Solía decirle que la amaba, fue un hábito que se fue perdiendo en las nubes del tiempo, en el estrés de las vivencias cotidianas, hábito que terminó ahogándose en las turbulentas aguas que pasaron raudas bajo el indestructible puente de nuestro matrimonio. Anabela ha vivido mucho más de lo que debería, porque a los pocos años de casados, en un rutinario examen medico le fue descubierta una penosa enfermedad que supuestamente le conduciría indeteniblemente al óbito, su propio sistema inmunitario la estaba atacando, de una manera tan cruel que los médicos coincidieron en que no viviría más de 4 años, pero ella no se doblegó, solía decir que mi espíritu luchador sería su inspiración y su fuerza, y que rogaría a Dios todo los días que le quedaban por un poco más de tiempo, tan solo para estar a mi lado. Y lo logró, ha logrado vivir 25 gloriosos años de lucha, de entrega a su esposo, a sus hijos y a su Dios, hasta hoy en día no se ha dado por vencida, no ha dejado de luchar; por mi parte yo me acostumbré a su esfuerzo cotidiano por mantenerse viva, a su aparente estado saludable, a su hermoso color caoba claro, a su sonrisa sempiterna, me acostumbré tanto a Anabela que llegué a creerla inmortal.
Hace poco más de siete meses me fui a trabajar al Canadá, lejos de mi amada Ciudad Guayana, lejos del rumor violento del Caroní y de la aparente calma del Orinoco, y dejé a Anabela luchando con unos hermosos niños y con un trabajo de maestra mal pagado, con un apartamento lleno de recuerdos y con una promesa sincera de volver, trabajé 6 largos meses en los cuales me acostumbré a 3 llamadas semanales, a hablar con los niños y a decirle a Anabela antes de cortar que se cuidara, que pronto terminaría mi contrato y que volvería para mejorar nuestro hogar, para comprar muebles, para un millón de cosas más, pero en el tiempo de mi ausencia nunca le dije que la amaba, envuelto en el duro trajinar de un contrato que me urgía terminar no pude darme cuenta que su voz se apagaba, que a veces mientras hablábamos lloraba en silencio, callando a los niños para que no me dijeran nada, Anabela se iba mientras yo pensaba en cortinas nuevas y en cambiar el viejo chevy con el cual tantos momentos felices logramos acumular.
Mister Randorf, mi jefe directo me llamó una fría mañana al pequeño trailer que nos servía de oficina y me extendió un grueso sobre diciéndome:
– Ed, It´s time for you to go back to Venezuela, in this envelope you will find your check, letters from all our costumers rendering congratulations for your good service here, and our approval for you to open a office in Pto. Ordaz and become in our representative there, also you will find your plane´s ticket and a small present for your children, have a good luck.
Fría despedida, como inesperada, y me vi de pronto en un avión, sin avisar de mi retorno.
Cuando abrí la puerta de mi departamento encontré a los niños bien vestidos y sentados en el gran sofá que estaba frente a nuestro televisor, una extraña les vigilaba diligente en un ambiente extrañamente silencioso, al verme corrieron hacia mi y al ver sus caras comprendí de golpe que allí algo atentaba contra mis sueños trayéndome a la realidad, corrí hacia nuestra habitación y tropezando con un extraño de larga bata blanca llegué al borde de la cama donde mi esposa llena de cables y mangueras me miraba con un extraño brillo en la mirada, abrió su boca y en un leve susurro me dijo: - Hola mi amor, dime algo.
- Te amo – fue todo lo que pude decir, y la vi volver su cabeza con suavidad, una gruesa lagrima escapó rodando por su mejilla, invitándome a mi a llorar también, y me brindó un largo suspiro antes de disponerse a descansar, a partir de ese momento su estado comenzó a mejorar, el medico de cabecera estaba sorprendido y llegó a confiarme que el creía que mi esposa solo esperaba oírme decir que la amaba para reanimarse y continuar su lucha, frase que yo arrastrado por los vaivenes de la cotidianidad había dejado de pronunciar.
Hoy hace un mes que Anabela se recupera de aquella recaída, y aunque resulte difícil de entender, se que recobró su fuerza vital solo con oír aquella frase perdida
LA FRASE PERDIDA (EDDY GARCÍA) Hermosamente expresado,algo que en lo cotidiano,me preocupo de transmitir a mis alumnos:el inmenso valor de la palabra,el elegir la palabra justa,esa que expresa lo que realmente se siente y ser concientes de que con una palabra se puede herir más que con un golpe o puede sanar,más que la mejor medicina... Vaya este mensaje para todos los que circulamos por aquí y nos gratificamos con tan mágicas combinaciones de infinitas palabras... Pau 2