Imagínense ustedes un autobús con capacidad para 22 pasajeros, con dos mil pasajeros confortablemente sentados. Ese era mi autobús, es decir, el autobús que como miembro de la Asociación de Chóferes llamada ASOCHOFA, me tocó conducir la noche en que los Tigres del Licey ganaron la Serie del Caribe.
Normalmente, los conductores de guaguas, y yo no soy la excepción, aguardamos que el autobús llene en el andén de partida el 75 por ciento de sus asientos para jugar con el otro 25 por ciento, dejando y tomando pasajeros en el trayecto. Esa noche salí con el 50 por ciento, ya que el juego había terminado y de antemano sabía que iba a encontrar bastante pasajeros en la ruta.
Intuía que iba a encontrar muchos pasajeros, pero no tantos, no había completado el recorrido un kilómetro y ya el autobús estaba lleno. Un kilómetro mas adelante alcancé a ver una multitud como de quinientas personas, todas vestidas de blanco, con pequeños sombreros verdes, me hicieron señas de parada, y así lo hice, para montar uno o quizás dos, pero en un parpadeo, se habían subido todos. Por un lado me alegré por las utilidades económicas que esta multitud representaba, y por otro lado me extrañé de que el autobús lo hubiese acogido sin dificultad, no bien reflexionaba cuando alcancé a ver de nuevo a otra muchedumbre del mismo tamaño, esta vez, lo juro, no pisé el freno, pero el autobús se detuvo y entraron todos.
Entonces ya no tenia dudas, algo innatural estaba pasando. Fue cuando hablé por primera vez con uno de ellos, la muchacha de ojos verdes brillantes que se había montado en la parada antes de salir. -Señorita, usted, que desde su ángulo puede distinguir mejor que yo, explíqueme como caben todas estas gentes en este pequeño minibús. -Sólo tienes que conducir manolo, conducir y nada mas-, me contestó con una voz definitivamente varonil, utilizando uno de mis motes de infancia que exclusivamente conocían mis padres fallecidos, y algunos de mis hermanos.
Entré en pánico, porque al contemplarla con detenimiento descubrí que no tenia los ojos verdes como creí haberla visualizado cuando subió en la parada, tenia como dos esmeraldas sin pulir incrustadas en las cuencas donde van los ojos. Espantado pisé el freno, no respondió, traté de lanzarme por la ventana sólo para darme cuenta que estaba pegado al asiento cuando oí otra voz, suave y definitivamente femenina que me susurró al oído: --No os preocupéis Manolo, recibiréis vuestra recompensa por el favor que estáis haciendo.
Confieso que esta expresión llena de dulzura y mansedumbre me tranquilizó un poco, pero cuando recordaba que ese minibús de 22 pasajeros, llevaba más de mil, se apoderaba de nuevo el miedo, para escuchar de nuevo aquella voz que me susurraba las mismas palabras alentadoras al oído, como si leyera mis pensamientos, mis emociones, mientras la muchacha sin ojos, sonreía,
Una delirio momentáneo agitó todo mi cuerpo, de repente vi las luces, los letreros lumínicos, las fritangas, los vendedores ambulantes, las demás guaguas que estaban en la plataforma de espera en la parada, lo que significaba que yo aún no había salido, que la guagua no había adelantado ni un centímetro en la estación, pero era sólo eso, una ilusión fugaz, unas ganas ilusas de torcer la realidad, ya que repentinamente el minibús, fuera de mi control y de todo control giró a un rumbo desconocido por mi. Un camino montañoso completamente limpio, sin hoyos, sin polvareda, que terminaba en la confluencia de dos ríos que también desconocía. Allá, en lo alto, debajo de un ciprés gigantesco, empezaron a desmontarse y en fila india se introdujeron todos en el charco enorme que provocaba la unión de ambos ríos, hasta desaparecer completamente. Pero en la guagua quedaba uno, o una, no podría distinguir, porque tenía el cuerpo enjuto de un anciano, y la voz arrulladoramente femenina de una joven de 16 a 18 años, la misma voz que me tranquilizaba en el trayecto: --Lo hicisteis bien Manolo, el cielo, tarde o temprano os recompensará por lo que habéis hecho esta noche, y prosiguió: --Sos mayor que nosotros, sos el conductor, nosotros los pasajeros, y se desmontó, siguió el mismo trayecto de los demás hasta disolverse con su sombrerito verde en aquel charco que la luna llena alumbraba como si fuera las 12:00 del mediodía.
Me quedé estupefacto, y tan asustado que decidí pernoctar allí antes que tomar de nuevo la carretera. Los cánticos de las aves de la sierra me despertaron en la mañana, pudiendo ver el imponente ciprés, pero ningún rastro de los ríos, y aquel camino tan limpio que parecía casi transparente, era una carretera vieja llena de hoyos, badenes y basuras de todo género.
No le conté este incidente a nadie, temía que se burlaran de mi, o me consideraran chiflado, sin embargo, dejé de trabajar de noche, me aterrorizaba la idea de que una situación tan inexplicable volviera a repetirse, pero sentía la necesidad de hablar y una noche lo hice, se lo dije a mi mujer, Ivelisse y a mi hija mayor, Sherylinn, quienes no se sorprendieron, por el contrario, intercambiaron una mirada de aprobación y mi hija trató de consolarme con estas palabras: -Lo hiciste bien Papi, tarde que temprano el cielo te recompensará por esta buena acción. Esa noche, papi, tú fuistes el conductor, ellos los pasajeros.
Las palabras de mi hija retumbaron como un millón de ecos en mi mente. En ese estado de confusión severa corrí a la oficina de mi Jefe, quien había amenazado con despedirme si no restablecía mi trabajo nocturno. Me anuncié, me senté en una banqueta de espera y empecé a ojear algunas de las revistas y periódicos que estaban allí, fue cuando examiné el listado completo de todas las asociaciones de Conductores del país: Asociación de Conductores del Norte (ASOCHONOR), del Sur (ASOCHOSUR), del Este ASOCHOES). No seguí, leyendo, las conocía todas, busqué urgentemente la de nosotros, a la que yo pertenecía, y no estaba, nunca había estado, me llevé la mano a la cabeza, me persigné, recordé que ni yo, ni ninguno de mis compañeros nos preguntamos alguna vez el significado de las siglas de nuestra organización: (ASOCHOFA).
Aterrorizado, salí corriendo sin rumbo fijo, desorientado, oyendo la voz de mi Jefe como si fuera un eco que gritaba: --No te preocupes Manolo……….
JOAN CASTILLO.
17-03-2004