Algo así como un bufido de toro me dijo el dueño de la imprenta cuando me entregó el presupuesto de mi libro que estaba por editar. Era mi primera novela. Leí el presupuesto y me asusté pensando en cómo diablos iba a conseguir el maldito dinero. Sorpresivamente le miré a los ojos al jefe de la imprenta, y le dije que empezara de una vez, y que no pensara nada más que en hacer la obra de su vida. Pero joven, ¿y el dinero para el papel?, me inquirió. Respiré una vez, luego dos, tres, cuatro y a la quinta le dije que esperara un instante, tan solo un momento. Salí a la calle hasta encontrar un teléfono público para llamar a mi única hermana. Le dije que necesitaba dinero. ¿Para qué?, preguntó. Le mentí, diciéndole que había contraído una deuda con el Banco y que se me había pasado el tiempo para la paga, porque estaba esperando el dinero de mis libros que ya estaban en las librerías de casi todo el país... No recuerdo cuánto más le dije pero al final de casi todas las historias, me creyó. Fui a su casa y recogí el dinero, pero antes me hizo firmar una letra en blanco. La firme con cierto temblor, pensando en que lo único que poseía de valor era mi computadora, nada más… ¡Ah!, y miles de libros.
Fui a la imprenta y le entregué el dinero al impresor, e instantáneamente se pusieron a trabajar. Era gracioso, casi de ensueño, ver mi cara en la portada de mi libro con unas notas que pude recoger de unos amigos escritores ya consagrados, luego vi lentamente mi novela, cada una de las páginas de los dos millares de libros. Me sentí tan contento de apreciar aquel milagro que me olvidé por completo del dinero que necesitaba para pagarles el saldo a los maquinistas y compaginadores... Luego de tres días de compaginación y encolado, el libro estuvo listo. Fue hermoso contemplarlo. Lindo, le dije al dueño de la imprenta. Si, muy lindo pero necesito que me pague la diferencia... No se preocupe, le dije, que vuelvo en un instante. Cogí diez de los libros, y salí a la calle desbordando alegría, éxtasis, o algo por estilo. Me puse en la plaza principal de la ciudad y empecé a vender los libros a toda la gente que pasaba por allí... Fue lindo, muy hermoso cuando me compraban, y al cabo de tres o cuatro horas terminé de venderlos.
Retorné a la imprenta y les di todo el dinero de la venta. Todos los operarios y el mismo dueño se rieron de mi locura, y mientras se burlaban, aproveché para sacar veinte libros mas, luego salí a las calles hecho un tornado. Y así la pasé durante los cinco o siete días posteriores, en donde pude vender cerca de cien de mis libros, con lo que pude pagar la mitad de todo el trabajo. El dueño al verme la cara me dijo que me llevara todo y que volviera con su dinero. Me alegré por su confianza.
Salí con todos los libros y al cabo de dos meses, parado en todas las esquinas por donde se detenían los autos, pude venderlos casi todos, por lo que pude pagarle a mi hermana y al impresor. Y con lo que me restó fui a la librería y compré una resma de hojas en blanco. Sin dudar un instante, fui hacia mi cuarto para escribir mi segunda novela... es que, tenía algo de mucha importancia que contar...
Lince, enero del 2006