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Amigos para siempre

En el Buenos Aires de fines del siglo XVIII, cuando todavía éramos colonia española, vivía una familia cuya cabeza, don Antonio Salvadores, era un acaudalado comerciante y exitoso hombre de negocios. De nacionalidad español, había contraído enlace con María Josefa Machado, criolla ésta y de linajudos antepasados en el Río de la Plata. En aquella época, todo inmigrante con aspiraciones sociales debía “agarrarse a buenas aldabas” , es decir arrimarse a una ilustre familia y casarse en ella; Antonio, obediente del refrán, había cumplido con su mandato. El matrimonio Salvadores, prolífico como tantos en aquella época, tuvo 14 hijos y éstos, a su vez, repitieron la costumbre; por lo tanto, los nietos de Antonio y María Josefa eran sesenta y tres cuando promediaba el siglo XIX.
Entre los muchos primos hermanos que formaban la abundante “nietada” Salvadores voy a contarles la historia de dos de ellos: Antonio, alias “Nano”, y Alberto que, curiosamente, habían nacido el mismo día. El primero era hijo único de Antonio Salvadores (h) y Juana Melián, mientras que el segundo sufría la vergonzosa carga de ser hijo de Mauricia Cárdenas, parda libre hija de esclavos de la familia, y de padre desconocido; pero, aunque nadie hablaba del tema, era un secreto a voces que Alberto era hijo de Estanislao Salvadores, canónigo de la Catedral y cuarto hijo de Antonio y María Josefa. Doctor en teología, recibido en la Universidad de Córdoba, y elocuente orador sagrado, Estanislao era un encumbrado personaje de la época y, a diferencia de sus muchos hermanos, se había plegado fanáticamente a la causa Rosista influyendo ideológicamente en muchas de sus medidas represivas. Mauricia era una de las tantas criadas que tenía el lujuriosos prelado y vivía, con su hijo, en los fondos de la amplia casa que Estanislao habitaba en la calle “del Correo”. Aunque no existía información oficial acerca de la identidad de su padre, el niño se apellidaba Salvadores y, por su condición de blanco, era considerado como de la familia; “Nano” y los demás primos lo trataban como a un igual.
Sin embargo Alberto, a medida que iba creciendo, se convertía en un niño difícil, lleno de resentimientos y con un marcado complejo de inferioridad; le costaba integrarse y ser uno más entre sus jactanciosos familiares. Con el único que se sentía cómodo era con “Nano”, a quien adoraba y sentía como a un hermano.
La relación entre ambos se iba fortaleciendo con los años, aunque Alberto no podía evitar cierta envidia por su amado primo. “Nano” era el prototipo del niño perfecto, no solo en lo que respecta a lo espiritual, ya que era muy religioso, sino que también contaba con una facilidad especial para salir airoso de cuanto se proponía; entre los muchos chicos de su edad, tanto primos como amigos, era el mejor en todo y, como si eso fuera poco, también podía jactarse de ser el más popular entre las niñas. Para colmo, “Nano” era ahijado de Estanislao y su consentido, lo que agudizaba aún más esa sensación de competencia exacerbada que perseguía a Alberto quien, ignorado por su supuesto padre, profesaba hacia éste confusos sentimientos de amor-odio. Sin embarga, todo ese rencor que iba acumulando en su interior y que, producto de su agresividad, lo iba marginando de quienes lo rodeaban, no se exteriorizaba jamás en agresiones hacia “Nano”; por el contrario, a medida que se distanciaba del resto, se acercaba cada vez más a su primo. Mientras tanto, la situación del país se iba complicando e iba enfrentando a familias que en su origen habían sido amigas; pero, lo más terrible, era la separación entre integrantes de una misma familia.
En el caso de los Salvadores, los únicos hermanos varones que habían quedado en Buenos Aires con el advenimiento de Rosas eran Estanislao y Antonio. El primero, como dijimos, se había convertido en uno de los más fanáticos defensores de la Tiranía, a la cual servía con irracional entusiasmo; Antonio, en cambio, había adoptado una postura, aunque federal también, mucho más moderada. Seguramente, como tantos otros, el padre de “Nano” fingía simpatía por Rosas para evitarse el tan doloroso exilio que padecían el resto de sus hermanos quienes, no obstante, mantenían a su mujer e hijos en Buenos Aires, lo que hacía aún más insoportable su forzada estadía en Montevideo.
Antonio tenía pretensiones de literato y escribía versos en absoluto secreto, a la vez que leía a los clásicos franceses y admiraba a muchos de los intelectuales criollos exiliados en Montevideo; pero la vida cultural en el Buenos Aires de Rosas era inexistente y hasta se la castigaba con severas penas en tanto implicara la introducción de ideas consideradas peligrosas para el normal desenvolvimiento del régimen imperante. Gervasio de Anchorena, casado con una Salvadores y funcionario de la tiranía, era el responsable de impedir cualquier desvío en las pautas culturales impuestas por el despótico gobernante; inclusive, había sido el organizador de una criminal quema de libros prohibidos en la plaza mayor.
Con todo, la infancia de ambos primos se desarrollaba normalmente a favor de su condición de hijos de federales y su educación era la mejor que un niño podía tener en la época; se movían, por otra parte, en un ambiente familiar favorable a las inquietudes intelectuales, cosa que no se podía decir de otras familias encumbradas en las que la única y gran prioridad eran los bienes materiales y el enriquecimiento a cualquier precio.
Mientras “Nano” y Alberto crecían, Estanislao Salvadores se iba convirtiendo en una de las personas más influyentes del entorno Rosista; reaccionario e implacable a la hora de juzgar a sus feligreses, llevaba una doble vida. Por un lado, en su actuación pública, cumplía con rigor sus funciones de sacerdote y sobresalía entre sus pares como un celoso defensor de los preceptos religiosos; por el otro, llevaba una vida privada más que reprochable, en la que convivía en su casa con tres jóvenes criadas mulatas con las que desahogaba sus instintos sexuales y a las que embarazaba de tanto en tanto. Por lo menos cuatro de los muchos niños que formaban la prole de las tres mujeres y correteaban por la amplia casona, eran sospechados como hijos del lujurioso canónigo; entre ellos Alberto, que contaba con la particularidad de que era el único blanco, rubio y de ojos claros. El parecido con Estanislao era notable y su apariencia distinguida, bien alejada de las toscas facciones africanas de su madre, le había permitido ser tratado como un igual por los Salvadores legítimos; pero no le había servido para congraciarse con su padre que lo trataba con indiferencia.
Mauricia Cárdenas, la madre de Alberto, era una hermosa parda que tenía adoración por su único hijo, al que sobreprotegía en exceso; a pesar del amor que le profesaba y el enorme afecto que le prodigaba, jamás pudo compensar la ausencia de un padre. Estanislao trataba al niño como a cualquiera de los otros que vivían en su casa y no se permitía ninguna demostración de cariño hacia quien necesitaba tanto de la figura paterna. En realidad, aunque su madre negaba haberlo hecho, años antes había revelado, entre sollozos, la paternidad del sacerdote. Alberto odiaba a su padre por ignorarlo, pero al mismo tiempo se desvivía por llamar su atención.
En cuanto al padre de “Nano”, Antonio, era una persona con una pésima salud y se pasaba largas temporadas en cama. Dicha salud quebrantada fue sumiendo al pobre hombre en una depresión de la que ya no saldría. La familia entera rodeó al enfermo y lo acompañó en sus desdichados días; se turnaban para no dejarlo sólo, ya que temían al suicidio. Juana Melián, su mujer, hacía lo imposible para sacarlo de su enfermedad; pertenecía ella a una familia signada por la tragedia, debida ésta a su condición de opositores a la tiranía. De ocho hermanos, sólo quedaba ella con vida; el resto, todos varones y unitarios hasta la médula, habían ido muriendo en sus luchas en defensa de la libertad. El destino final de los Melián había sido el degüello o el fallecimiento heróico en los campos de batalla.
A pesar de los esfuerzos de su familia y de Claudio Cuenca, médico que lo atendió solícitamente hasta el final, Antonio murió el 12 de julio de 1846; la muerte de su padre, aunque previsible, sumió a “Nano” en una profunda melancolía de la que se le hacía difícil salir. Estanislao estuvo ahí para apuntalarlo y dejó de lado muchas de sus responsabilidades para ocuparse de su maltrecho ahijado; pero el muchacho no salía de su depresión y el canónigo comenzaba a preocuparse. En cuanto a Alberto, también sentía preocupación por su querido primo, a quien protegía como éste lo había hecho siempre con él; por primera vez en la larga relación que los unía, “Nano” era el débil y Alberto el protector. Ante la renuencia de su ahijado a salir del pozo depresivo en el que se encontraba, Estanislao lo invitó a París y Londres, a donde debía viajar por pedido de Rosas, quien le había encargado una misión de gobierno muy delicada. El 18 de septiembre de 1845 Francia e Inglaterra habían bloqueado el puerto de Buenos Aires y esa situación se mantenía vigente hasta la fecha; el prelado debía negociar con ambas potencias un levantamiento de dicho bloqueo.
Finalmente, Estanislao viajó solo a cumplir con sus responsabilidades de funcionario; “Nano”, a pesar de las ganas que tenía de conocer Europa, prefirió quedarse acompañando a su madre, quien se sentía muy sola desde la muerte de su marido. Alberto, a su vez, se mantenía muy cerca de su primo y lograba que éste se fuera recuperando de su tristeza; la relación entre ambos se mantenía muy estrecha y había provocado, en lo reciente, que Estanislao comenzara a mirar con buenos ojos a su hijo. El prelado llevaba ya un mes en Europa y, según se sabía, sus dotes de diplomático iban encaminando las negociaciones a buen puerto; las noticias desde el “viejo mundo” eran más que halagüeñas hacia la gestión del clerical funcionario. Sin embargo, no todas eran rosas en el viaje de Estanislao; su salud comenzaba a quebrantarse y a entorpecer su, hasta entonces, exitosa misión. Buenos Aires todo, estaba pendiente de las difíciles negociaciones y, sin duda, la enfermedad de su hábil representante generaba una gran preocupación en la ciudadanía culta y en el gobierno, por supuesto. Por desgracia, Estanislao ya no podría continuar con su misión, ni coronarla con el ansiado tratado que terminara con el bloqueo; su enfermedad avanzaba y, a pesar de que la atención médica en Europa era infinitamente superior a la porteña, Salvadores prefirió volver a morir en su patria, que tanto amaba.
Una vez en Buenos Aires, Estanislao pasó sus últimos días rodeado de su familia. La cercanía de la muerte lo había sensibilizado y, por primera vez, tuvo demostraciones de cariño hacia los muchos “negritos” que pululaban por su casa y que, probablemente, fueran sus hijos; pero a quien trató con especial afecto y obsequió con tanto cariño como jamás lo había hecho, fue a Alberto. Éste no salía de su asombro, aunque disfrutaba encantado del amor tardío de su esquivo padre. Obviamente, “Nano” conservaba de su padrino el mismo trato preferencial con el que éste siempre lo había privilegiado. Mauricia, Tadea y Agueda, sus tres criadas y amantes compañeras, se desvivían por él y lo cuidaban amorosamente; también a ellas el clérigo las trataba con dulzura, lejos de la frialdad que siempre había mostrado en público hacia ellas.
Una mañana, cuando ya los médicos le habían anunciado la inminencia de su final, Estanislao mandó llamar a Mauricia con urgencia; cuando se presentó al moribundo, éste lagrimeaba en silencio con un rosario enredado entre sus dedos; estaban solos en el oscuro dormitorio cuando el demacrado sacerdote habló:
-Mauricia, mi querida y leal Mauricia, –su voz era un susurro- sé que nunca te he tratado como te mereces y te pido perdón por mis desplantes y falta de consideración permanentes. Ahora que la muerte me acorrala tomo conciencia de mis muchos errores y me arrepiento de no haberte dado a ti el mismo trato cariñoso que tú me has dado siempre; te agradezco tanto el amor y desprendimiento con el que me has servido siempre y espero que Dios me perdone por mi soberbia e ingratitud hacia tus desvelos. Debo, sin embargo, solicitarte un último servicio, ya que no tengo el valor de realizarlo personalmente. He escrito una carta en la que cuento la verdad de nuestra relación y sólo te pido que recién la abras cuando yo haya muerto; haz con ella lo que mejor consideres y sé que lo que decidas estará bien, inclusive entendería si la rompieras y dejaras las cosas como están.
Estanislao Salvadores falleció el 14 de febrero de 1846 y sus restos fueron inhumados en el Cementerio del Norte. En un Buenos Aires de por sí triste por los acontecimientos históricos que le tocaba vivir, el pesar fue general e impresionante la multitud que se acercó a la necrópolis para despedir los restos de tan egregio personaje. Entre varios oradores, sobresalieron las palabras de Felipe Arana quien, emocionado, recordó a su entrañable amigo con elocuente oratoria. El numeroso cortejo fue encabezado por sus dos hijos mellizos: “Nano” y Alberto Salvadores.
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