I.
Debería callar y hacerlo. O no hacerlo. Siempre peco de hablar demasiado, de dejar correr mi lengua sobre oídos ajenos recreando un futuro que no acontece. Estoy harto de todo; bien, no es tan raro. Estoy harto del trabajo, de mi mujer, de mi suegra, del autobús 46, de los mismos vecinos, los mismos muslos, las mismas conversaciones nimias, el mismo sabor en los labios a saliva reseca. Es eso: todo anda reseco en mi vida. Al fin, señores, quien no tiene este problema, que de tan compartido y usual parece una simple mota de polvo sobre lo cotidiano.
Llevo repitiendo desde hace veinte años a quien me quiera oír que me voy a divorciar de mi mujer. Llevo el mismo número de años, gritando a los siete vientos que me voy a divorciar de mi suegra. Me siento en camino hacia un trabajo nuevo desde hace lustros. Me imagino compartiendo piso otra vez con unos amigos solteros, en otro barrio, cogiendo otro autobús –el que sea, pero, por el amor de Dios, otro- y viendo diferentes vecinos en el ascensor –unos vecinos que no se apasionen súbitamente por la climatología en cuanto aprieten el botón de su piso-.
Necesito un giro, un cambio, una novedad. Lo peor es que la lengua me pierde: de tanto proclamar mis tedios, ya no soy una pobre víctima de la rutina, un superman en lucha contra la sociedad para lograr ser feliz; no, soy un monigote mal disfrazado de mártir, una plañidera con los calzoncillos por fuera.
Necesito silenciar mis quejas y actuar. Callar y decidir. El café parece que me da fuerzas, la cafeína se me cuela en las venas y me llega brutalmente al cerebro: no tengo por que aguantar durante más tiempo esta situación. Debo ser la persona que no he sido nunca, sacar algo de valentía, de arrojo, de poder. Desde su bata blanca y su pelo despeinado, mi mujer me mira interrogante. Sabe que ha habido, de repente, un cambio en mi interior, pero no puede ni siquiera intuir el ciclón que se le viene encima.
-Cariño, ¿por qué me miras así con la boca abierta? ¿Te has quedao’ tonto?- me dice con todo el amor posible.
-No, no, no –tartamudeo por el exceso de café y la falta de azúcar, interrumpido mientras abría la boca para soltar mi discurso- no, no; mi vida. –claro, en ese momento, no le podía echar la caballería de palabras mortales y certeras resguardadas durante años sólo para ella.
Decido correr a la habitación para cambiarme y ensayar delante del espejo del armario: bien vestido es más fácil tomar una posición superior, creerse superior. Intento concentrarme de nuevo en la cafeína y en el mensaje de salvación, de esperanza, de nueva vida. Tan bien lo hago que empiezo a hablar en voz alta sin darme cuenta, como un actor repitiéndose unas palabras de aliento y confianza antes de salir al escenario; tan bien me concentro en la esperanza que, al ir a ensayar mi discurso delante de mi reflejo, no me veo a mi mismo enfundado en un traje gris, sino a una playa infinita de clara y suave arena donde las olas se acercan sigilosas vestidas de azul celeste y verde, para alejarse al instante vergonzosas de espuma y de haber manchado ese prodigio de tierra perlada. El mar se recrea en su juego y llena la orilla de su rumor plácido. Todo parece tomado por la calma: el sol cuelga del cielo sin ninguna nube descarada que quiera ser telón y sacarlo de la escena, no hay ninguna huella en la arena, la soledad plácida barniza el paisaje.
Todo es tan perfecto, que sé que si acerco los dedos no voy a sentir más que el sol calentándome, sin ninguna frialdad de espejo que me muestre que todo ha sido un espejismo. Todo es tan perfecto que mis yemas ya andan jugando con el aire y mis falanges se van introduciendo. Todo es tan perfecto, que oigo la voz de mi mujer.
-Cariño, ¿qué andas murmurando que no te oigo?
-Mi vida... tenemos que cambiar el espejo –todo es tan perfecto, que mis yemas ya no sienten el aire y mis falanges se van introduciendo en su pelo despeinado.
Voy a hacer un comentario positivo sobre el cuento. Me ha gustado mucho que retrataras la realidad de muchas personas, que representaras los sentimientos de mucha gente que se siente prisionera de la cotidianeidad y que muy pocas veces salen de ella. Resulta cómico observar que en numerosas ocasiones los proyectos por cambiar nuestra vida se quedan en eso, en proyectos, por miedo a perder lo poco que tengamos o sencillamente porque tememos a lo que nos podamos encontrar fuera de esa prision, que presuntamente nos protege de la incertidumbre de la vida, que resulta ser la ya mencionada cotidianeidad. Me ha gustado tu cuento, como todos los que haces. Creo que aunque te lo propusieras no podrias hacer un cuento malo (que pelota que soy..:P). Petons!