Era un pequeño pueblo en un rincón apartado del mundo, en el cual vivía un granjero, el cual como todos los granjeros, cuidaba y alimentaba aves de corral: gallinas, patos, pavos, y algunos pericos. También tenía ovejas, vacas y marranos.
Tosdos los animales vivían en armonía al lado del señor granjero y su familia, el cual cada cierta temporada llevaba algunos de ellos al mercado para la venta; y así con el dinero obtenido, poder comprar otros artículos y alimentos que necesitaba en la granja.
En el corral de gallinas, había una de color marrón, hermosa gallina ponedora que era la consentida del señor granjero, ponía tantos huevos, que el señor granjero por lo menos una vez a la semana iba al mercado con una inmensa cesta de huevos para la venta, huevos éstos, tan deliciosos que toda la gente se agolpaba en el mercado esperando al granjero para comprar la cesta completa.
Estos huevos eran tan blancos y sabrosos que parecía que la gallina marrón los hacía con tanto cariño que hasta tenían el fresco olor del pasto que había en el nido donde los ponía.
Un día de primavera, la gallina tuvo cuatro huevos el mismo día, cuatro huevos hermosos al igual que todos los que había puesto, sólo que uno de ellos, el tercero, estaba un poquito resquebrajado por uno de los extremos. El granjero pensó que la gallina estaba tan cansada ya, que posiblemente el huevo haya caído fuera del nido y al golpearse con el piso se haya hecho la pequeña abolladura en la parte de abajo; lo cual seguramente sería un inconveniente al momento de venderlo en el mercado.
Al día siguiente, el granjero metió muchos huevos en la cesta, incluyendo el huevo resquebrajado y partió rumbo al mercado con su burro y su carreta. Cada vez que la carreta daba un brinco en el camino el granjero revisada cuidadosamente la cesta para ver si el huevo de la abolladura se había terminado de romper, o si se habían roto alguno de los otros.
El camino al mercado se hizo largo y trajinado, y el señor granjero al llegar al mercado, antes de ofrecer los huevos a la venta levantó lentamente el pañito de flores que cubría la cesta para ver si allí estaba todavía el huevo resquebrajado. Al destapar la cesta sintió tristeza y un gran asombro, el huevo resquebrajado ya no estaba, en su lugar habían trozos de cáscaras vacías y la clara y la yema esparcidas por toda la cesta, las cuales en vez de producir mal olor y empegostar el resto de los huevos, los puso más blancos y brillantes, con un fresco aroma a primavera, lo cual perfumó toda la cesta, lo que hizo más grata y placentera la vendimia.
El granjero después regresó a su casa con el dinero en los bolsillos, con la cesta vacía, y con unos trocitos de cáscara de huevo, como un lindo recuerdo de un huevo resquebrajado que terminó de partirse en el camino.