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Una última misión

Aquella tortuosa mañana, Alberto despertó en aquel maloliente galpón que servía como baño social en la vieja casona en la que se había criado y en la que vivía desde hacía diecisiete años. La misma vieja casona en la que un día su madre le dio a luz de la forma que era común en la época: en la cama matrimonial y atendida por la vieja partera del pueblo, quien acostumbraba a cortar los cordones umbilicales con los dientes por puro agüero.

Alberto despertó con su cara metida casi entre la taza de fría porcelana inundada en su interior por repulsivos líquidos de olor ocre. Cuando tomó un poco de conciencia del inmundo lugar donde estaba, lo primero que percibió fue un singular vapor que amenazaba con taladrarle las fosas nasales y roerle los sesos. Al intentar retirar su cara de la hediondez que le había arrullado durante toda la noche, sintió un dolor muy punzante en la columna. También sentía que su espalda estaba congelada, como si hubiese dormido toda la noche sobre un témpano de hielo. A duras penas logró sentarse y en medio del olor y el dolor, intentó recordar el porqué había pasado la noche en ese lugar. Un débil chillido, propio de su voz adolescente en pleno cambio de tono, salió de su boca. Intentó pronunciar varias veces el nombre de su madre pero el fuerte dolor le estaba cortando respiración. Finalmente, luego de mucho intentar, un fuerte grito de auxilio emanó de entre sus labios. Un grito que estremeció a todos los habitantes de la casa y hasta a sus vecinos.

Luego de unos cinco minutos una pequeña multitud curiosa se agolpaba en la entrada y alrededor del pequeño baño. Las primeras luces de la mañana ya permitían distinguir los rostros expectantes y medio somnolientos del público testigo que había logrado reunir tan inusual acontecimiento. Alberto por fin logró ponerse en pie y algo asombrado visualizó ligeramente a quienes le rodeaban: su madre, con su velo negro de viuda, sus cuatro hermanos menores y dos vecinos entrometidos quienes se habían saltado la tapia del patio con tal de ir a mirar a ver que pasaba. Luego de un pequeño silencio, casi eterno, su madre, sumergida en la angustia, le preguntó con voz chillona, 
-Albertico, mijo ¿Qué te pasó? ¿Por qué estás ahí metido? ¿Por qué gritaste?... 

Mientras Alberto escuchaba toda esa ráfaga de preguntas, sufrió un veloz “flash-back”. Recordó las últimas escenas antes de que despertara con la cara metida entre la taza del inodoro del baño de su casa. Se vio a si mismo saliendo al patio de la vieja casona a fumar algo de hierba, luego de insultar injustamente a su sufrida madre en un acto típico de rebeldía adolescente y sin causa. Luego, recordó otra escena en la que se dirigía al baño y estando allí botaba el cigarrillo dentro de la taza y luego orinaba encima para apagarlo bien. Luego de recordar esto, no le llegó nada más. Mientras escuchaba de nuevo el chorro de preguntas de su madre y el murmullo siseante de sus vecinos, intentaba desmenuzar cada rincón de su memoria para tratar de saber que le había ocurrido esa noche. ¿Por qué despertó en ese lugar? ¿Por qué le dolía tanto la espalda? Pero no tenía respuesta a esto. Al menos no por ahora. 

El joven muchacho, viéndose rodeado por aquel tumulto de gente entrometida y recuperando algo de sus fuerzas, comenzó a apartarlos de la entrada del baño y a tratar de hacerse camino hacia afuera. Respondió de mala gana, como siempre, a las preguntas de su madre diciéndole: -Nada, no me pasa nada. -¡No me jodan la vida! Y, cuando empezaba a escabullirse de la multitud, un fuerte golpe en su canilla le hizo detener en seco. Un dolor insoportable le comenzaba a roer el hueso pero no pudo hacer más que aguantárselo porque al instante se dio cuenta de quien lo había causado. Alberto se había tropezado con el cala pie de la silla de ruedas, en la que mantenía postrada su abuela materna desde hacía años. 

La anciana miraba fijamente al muchacho con sus ojos nublados por las cataratas, sosteniendo en una de sus flácidas manos una bota estilo militar. Alberto, aún con el dolor producido por el golpe, intentó decir algo para escabullirse del nuevo obstáculo que le impedía alejarse de aquel lugar y de esa gente, pero la seca voz de la anciana, que poseía ese don de mando que sólo los años arrumados pueden dar, lo detuvo.

– Un momento jovencito. ¿Sabes que es esto? 

– Pues una bota, ¿no? Respondió Alberto irónicamente. 

– No es tan solo una bota. Es la bota que usó tu padre hasta hace tres días antes de morir en el monte combatiendo contra la guerrilla. 

– ¿Y eso que? Mi padre ya está muerto, ¿a mi que me importa que esa haya sido su cochina bota?

La vieja se inclino un poco sobre su trono móvil y le lanzo una mirada de fuego y le dijo, 

- Mira tu camiseta en la parte de atrás. En la espalda. 

Alberto, incrédulo, se quitó su camiseta y miro la parte que su abuela insistía en que mirara. En esa parte encontró una huella, como de bota militar, impresa con un arcilloso barro rojizo como el de la tierra del cementerio del pueblo. Alberto abrió sus ojos y su cara reflejó confusión y desconsuelo. Por fin comenzaba a comprenderlo todo. Sintió que un intenso escalofrío le recorría la espalda y que su corazón, a todo galope, se le quería salir del pecho. 

Su abuela por ultimo agregó, -¿ya ves, jovencito? Anoche rogué con toda mi fe, ante el Divino Rostro y ante Señor de los Milagros, para que tu padre, alma bendita, se hiciera cargo de enderezarte y cambiar tu deplorable conducta ya que tu desconsolada madre estaba perdiendo cada vez más tus estribos.

Alberto sintió que sus fuerzas le fallaban de nuevo. En un instante recordó lo que antes no había podido recordar. Recordó cómo, estando en el baño orinando, la carcomida puerta se abrió de un fortísimo golpe, y en el momento en el que él intentó mirar hacia atrás, un contundente golpe en su espalda lo hizo estrellar contra la pared haciéndole golpear la cabeza dejándolo inconsciente de inmediato. Pero una rápida imagen que Alberto había logrado captar con el rabillo del ojo cuando intentó voltear, y que ahora recordaba nítidamente, le hizo estremecer de pies a cabeza. Esa imagen, captada en tan sólo un segundo, era una silueta mucho más oscura que el cielo de aquella terrible noche sin luna. Era la silueta de un hombre que usaba un casco y botas de caña alta, estilo militar. Aquella silueta era el espíritu de su padre ya difunto quien había regresado para cumplir con su última misión. 

La frente y las manos se le empaparon de sudor. Sus ojos se voltearon y se pusieron blancos y finalmente cayó hacia atrás, tieso como una tabla, en medio de la pequeña muchedumbre que abrió paso para no interrumpir su caída libre. Su madre, rompió en llanto y corrió a socorrer a su hijo mayor. Lo tomó de la cabeza y Alberto, que ya despertaba un poco de su soponcio, le hizo, con vos entrecortada, una fervorosa promesa a su afligida madre: 

-Mamá, desde ahora voy a ser como mi padre. Quiero enlistarme en el ejército. Desde hoy voy a ser un hombre hecho y derecho.

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