Tato era un conejo muy tragón, por eso le llamaban “Conejito Comilón”. El conejo Tato se había puesto gordo de tanto comer, y casi no se podía mover.
Sus amigos le decían:
-Muévete, conejo Tato. ¿O es que sólo te levantas para coger un plato?
-Hay que ver, este Conejito Comilón, que más que un conejo parece un balón.
Al conejo Tato no le gustaban estas bromas, pero a él le encantaba comer a todas horas.
-¿Qué puedo hacer? - lloraba el conejo Tato-, si yo comiendo me paso el rato.
Al oír sus llantos apareció un hada, y le dijo al conejo, con voz aterciopelada:
-No llores, conejo Tato, que tengo yo un aparato con el que te puedo ayudar. Si quieres, podrás adelgazar.
-Pero yo quiero comer, hada bonita. ¿No podrías hacer un truco con tu varita?
Parece que Tato no tenía ganas de dejar de comer. Algo se le ocurrirá al hada, vamos a ver.
-Puedes seguir comiendo lo que quieras, comilón. Haz una prueba, no te hagas el remolón.
Pero Tato está cansado y hambriento, y le pide al hada que espere un momento.
-No te preocupes, conejo Tato, yo espero aquí un rato. Aunque deberías probar este invento, verás que es un gran descubrimiento.
El conejito Tato pensó que podría probarlo, a ver si la máquina esa conseguía algo.
-Vale, amiga hada, acepto tu aparato, pero antes debemos hacer un trato.
-Lo sé, amigo glotón, antes quieres comer un melocotón. Comerás todos los que quieras, y también manzanas, sandías y peras.
Tato se comió la fruta que el hada le dio, y estaba tan buena que enseguida se animó.
-Cumpliré con mi palabra y probaré tu aparato, a ver si adelgazo como cuello de pato.
-Habrá que ir a por él, pues no la he traído. Vivo al fondo del bosque, ¿te importaría hacerme un favorcillo?. Vete a buscarlo, majete, y así mueves el culete.
El conejo Tato se fue muy contento.
-Enseguida vuelvo, tardo un momento.
Pero cuando llegó no encontró nada.
-¡Qué raro! Esta hadita está muy despistada.
El conejo volvió donde estaba su amiga.
-No encontré lo que buscaba, y me duele la barriga.
La caminata le había abierto el apetito, y el hada le regaló un platanito.
-Perdona, lo olvidé, se lo dejé a los magos ayer. Si te das prisa llegarás a tiempo.
Y Tato corrió, veloz como el viento. Pero los magos nos estaban, y el aparato tampoco. Y el conejo volvió corriendo como un loco.
-No había nadie, y estoy agotado, dame algo de beber y un poco de helado.
-Toma y come, tendrás que irte de nuevo.
-Yo de aquí ya no me muevo.
-Sólo una vez más, ahora seguro que lo encontrarás. Busca al fondo del todo, lo habrán ocultado de algún modo.
Y Tato volvió, y todo todo todo removió. Pero del trasto, ni rastro.
-¿No me estarás engañando?- preguntó Tato refunfuñando.
-Pues parece que los has encontrado. ¡Al menos yo ya te veo más delgado!
-Pero, ¡que no he encontrado nada! Hay que ver, qué muchacha tan chalada! Aunque, ahora que me estoy viendo, estoy estupendo.
-Claro, porque has encontrado lo que buscabas. Aunque no te lo creas, ya lo llevabas.
-¿Dónde?- preguntó el conejito, un poco cansado de tanto jueguecito.
-¡Son tus pies! ¿No te has dado cuenta? Y cuanto más los usas su eficacia aumenta.
-¡Wow, qué pasada! Gracias, amiga hada.
Usando sus pies para caminar el conejito, Tato consiguió adelgazar. Y ahora come, corre y no deja de reír. El conejo Tato es muy feliz.