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En la antigua Frigia vivía un hombre de poca fortuna llamado Gordios. Este hombre apenas podía atender a su propio sustento con el producto de unas tierras que cultivaba penosamente. Tenía también un carro y dos bueyes. Uno de estos animales le servía de tiro para el carro; con el otro labraba su pequeña parcela. Por la mañana salía de su pobre casa montado en el carro; trabajaba en el campo durante todo el día y regresaba cansado y murmurando de la fortuna, que tan poco le favorecía.
Una de estas mañanas, cuando iba por el camino hacia el campo, vio volar en lo alto del cielo un águila.
Gordios quedó mirando a la altanera ave y vio cómo descendía en amplios círculos. El águila iba bajando, bajando, y venía en dirección del desgraciado hombre. Éste, primero con sorpresa y después con miedo, vio, por fin, que el ave se le echaba encima; se tapó la cara con el brazo, en un instintivo movimiento de defensa. Pero no le sucedió nada. El águila se posó sobre el yugo del carro y quedo allí hasta que el tiro fue desuncido.
Gordios quedó lleno de sorpresa y de curiosidad. Aquella misma tarde regresó antes a casa. La dejó cerrada y tomó el camino de Telmisia, a consultar a los adivinos de esta ciudad, ya que sus habitantes sabían, en efecto, explicar los prodigios y tenían naturalmente, así como sus mujeres y sus hijos, el don de profecía. Cuando se aproximaba a Telmisia, Gordios encontró junto a un pozo una joven, y a ella le contó lo que le había sucedido con el águila: «Sé que en vuestra raza todos sois adivinos y sabéis interpretar los prodigios. Te pido que me digas qué he de hacer».
La muchacha, después de pensar un momento, le contestó: «Sé que eso es un gran prodigio. Debes ofrendar un sacrificio a Zeus en cuanto vuelvas a casa».
Gordios dio las gracias a la joven; pero añadió que no sabría satisfacer al dios, ya que era un hombre rudo y pobre. «No sé cómo se ha de ofrecer el sacrificio para que sea grato a Zeus. Si vinieras conmigo a enseñarme, te lo agradecería también mucho». La doncella aceptó. Fue con Gordios a su casa, hicieron el sacrificio, y después, como se agradasen mutuamente, se desposaron. Tuvieron un hijo llamado Midas, el cual creció en fuerza y gallardía, hasta hacerse un joven hermoso y valiente.
En esa época, es decir, cuando Midas hubo llegado a la pubertad estallaron en Frigia grandes disturbios civiles: bandos de ciudadanos luchaban unos contra otros. Algunos de los frigios, que estaban aterrorizados por el estado de cosas a que habían llegado, fueron a un oráculo a consultar la forma de que cesase la inquietud y de obtener la paz. El oráculo anunció que, según el dios, un carro les llevaría un rey que haría cesar la revuelta. Y esperaron con impaciencia a que se cumpliese la predicción del oráculo.
En aquel momento Midas llegaba montado en un carro con su padre y su madre. Los frigios vieron que la predicción del oráculo se cumplía, y proclamaron rey a Midas, el cual hizo cesar la sedición.
Midas hizo consagrar a Zeus, en acción de gracias, el carro sobre el cual había llegado. Nadie pudo deshacer el nudo —al que no se veía principio ni fin —que unía el yugo al carro. Y se dijo desde entonces que el que soltara el nudo —llamado «gordiano»— poseería el dominio de Asia. La leyenda se cumplió en el gran emperador Alejandro, que cortó el nudo con su espada.
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