Toscana italiana,
segunda mitad del siglo XIX.
Un día, un viejo convento de monjas de San Carmelo amaneció con una espeluznante noticia: una de las religiosas había sido brutalmente asesinada y su cuerpo yacía sobre la húmeda tierra del huerto.
Inmediatamente el pánico se apoderó de las monjas, y la noche siguiente, creyendo que el autor de aquel horror había sido una bestia salvaje que se había colado fortuitamente en el lugar, cerraron todas las puertas y ventanas a cal y canto.
Pero a pesar del cuidado que habían tenido, al día siguiente aparecíeron no un cadáver, sino dos, uno en el huerto y otro junto al pozo, puntos que estaban bastante alejados el uno del otro.
La idea de dos bestias comenzó a surgir en la mente de las aterradas mujeres.
Ante esa terrible situación, la Madre Superiora decidió que pedirían ayuda a los habitantes del pueblo más cercano.
Se eligió a la que debía realizar esta tarea y poco después, hacia el mediodía, partió ésta en busca de auxilio. Mientras tanto, las demás se retiraron a la capilla para orar.
Cuando el disco solar empezaba a ocultarse detrás de las abruptas montañas y el cielo comenzaba a teñirse de escarlata y oro, regresó la monja que había ido al pueblo, acompañada de varios aldeanos, todos ellos varones, que llevaban antorchas, guadañas, tridentes para la paja y algún que otro arma de fuego.
Llegó la noche y con ella la tensión. Pensando que era mejor no quedarse parados en un sitio, empezaron a recorrer el convento. Estaban a un lado del edificio principal cuando de repente oyeron un grito desgarrador. Todos miraron hacia una estatua de la Virgen María que había pocos metros más allá.
Temerosos, se acercaron lentamente a la estatua. Había una losa enorme junto a ella, la entrada a la cripta de las monjas difuntas. Y parecía que el grito había venido de allí.
Tras mover la pesada losa, los aldeanos bajaron al interior de la cripta. Éste estaba en la penumbra, y un intenso olor a moho y humedad viciaba el aire. Afuera, las religiosas se agolpaban junto a la entrada deseosas de ver salir a los hombres con el cadáver de la temida bestia. De pronto, escucharon a uno de los hombres gritar aterrado, y después un disparo, y otro, y gritos de dolor y pánico.
Tras unos minutos desconcertantes, todo volvió a quedar en silencio. Las religiosas rezaron porque saliera al menos un hombre vivo y victorioso, pero no ocurrió nada de eso. Preocupadas, se asomaron al interior de la cripta y con vocecilla temblorosa preguntaron si alguien había sobrevivido. Unas heladoras carcajadas resonaron por las cavidades de la cámara, y a continuación cuatro ojos rojos como el fuego del Infierno se encendieron en medio de la oscuridad.
Muertas de miedo, las monjas echaron a correr en todas direcciones, sin saber muy bien si el rumbo escogido era el adecuado para salvar la vida o no. Entonces oyeron otra vez las mismas carcajadas. Se volvieron para mirar y vieron a dos hombres de mediana edad, vestidos como campesinos, con la tez extremadamente pálida y una mirada maléfica como la del mismísimo Satanás. Los hombres abrieron la boca y unos agudos colmillos de animal relucieron bajo la luz de la luna.
No había ninguna duda, eran Nosferatus.
Mientras alguna se desmayaba, las demás intentaron huir de los monstruos. Pero fue imposible.
Como si se tratara de un par de perros pastores que debían encerrar a las ovejas en el redil, los dos vampiros condujeron a las mujeres al interior del edificio principal. Una vez dentro, continuaron su diabólico juego de pilla pilla. Cuando corrían por un pasillo, algo le llamó la atención a uno de ellos. A la izquierda, pocos metros más adelante, había una puerta doble que se cerraba por fuera.
Después de hacer una señal a su compañero, las llevaron al otro lado de esas puertas. Las monjas, aterradas y desesperadas, habían abierto ellas solas la puerta de su jaula, el comedor del convento.
Entonces, los vampiros se marcharon. Fueron a dar un paseo alrededor del edificio para fijarse en cuántas ventanas tenía esa sala donde habían confinado a las religiosas, pues las iban a tapiar para que no pudieran escapar. Una vez hecho el trabajo, volvieron a la cripta para rememorar lo bien que lo habían pasado con las monjitas.
A partir de la noche siguiente, y sistemáticamente, las religiosas fueron siendo devoradas hasta que ya no quedó ninguna.
Entonces los monstruos abandonaron el lugar, sin una dirección clara, pero con el firme propósito de aniquilar a todo aquél que se cruzara en su camino, como la Marabunta.
FINAL