Sobre el cielo un puzzle de estrellas brillantes, luminarias de ilusión, todo un escaparate de vida y paz. Las estrellas en alegres grupos les decían a los habitantes de la tierra que era la víspera de la Navidad; solo sonrisas en los rostros, borradas todas las tizas de las penas, allí no más amarguras, ni peleas, ni sin papeles, ni guerras. ¡Esa noche nacía el hijo del carpintero!
El otro puzzle, el de la vida, gritaba la cruel la realidad; un mundo convulsionado por la ambición, por los espíritus belicosos, por el ansia de poder, donde el sol era el dinero, la luna la injusticia y las estrellas, una lluvia de latigazos que soportar; olvidada la familia como institución social básica; los grandes valores morales y éticos, dolorosamente, eran una parva de cenizas.
Ese cielo, tan inmensamente iluminado hoy quiere despertar la conciencia de todos, sacarnos de nuestra tremenda oscuridad para que caminemos con la cara destapada, sin gestos hoscos, rientes, porque una vez, el mundo era mundo.
Las drogas, el sida, las víctimas del racismo y la xenofobia, el terrorismo, el fundamentalismo, las pateras, los sin techo, los malos tratos y... son todo un rosario de injusticias cuya sola enumeración ocuparía otro cielo; claro que, inmensamente negro e inmensamente doloroso.
El nacimiento del hijo del carpintero, un cañón de luz y de esperanza para todos, se hace arco iris y, bajo este estallido de luminosidad, caben todos los credos y religiones, todas las gentes, sea cual fuere su condición, su color de piel, todos con mayúscula. Y como cabecera de esta inmensa manifestación una gran pancarta: “Dios creó el mundo para que la gente se entienda mediante la palabra”.
¡Que bello panorama! En el cielo se veía como iban a desaparecer las desigualdades sociales; que los hombres y mujeres de buena voluntad contarían con los recursos indispensables para su supervivencia y que la pobreza, el hambre y la miseria pasarían a ser malos recuerdos de un lejano pasado. Así se conseguiría que la felicidad fuera el pan nuestro de cada día, que ya ningún niño pasaría hambre, que esas imágenes de caras famélicas y cuerpos a punto de quebrarse, eran eso, testimonios en hornacinas de historia pasada, y que todos, leéis bien, “todos” contarían con una vivienda digna, con eficientes sistemas de salud, de educación y de justicia; había llegado la hora de la solidaridad fraternal, de la libertad.
¡Que bello panorama! En el cielo se veía como de cada estrella se desgajaba un haz luminoso que traía un mensaje específico para que se acabaran las guerras; para que la familia volviera a ser ese gran núcleo compacto donde predominase el diálogo, como símbolo de unidad; para que desapareciesen las pandemias, causantes de tantas muertes; para que no hubiese nunca más drogas malignas y se eliminaran para siempre las redes de narcotraficantes; para que el blanco, el negro, el amarillo y todas las razas convivieran pacíficamente ayudándose unas a otras; para que todas las religiones se uniesen en un sólo objetivo de ser compendio espiritual y, en su nombre, no volviesen a aparecer vientos bélicos; para que en todo el mundo las divergencias, las diferencias entre los seres humanos encontraran la solución mediante el diálogo.
Y en medio de este gran estallido de flores estaba yo, en el rostro una inmensa sonrisa, en los ojos un océano de inocencia, con el orgullo de pertenecer a la nueva raza humana que había encontrado.
La noche era infernal, hacia un frío gélido y acuoso; sobre la ciudad caía una parva fina de copos de nieve agitada por una ventisca que ponía la soledad en las calles, solo rota por el inmenso parpadeo de las múltiples luces de neón, por el ruido de algún coche fantasmal que pasaba veloz y desaparecía al instante dejando cometas zigzagueantes de aguanieve tras de si.
Me desperté temblando, aterecido de frío, calado hasta los huesos y con la cabeza embotada dentro mi nevera, un hueco en la ventana de una oficina bancaria que hacía chaflán entre la calle y la plazoleta, ese es mi hogar, un lugar, de diario, muy concurrido y que ahora estaba vacío a causa del mal tiempo y de noche tan señalada.
La cruda y cruel realidad llegó, miré mi pelaje de mendigo y me dije:
- ¿Qué derecho tienes tú a soñar?
De una casa próxima, al abrirse un balcón, salió un villancico mientras rebuscaba, con síndrome de alcohólico, entre mis pertrechos hasta hallar una botella de vino común, llevarla a mis labios vaciando su contenido buscando así, el volver a caer en ese estado catártico donde se libera la realidad y se vive la nada.
La misa del gallo hace tiempo que terminó, el hijo de José “el carpintero” había nacido y toda ciudad estaba envuelta en el silencio...
... blasfemias de nubes rompen la esperanza, sol cenital de todo pueblo y siempre en el pináculo del corazón de las gentes de buena voluntad.
Papel de lágrimas sobre el pupitre para que el hijo del carpintero vuelva a rescribir la vida del mundo, dar la vuelta al baúl y que los inmisericordes, los desterrados, los sin techo, los tullidos y demás seres que forman el concilio de flautas desafinadas y malditas, todas estas voces, sean los que formen el coro de querubines pensantes, el sanedrín de los poetas, que ellos dicten la ley.
El tiempo había pasado en su caminar inexorable y eterno y yo, fundido ya en el paisaje urbano, vivía por subsistir, hacia demasiado tiempo que supe que nada valía la pena, que de nada vale el buscar, mi mundo no está aquí y si tras la montaña por donde nace el sol, un día aparecerá mi barco surgido de la bruma que me abrirá las puertas de par en par; aquí estoy como voz y conciencia de los que me miran, juez sin toga, eremita de alma herida, testigo de cargo de la sociedad.
Llegará el crepúsculo en que el guardián de las virtudes abrirá la puerta a la palabra y todos unidos cantaremos la canción de la Vida con mayúscula.
La ciudad envejeció, se llenó de más gente, de mas coches, de mas bullicio y la hornacina donde el mendigo habitaba fue demolida, ahora lucía publicidad en un atrayente escaparate donde el neón iluminaba carteles donde de vendía dinero envuelto en celofán de ilusiones; ya no había mendigo, testigo de las entrañas sucias y malolientes que cría esta imperfecta sociedad, las gentes no necesitaban volver la cabeza al pasar por allí, la realidad de los sin techo no formaba parte del mobiliario humano, éstos habían sido desterrados, allí donde la ciudad se hace cloaca, trazos de desesperanza, averno de miserias y dolor, donde las nubes de la desesperanza ocultan el sol.
De las catacumbas saldrá el grito de expulse a los mercaderes haciendo que el nuevo día tenga un mismo sol para todos, sin exclusiones, un sol libre y universal.
Muy profundas sus reflexiones, señor, y ayudan mucho a ponerle equilibrio a la Página.