Si las muertes ya no me impactan menos lo hace el cielo repleto de matices grisáceos que cubrió toda la tarde a la capital. El ambiente estaba en sí extraño. Además me parecía que toda la gente conspiro e hizo que mi día se transformara en una película blanco y negro, muda y completamente desconocida, tal vez de algún cineasta con obsesiones psicópatas por el cine olor a naftalina, producidas por uno de sus profesores adicto a las enciclopedias polvorientas de historia universal tomo I.
Mi caminata por la ahumada se esta transformando en un rito de culto. Tanto así que la señora que me vende el café del día ya me saluda con tono amistoso.
Además fui parte de una discusión que entablaron los comerciantes que se han tomado las calles céntricas de Santiago, aunque aún mi estadía en la capital no le hace la competencia a las películas de Almodovar la atmósfera lúgubre que la rodea me atrae, puede que sea solo el smog sucio, pero eso lo estoy descubriendo.
Falta un cuarto para las ocho, y el frío de la noche se esta comenzando a sentir.
Doy vuelta la llave, prendo la luz y veo representado en todo el departamento un cuadro surrealista. Si no me equivoco hace dos semanas que no me digno a limpiar como se debe, ¿será mi rechazo a toda similitud con una empleada tipo novela venezolana? Independiente de cuál sea el motivo tengo, ya como necesidad básica, ordenar y desinfectar este vertedero marginal.
Me tiro en el sillón negro que me regaló una tía desconocida y exiliada, es cómodo. En mi mano derecha tengo mi taza preferida, una cuchara de café y tres de azúcar, agua caliente, revuelvo. Pongo a Nirvana, el Cd comienza a correr hacia la pista uno. El olor a cafeína evoca en mi otoños e inviernos eternos, la lluvia y el frío incesante de caminatas que prefiero no recordar se agolpan en el gran cristal que tengo al frente. Desde este sofá puedo ver gran parte de calles con nombres que no intento aprender, casas con luces que se van a apagando una tras otra, porque sin darme cuenta the people machines se estás preparando para seguir el cotidiano ciclo de la vida.
Acabo de prender un incienso y aspiro ese humo picante, es de limón, rápidamente la habitación comienza a llenarse del humo, gris, espeso, tibio y domable. Las cenizas caen y queman la alfombra como añorando por mas tiempo, como si su vida se esfumara en cada milímetro por donde avanza el acecho intrigante del fuego. Comienzo a sentir el calor incesante de una llama en mi mano, me envuelve y respiro. Soplo fuerte y una nube amenaza por mi espalda pero una vez mas las luces de la calle me hacen olvidarla. Poco a poco fui sintiendo el calor en la habitación, las brazas saltaban en mis pies y de mi cabello destellaba cientos de reflejos rojizos. El ventanal contemplaba el consumo de la habitación como un testigo mudo con grandes ojos cristalinos, transparentes.
Las llamas crecían con irregularidad por las paredes, donde el rostro de un hombre azotado por una llama se vio mas pequeño y anciano de lo que fue días antes.
El fuego derritió mi silueta. El ventanal ya no podía ver por una trizadura de esquina a esquina que lo dividía en dos, pero el Cd ya iba en la pista 12 y de la habitación solo quedaban cenizas.
Otoño, 2004