Ésta es la historia secreta de mi vida. La que siempre traté de olvidar y no pude. El fantasma que atormenta mi conciencia desde entonces. No es nada fácil persuadir a la memoria por una responsabilidad compartida que no lo es tanto.
Sucedió hace tiempo, cuando éramos cuatro hermanos. Mis padres eran muy estrictos y conservadores. Es por eso que la menor acudió a mí. Había quedado embarazada y el responsable no se haría cargo. Coincidimos en que se debía mantener la noticia en secreto.
Pasaban los días y más vueltas a mi cabeza daba la solución. Se la comenté. Dudó al principio, pero luego la aceptó. Provocaríamos un aborto.
Fue una noche tormentosa, recuerdo. Nos escabullimos de casa, como ladrones en fuga. El doctor nos aguardaba. Yo mismo le pagué los gastos de la operación. Mi hermana parecía muda, distante. La abracé y le di un beso en la mejilla. Me miró sin decir nada. Se fue acompañando al doctor, cabizbaja.
La espera fue tensa. No hacía más que pensar en ella, cuando era chica; cuando éramos chicos. Todos esos pequeños instantes que hacen de uno lo que es. Y me di cuenta de que la quería demasiado, pero que nunca se lo había dicho. Encendí un cigarro. Mi mano temblaba. Temía quizás las consecuencias de todo esto. No por un futuro que no se diera, sino por la pérdida de una esperanza.
Mis pensamientos fueron interrumpidos por el sonido de una puerta que se abría. Desde atrás, imponente, apareció el doctor, sacándose los guantes. Me puse de pie, dispuesto a ir y darle a ella toda mi contención.

Lo más difícil fue la llegada a casa. Estaban las luces encendidas. Habían descubierto nuestra ausencia. Entré y estaban allí mis padres, aguardando, esperando una explicación. ¡Qué momento! Recuerdo que tenía los ojos llorosos. Quise hablar y no pude. Me senté. Me preguntaron por ella. No supe que decirles. Ni cómo hacerles entender que había muerto y que era mi culpa.