Había una vez una abejita que dormía en el interior de una flor.
De pronto apareció por el lugar un perro mastín de poca edad con muchas ganas de jugar. Saltaba, olfateaba y corría hecho un manojo de nervios.
En éstas que se acercó a las flores y se puso a mordisquearlas con tan mala fortuna que la abejita en un tris trás, se vio en las fauces de aquel mastodonte y luego bajando por su cuello.
La abejita se asustó mucho y con las alitas intentó atrancarse en tan estrecho túnel.
Aquí llegaron las dudas.
Me va a comer, me va a matar. ¿Qué hago ahora?.
Puedo optar por las bravas: Ya que me mata, yo le clavo mi aguijón en la garganta y lo asfixio a él.
Es justo, ojo por ojo y diente por diente. Que no me hubiese comido.
Pero también existe otra opción: Yo aún no he muerto. Si él tose por las cosquillas que le hacemos las flores y yo, tal vez me expulse fuera y todo se quede en un baboso baño de mastín.
Y en última instancia: Si acabo por llegar a su estómago, mi muerte es segura. Ese can me habrá matado, pero si le clavo mi aguijón yo voy a morir de todos modos, con la única diferencia de que él morirá también.
La gran pregunta es: De una u otra forma ¿QUÉ GANO YO MATÁNDOLO?