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El reencuentro

~~Para Isabel, gritarle a Juan, que sentía orgullo de trabajar como prostituta, no significó nada. Letra a letra se lo restregó en la cara, haciendo que sus labios, rojos como cerezas, se contrajeran y expulsaran toda esa mala onda acumulada por años.
 Dos días antes de que estallara ese diálogo, íntimo y sin sentido, provocado por un encuentro casual, Juan, guiaba su automóvil pensando en la inmortalidad del cangrejo, y ella, aguardaba por clientes; fingiendo que esperaba locomoción en un paradero de taxis. La vio de improviso, mientras maldecía tras el volante, al llegar a Suecia con Providencia. De inmediato, ensartó su mirada inequívoca sobre la silueta de Isabel, que lucía melena negra hasta los hombros, cuerpo más delgado y anteojos de ejecutiva: tres aspectos claves que había cambiado de su imagen postrera para mostrar agresividad; conforme a las exigencias de su nuevo oficio. Movido por un impulso irresistible que lo hizo reaccionar como electrocutado, Juan, giró a la derecha y volvió a introducirse a la misma arteria. Apegándose a la cuneta, se detuvo ante la muchacha de vaqueros apretados, chaqueta blanca y botas marrones que había reconocido de lejos. Tomando las precauciones de rigor, Isabel, husmeó vagamente hacía el interior del coche; encontrando, como era esperable y normal, la figura de un hombre maduro que, semioculto en el cuello alto de su chaqueta, le indicaba, con el movimiento oscilante de su mano, que abordara rápido. Apenas se dejaron oír los bocinazos a retaguardia, Isabel, con un abrir y cerrar de puertas, se apoltronó al lado de su primer cliente del día. Siguiendo las memorizadas líneas de su libreto, comunicó, con buena dicción y voz suave, su tarifa para cerrar el trato; que de no convertirse en acuerdo recíproco, bastaba con que la dejaran en la próxima esquina.
 Una hora con apartamento incluido te cuesta treinta mil, ¿lo tomas o lo dejas? preguntó. ¡Lo tomo! enfatizó Juan, oliendo enseguida su perfume afrodisíaco.
 Cuando aquel timbre familiar invadió, como un chiflón de nostalgias amargas, sus oídos, Isabel se paralizó. Creyó que una equivocación garrafal estaba cruzando por su cerebro. Que ese empecinamiento, por borrar el recuerdo del tipo que la había sumergido en lo mejor y lo peor de su existencia, la seguía torturando. Volviendo el rostro lentamente hacía su izquierda, se encontró con el de Juan, perfilado con una sonrisa. ¡Sorpresa! exclamó, despejando su cara. ¡Qué horror! ¿Cómo diste conmigo? dijo Isabel estupefacta. ¿De cuando trabajas en esto? respondió Juan con una pregunta. ¿En qué? dijo Isabel. Prostituyéndote, refrendó Juan. Bueno…creo ha sido un gusto volver a verte, pero como tengo un compromiso, te rogaría que te detuvieras para bajarme. Disculpa Isabel, es que aún no me convenzo….no sabes la ilusión que me dio al reconocerte. Hagamos una cosa, permíteme invitarte un café o una copa, y luego te marchas. No sé Juan. Pagaré tu tiempo si lo deseas.
 Saliéndose de la inercia de sus ritmos atormentados, buscaron refugio en uno de los tantos rincones de la urbe tras la lentitud de un aromatizado express. Separados por la cubierta de la mesa, sintieron otra vez sus respiraciones, sus latidos, los ecos reverberantes de un pasado que se negaba a morir.
 Estás cambiada….para mejor, enfatizó nerviosamente Juan. Tú un poco más viejo. ¿Un cigarro? Dejé de fumar. Yo no he podido. ¿Qué haces? Trabajo en una fábrica de comida chatarra…. nos han asaltado tres veces. Bueno, así están las cosas en la capital. ¿Me olvidaste? No quiero hablar de eso.
 Se auscultaron a fondo con sonrisas sin ton ni son, con miradas indecisas, cada signo proveniente de sus emociones terminaba en un código. Isabel humedeció sus labios con la punta de su lengua.
 <> dedujo Juan, pasándose mil veces la mano por su barbilla.
 << Me quiere proponer que vayamos a la cama>> pensó para sus adentros Isabel, sabiendo lo que ese ademán reiterativo significaba.
 Sin manera de alargar esa charla insulsa, cruzada por la temeridad de tanta incontinencia lasciva, arrimaron sus bocas opuestas como dos imanes poderosos y se besaron. Pagaron a toda prisa, y cruzaron al apartamento donde Isabel atendía a su clientela “VIP”.
Arrancándose mutuamente las ropas, cayeron sobre la cama en una lucha titánica de gladiadores desnudos. Juan montado sobre Isabel, le besaba los senos y los labios mientras galopaban. Ella, se llenó de gemidos, de balanceos, de caricias firmes, de delirios ardientes. Cuando trasuntaron las barreras del gozo carnal, rieron satisfechos.
 No hemos cambiado nada, reiteró Juan, en un arresto de euforia.
 Creo que es al revés, señaló Isabel, contradiciéndolo. ¿En qué? En todo. ¿Entonces no me amas? No Juan, tengo una vida. ¿Cómo puta? Lo que sea….ahora nadie me hace llorar ni me manda. ¿No me quieres? Ya no Juan. Los que pagan mis cuentas son mis dueños....ya sabes, debo pensar en el futuro. Por favor no echemos a perder el momento. Tú lo has dicho, es un momento. Tienes un hogar Juan. Recuerda lo que me decías: dos veces un mismo error es patético.
 Perdóname, fui un tonto. Vuelve conmigo. Ya no tienes nada que me interese. Necesito verte de nuevo Isabel. Está bien….pero me pagas.
 En medio de su propia confusión, Juan, una hora más tarde, la observó desaparecer entre los transeúntes. Antes de alejarse, Isabel, hizo dos giros sobre la marcha y le sonrió, con esa misma rosa angelical que se le dibujaba en los pómulos cada vez que la mimaba. Se sintió esperanzado, como si aquel aire pasajero ventilara sus equivocaciones, desenyugándolo de la desesperación y los recuerdos.
 Al día siguiente, las hormigas que le caminaban por el cuerpo y el cerebelo lo habían desbastado, cualquier cosa que trataba de emprender aquella mañana, terminaba en los ojos de Isabel, en su culo hemisférico, en su lengua áspera, en sus palabras desdeñosas. Cuando llegó de su almuerzo, solicitó un anticipo que según el argumento elegido para elaborar la mentira, lo necesitaba para comprar una receta médica, y salió al trote de la fábrica. Al rato, entró al edificio donde había estado con Isabel y se dispuso a llamar a su puerta. El conserje lo detuvo en seco.
 ¿A qué departamento se dirige? Voy donde la señorita del 43. ¿Es amigo? Ayer quedamos….de. Entiendo, espérela afuera….debe estar por salir.
 El conserje, como eslabón fundamental de la cadena que protegía el comercio de Isabel, apenas Juan se retiró, le informó que una presencia sospechosa rondaba por las inmediaciones. El tipo se veía alterado. Traía cara de loco, señaló con desprecio. ¿Si quieres, llamo a mi amigo el policía? No hace falta, me desocupo de éste cliente y bajo a calmarlo.
 Juan, atento como vigía de faro con mares tormentosos, no despegaba la vista del ventanal del café, donde se había acantonado, ni para pestañar. Sorbía la infusión oscura en silencio, respirando como maquinaria en ralentí. Casi oscurecía, cuando la divisó salir hablando por su móvil. Se levantó como un resorte, y la siguió hasta alcanzarla. Se detuvieron, cruzaron viejas palabras. Isabel no cedió ni un centímetro. Juan, se vio en la obligación de extenderle tres de los cuatro billetes que llevaba en su cartera.
 Te lo dije. ¿Quieres estar conmigo?, págame. Te pagué para conversar. Yo cuando trabajo no converso, me desnudo Juan. Lo entiendo, has una excepción. No hay excepciones, el tiempo corre para todos igual. Tienes una hora.
 El dormitorio de Isabel relucía impecable y olía a incienso, sin un sólo vestigio del episodio comercial anterior. Echándose los dedos a su espalda, se desabrochó el sostén ribeteado de vuelos negros, y dejó a la vista de Juan sus senos portentosos: dos lunas llenas terminadas en un volcán bordeado de magma oscuro. Después se recostó en calzones para que su cliente la desnudara y, que por circunstancias de la vida, lo debía ejecutar Juan; un fantasma sobreviviente de una guerra terrible, que lucía viejo y apagado frente a toda su juventud. El mismo Juan Esteban, que la invitaba a cenar y le regalaba rosas en cada cumpleaños; ese marido postizo y sin papeles que le había enseñado que la palabra amantes, significaba amar con el alma; el celoso como pistola, el de corazón bueno como los gigantes de cuentos.
 En esos años, Juan Esteban, le había prometido un casamiento con todas las de la ley, una casita modesta y un viaje en avión a las Bahamas.
 <> se repitió así misma.
 Juan, disfrutó su hora como el último cigarro antes de enfrentar al verdugo. Isabel, convertida en una profesional, se esforzó como nunca para que su cliente circunstancial acabara satisfecho. Después se recostó sobre sus hombros, y le pidió que se marchara.
 En la ducha hay champú y jabón. No olvides de cerrar la puerta al salir. Quería decirte…No Juan, ya es tarde, no digas nada. ¿Pero por qué puta? Me gusta ser puta. Soy feliz siendo p-u-t-a Juan. ¿Acaso no estoy mejor que antes? se jactó con un gesto de suficiencia.

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