“(…) ese Bululú, ni un solo momento deja de considerarse superior, por naturaleza, a los muñecos de su tabanaque. Tiene una dignidad demiúrgica”
“Los cuernos de Don Friolera”, Ramón del Valle-Inclán.
Como me aburre esta vida.
El bizcocho se abre tiernamente, mostrando su interior del dulce sabor de la mañana, se desmenuza i cae. Chapoteando, se hunde –en silenciosos blop, blop, blop- en el café, hasta quedarse descansando en el fondo de la taza. Una cuchara salvadora busca al bizcocho antes que se desintegre en el cosmos líquido, lo alza y lo aparca en la lengua de Él.
El paisaje matutino se complementa con un hombre de treinta años: Él. Despeinado, sin afeitar, en calzoncillos: un poema. Un poema formado por los versos de su vida, que en esos momentos creía una existencia gris. No sólo gris, sino la más gris. ¿Esos niños de África, las guerras, las epidemias? Nada, nada, hechos de segunda categoría. Él sí que necesita ayuda, alguien que saque su autoestima del metro –ya se conoce toda la Barcelona subterránea- la coja de la manita y la lleve para casa. Piensa dejar un cartel de “Se Busca”, al estilo “western” con una suma apetecible. Pero nadie lo vería, se perdería entre los papeles de pisos en venta y perros perdidos.
Ninguna historia amorosa interesante en su pasado lejano o reciente, ningún apasionado capítulo que convertir en relato erótico –sus fantasías se quedaban en pobres lametones, torpes caricias y bruscas entradas y salidas-, ningún recuerdo arraigado en alguna mente amiga. A parte del papeleo burocrático, del DNI –que le consolaba: al menos era como los demás, un número más para el Estado- y de Hacienda, nada lo acreditaba como otro ser humano vivo. Nada. Pasaba por su como quien pasea perdido por un centro comercial, oteando los escaparates, siendo un efímero reflejo en un cristal y poco más. Él: más pena que gloria.
Sin embargo, no parecía importarle. Si le hubieran molestado alguna vez las nubes de comentarios –obviamente despectivos- que se creaban a su paso, como si sus andares levantaran del suelo un polvo invisible de palabra descompuesta y cara agria, hubiera segado su filosofía de vida, para plantar otra entre su campo de neurona. O hubiera engrosado los bolsillos de autores que venden felicidad impresa. O hubiera vaciado el salero por su cuerpo y rociado con aceite, como medida urgente para paliar su desaliño. Nada, nunca había salido de sus labios una queja sobre su existencia nimia y anodina.
Aquella mañana todo cambió, su mundo se tambaleó a sus pies: Él esperaba encontrarse las facturas en el buzón, la primera cascada matutina marrón –uno se acostumbra, tarda unos segundos en tomar su transparencia-, el café agrio y la diaria llamada de su madre. Nada presagiaba el funesto suceso: el sol volvía a repetir su circuito, los mares seguían ocupando sus puestos, ningún travieso meteoro pretendía jugar a los autos de choque con la Tierra –dando una alegría a los guionistas de Hollywood, que tendrán películas catastróficas para rato-, las facturas le abrumaban, el agua salía impregnada de tierra, el café estaba caducado y su madre, su madre estaba llamando en ese momento.
Estaba escuchando la voz de esa mujer de la que había heredado sus facciones, bien marcadas y estilizadas pero agriadas por una vida sin sentido, sus modales y su proceder. Esa mujer que había sido su brújula y su veleta, de quien había tomado los mejores consejos: “tú no destaques y no hagas ruido, todas las mujeres son unas arpías, no te ates y no te cases” que conformaban el ABC de su vida. Esa mujer que con una sola conversación, en realidad con sólo dos palabras, había destrozado todo su sistema de valores: Me caso.
¿Me caso? Quiero decir, ¿te casas? ¿Te tomaste las pastillas? Pero no puedes casarte. Quiero decir, papá ya te jodió bastante. No puedes. No te dejo. ¡Qué tienes setenta años, madre de Dios! Mamá, ¡pon cabeza! ¿Desde cuando tienes novio? ¿Por qué no me informaste? ¿Qué me calle? ¿Qué me cuelgas? ¿Qué le amas? Me colgó.
Él deja el auricular. La cuchara le pesa en la mano y se siente como absorbido por el poso del café. Se levanta lentamente del asiento. Silencio: ha tomado una decisión. Al menos, comenta en voz alta, me marcho de la vida con dignidad.
Provisto sólo de unos calzoncillos, para tapar sus dignidades, Él, sube al terrado. Allí, la vieja alcahueta de la escalera escupe un grito, mueve los brazos, se agarra el pecho y pide socorro ante la visión del hombre. En fijarse en la mirada vacía de Él, se da cuenta de que su gesto ha sido desmesurado y teatral y se peina las arrugas que se ha hecho en la camisa. Aprovecha, eso sí, para recordarle el retraso en el pago del mes. ¡Y tápese, hombre!
Salvado el primer imprevisto, se acerca a la pared que delimita el terrado y mira hacia la calle: cuatro pisos, nada más. Uno piensa que lo hace bien, que transita la senda correcta y se da cuenta, así, por dos estúpidas palabras, que se encuentra en una vía muerta. No hay salida sin referentes. Me voy. Coge aire, tose –se ha tragado una mosca curiosa- vuelve a coger aire, un pie encima del muro, coge más aire, el otro pie, coge más aire aún –madre, que me ahogo con tanto aire- y se tira tímidamente.
Cae. No es una caída larga; más bien corta: ha aterrizado en el tercer piso, concretamente en el tendero de la nueva vecina, grabándose un doloroso pentagrama en la piel. Al punto, sale ella: pero hombre de Dios, qué hace aquí. Si quería recuperar la ropa que le cayó ayer -¿es el del cuarto usted, verdad?- me lo dice y se la paso, no me venga con tantas acrobacias. Con este cuadro y lío de cuerdas parece usted una marioneta. Y le sonríe. Una sonrisa, nada más, pero ¡ah, señores, qué sonrisa! Y Él comprende que es una marioneta, que siempre ha sido una marioneta, pero que ahora, al menos, tiene una bella dueña.
me he dado cuenta que falta una palabra: "pasaba por su EXISTENCIA como quien pasea perdido..." ya taaaa Vet