupilas. Le respondió de palabra.
-Pienso en Jill. Y en lo que he dicho. Apenas lo pensé. Quisiera borrar esas palabras, quisiera eliminarlas y que nunca hubieran manchado el aire. No las sentía. Te lo juro. En verdad no merezco lo que vine a pedirte. Tora en verdad no merece volver a la vida para tenerme a su lado. Me iré, como me has pedido; me iré, si no prefieres que mi destino sea la muerte.
El dragón azul observó durante mucho tiempo el rostro cuajado de lágrimas, de arrepentimiento y de asqueada conciencia de su más profundo ser de Eron, y finalmente sus fauces sin labios parecieron sonreír. Habló con voz de trueno.
-El mal del hombre es la pérdida de la empatía. Tú la has sentido, has sentido su falta durante un momento. No te importaba en verdad lo que fuera de mi amiga Jill. ¿Por qué iba a hacerlo? No la conozco, te has dicho, ni siquiera sabía su nombre hasta que el dragón lo ha dicho, y no es un nombre que me importe olvidar. Yo quiero lo mejor para mí, yo quiero lo he venido a buscar. Si esa tal Jill muere, no me importa; no me importa, si yo consigo lo que quiero. Jill no es nadie, Jill no forma parte de mi mundo. No pasa nada, no me pasará nada, si ella deja de respirar. Pero en verdad Jill forma parte de tu mundo. Jill es una persona, una pequeña personita a la que le gustan los cuentos, a la que le gusta ser amiga de un dragón, que ríe como nunca he escuchado reír a nadie cuando volamos y el viento le agita el pelo. Una pequeña niña que ha perdido a su familia y que sólo confía en que mañana vuelva a salir el sol en su vida. A ti no te importa, lo has gritado como si sólo la idea de permitir que continuara viviendo fuera una ofensa, cuando tu mujer, Tora, está enterrada. Tora, que ha vivido una vida llena, ha amado y ha recibido amor.
“Cuando todo humano sienta lo que ahora estás sintiendo, cuando comprenda que su semejante siente lo que él, que le duele si le hieren, que ríe cuando la felicidad le llega, que procede como él de una madre, que será, como él mismo, también padre o madre, cuando comprenda que las diferencias entre los humanos no son más que invenciones humanas, espejismos creados por el egoísmo, la envidia y el odio que son patrimonio de la Humanidad, sólo entonces, el hombre abrazara al hombre, el hombre entenderá que no es mejor ni peor que el hombre, que no es más ni es menos que él.
“Veo en tu interior que lo que sientes ahora es tu manera natural de sentir, que esa horrenda frase de antes no era más que la impotencia y el cansancio de buscar para encontrar una negación de tus deseos. Siento haberte hecho sufrir como lo estás haciendo. Sólo quería saber si lo que Tora me dijo era cierto. Y veo que lo es. Eres un buen hombre, Eron, un buen hombre. Y te aseguro que en este enorme cuerpo que ahora consigo poner sobre el aire con mucho más esfuerzo que hace mil años, cuando era joven, hay suficiente corazón de dragón de vida para Jill, para Tora, e incluso para ti, si alguna vez lo necesitas.
Y acercándose una garra al pecho, se abrió allí una brecha. Sin embargo, su carne cubierta de escamas azules no sangró. La herida latió y se abrió, mostrando un corazón rojo, palpitante, un corazón que no parecía del todo estar allí, que latía entre un bruma extraña.
-Cógelo –le dijo el dragón azul.
Eron, sorprendido, olvidadas de momento las lágrimas que aún le caían por la mejillas, se acercó al dragón sin darse cuenta de ello. Alargó las manos y las introdujo en el pecho del monstruo. Sintió un calor extremo, pero que de alguna forma no dañaba. Una sonrisa involuntaria ascendió a sus labios. Alargó las manos y traspasó la bruma que rodeaba el corazón del dragón. Tocó este, y la calidez del interior del cuerpo se quintuplicó. El dragón levantó la cabeza y lanzó al cielo pétreo de la caverna un aullido. Eron introdujo la manos en el interior del corazón, sin sentir resistencia alguna. Cerró los ojos, pues de pronto un alud de sensaciones que le hicieron volver a llorar, pero esta vez de alegría, de un felicidad intensa y súbita que provenía del corazón del dragón, le inundó. Se sintió de nuevo niño, sonriendo como tonto ante una simple mañana que el sol despertaba poco a poco apareciendo tras el horizonte. Sintió de nuevo sobre la mejilla el primer beso que Tora le concedió, después de mucho insistirle, y sintió lo mismo que había sentido tras aquel beso breve y tímido, con Tora a su lado, sonrojada y con la vista en las manos. Se sintió más vivo de lo que había estado en mucho tiempo, y no pudo evitar reír como un loco mientras sacaba de nuevo las manos del interior del dragón. En sus manos se encontró un corazón. Había introducido las manos en el grande corazón del dragón, y había sacado una suerte de réplica en pequeño. Latía en las palmas de sus manos, y notaba la calidez que reinaba en el interior del enorme animal.
El dragón azul se inclinó sobre su propia herida y exhaló sobre ella algo parecido a un blanco vapor. La herida se cerró al instante.
-Te doy mi corazón para recuperar a Tora del país de los muertos.
-Gracias –respondió Eron, aún cubierto por las sensaciones maravillosas que le habían invadido al atravesar la carne incorpórea del dragón-. Muchas gracias.
El dragón azul se inclinó hasta que de nuevo Eron se vio capturado en el interior de sus ojos, y al hablar, ahora su voz no sonaba a tormenta.
-Sé feliz, Eron. Sed felices tú y Tora. Y enseña al hombre; enséñale tanto como puedas.
-Así haré.
Al volverse hacia la salida, allí vio a Jill, sonriente, con los ojos brillantes y el libro de cuentos apretado contra ella.
-¿Te lo ha dado?
Eron asintió. Jill le guiñó un ojo y se acercó al dragón. Se despidió de él con un nuevo beso y después ella y Eron abandonaron la estancia cóncava que no era, ni mucho menos, el final de la caverna. Antes de que las tinieblas del corredor le engulleran por completo, Eron miró hacia atrás, pero el dragón ya no se encontraba allí.
Salieron a la luz de un atardecer perfecto, con el sol naranja escondiéndose ya tras el horizonte, el cielo cubierto de nubes blandas y coloreadas de los colores del ocaso, el viento flojo llevando de un lado a otro un aroma de otoño y espliego. Eron continuaba con el corazón del dragón entre las manos, latiendo aún, cálido aún. Jill concedió a su libro un respiro y dejó de apretarlo para sacarse de un bolsillo de su vestido una pequeña bolsa de piel marrón.
-Guárdalo aquí.
Eron así lo hizo, y se colgó la bolsa del cinturón de sus pantalones. El rostro de Jill, en aquel crepúsculo, brillaba rosado, y parecía haber abandonado por algún arte mágico la suciedad que lo cubría.
-¿Vendrás a casa? Te prepararé algo de cena.
-He de partir. Apenas puedo aguantar la urgencia de llegar donde Tora me espera.
Jill se mordió el labio.
-Está bien –y comenzaron a caminar en dirección al pueblo de Avalon-. Pensé que quizá esta noche no estaría sola, como todas las noches.
Eron la miró atentamente. Es Jill, se dijo, una muchacha bonita pero triste, una niña aún, rodeada de soledad. Le pasó un brazo por los hombros.
-Me gustaría cenar contigo.
Jill alzó hacia él la mirada, y su sonrisa le valió a Eron para llenar su alma de una luz radiante.
Llegó al campo santo, donde Tora descansaba desde hacía ya tres años, cuando la noche cubría la tierra entera. Llegó sucio, con el sueño atrasado de muchos días de camino continuo. Llegó con los ojos brillantes de algo que muchos hubieran llamado locura, pero que no era más que impaciencia y anticipación de un milagro hermoso. Llegó corriendo y se arrodilló frente al pequeño túmulo bajo el cual Tora le llamaba; podía escucharla.
Excavó con las manos la tierra dura, que se fue ablandando a medida que profundizaba, y una lechuza habló cuando sus dedos doloridos rozaron la madera que ocultaba el cuerpo de su esposa. Retiró con prisas los restos de tierra y tuvo ante sí la tapadera del ataúd.
-Tora –susurró, y con más lentitud y delicadeza de la que había usado al excavar, retiró los clavos que inmovilizaban la tapadera. Apartó esta y ante él encontró a Tora. Las lágrimas inundaron súbitamente su rostro.
Tres años habían hecho de su preciosa Tora un amasijo de huesos casi pulverizados, cubiertos de una blanca y frágil melena que, lo sabía, se desintegraría solo con intentar tocarla. Cerró los ojos e intentó traer a la memoria a la verdadera Tora, aquella que por última vez había visto en sueños, pidiéndole que la trajera de vuelta.
-Aquí estoy, Tora –susurró. La lechuza volvió a hablar-. Aquí estoy, y pronto tú también estarás. Muy pronto.
Se desató la bolsa de piel del cinturón y la abrió. En su interior, aún latía el corazón del dragón azul. Lo sacó y lo sostuvo en las palmas de las manos como lo había hecho al sacarlo de su legítimo dueño. Alargó los brazos y sostuvo el corazón sobre los restos de Tora.
-Vuelve, alma mía, vuelve.
Y convirtió las manos en un gran puño, en cuyo interior el corazón dio un último latido, y su calidez se derramó por sus manos y sus brazos, y le llegó al centro de su pecho cuando estalló flojamente en el interior de ese puño, y su sangre comenzó a manar a través de sus dedos, cayendo sobre los huesos frágiles en el fondo de la caja.
Eron, con los ojos aún cerrados, movía los labios alrededor de una oración que apenas tenía alguna otra palabra que no fuera por favor, y el nombre de su esposa. Apretó el puño de sus manos unidas hasta que el corazón todo se hubo convertido en sangre de vida, derramada sobre Tora. Entonces fue cuando empezaron los lloros, pero Eron no los escuchó, concentrado todo él en el acto de resurrección que esperaba ver completo al abrir los ojos. La lechuza habló por tercera vez, y voló desde la oscura rama del sauce desde donde observaba la escena, y planeando cayó sobre un espacio de tierra que no albergaba cuerpo alguno. Golpeó con el pico en el suelo, y los lloros bajo el ave se redoblaron. La lechuza miró hacia Eron, apenas a dos metros de ella, y fue esa la cuarta ocasión en que habló.
Eron no escuchaba a la lechuza, no escuchaba el llanto que bajo ella reclamaban su atención. La sangre del corazón de dragón azul había sido derramada por completo, e inmóvil no se decidía a abrir los ojos. En su corazón, tenía la absoluta seguridad que al hacerlo se encontraría con Tora viva ante él, pero tenía miedo, de pronto las dudas le asaltaron, y sabía que si abría los ojos y no veía más que huesos manchados de sangre, su propia sangre dejaría de circular por un corazón extinto. Lanzó un suspiro a la noche quieta y con un supremo esfuerzo abrió los ojos.
En el lugar donde antes habían yacido los huesos de Tora, yacían ahora los huesos teñidos de rojo de Tora. Eron sintió que todo él se convertía en hielo, y un vacío oscuro amenazó con apoderarse de su alma.
Fue entonces cuando la lechuza volvió a llamarle, y cuando a sus oídos llegaron al fin los lloros. Volvió el rostro cuajado de lágrimas, y la lechuza lo miró, y la lechuza después volvió a golpear el suelo con su pico. Los llantos venían de allí, de allí abajo, y pertenecían sin duda a un niño. Un niño enterrado vivo en el suelo de nadie del cementerio. Eron se acercó arrastrándose de rodillas, y la lechuza alzó el vuelo para perderse en las oscuridades del ramaje. Eron miró el sitio de donde ascendía el llanto sin que en su mente apareciera pensamiento discernible, tan sólo un zumbido continuo.
Comenzó a excavar, primero lentamente, y después con mayor rapidez, y en menos tiempo del que tardó en sacar a la luz de las estrellas el ataúd de Tora, sus dedos rozaron algo que no era en absoluto madera. Excavó alrededor de esa cosa, con los llantos infantiles ocupando el mundo entero, y cuando al fin logró sacarlo de su pequeña fosa se dio cuenta de que se trataba de un niño, un niño que lloraba, un niño en el interior de su placenta. Lo tomó en brazos. El niño se agitaba. Eron rasgó el tejido frágil de la placenta y sacó de su interior al pequeño. No se preguntó, ni entonces ni nunca, cómo había llegado ese niño al lugar del que le había sacado; ninguna voz de alarma surgió entonces en su mente, atragantándose por la imposibilidad de aquel hecho. Supo desde el principio porqué y cómo. Sonrió mientras seguía con el meñique de su mano izquierda las líneas del rostro alterado por el llanto del niño, y sonrió aún más, y lloró sin ser esta vez de tristeza, cuando se dio cuenta de que no era un niño.
-Tora –dijo, en apenas un murmullo.
La niña dejó de llorar súbitamente, y abrió los ojos grises, con sus pequeños rastros de azul, y le miró, y levantó la pequeña mano hacia él, y sonrió.