Marcos salió de la Clínica Alcorta enceguecido por las lágrimas, caminó sin rumbo hasta que se metió en un café y pidió un cortado. La sensación de impotencia era insoportable; su padre, Marcos García de Zúñiga estaba muriendo y no había nada que él pudiera hacer más que esperar el desenlace fatal anticipado por los médicos. Todo este asunto de la enfermedad de su progenitor, que ya llevaba cuatro operaciones y un año de internaciones y altas, le había provocado un cortocircuito psicológico del que no sabía si podría salir indemne. Minutos antes, el cirujano Larrosa le había dicho que el cuadro era irreversible y que no se explicaba cómo seguía vivo; ya llevaba una semana en estado de inconsciencia absoluta y Marcos no estaba dispuesto a tolerar esta situación por mucho más tiempo. Pensó en desconectarlo del respirador artificial y terminar con aquella inútil prolongación de la vida.
Ocho días antes, la última vez que había visto consciente a su padre, Marcos se encontró con la desagradable sorpresa de la desaparición del anillo familiar cuyo dueño original había sido su tatarabuelo, Gregorio García de Zúñiga, y que heredaría, en breve, de su progenitor. Había llegado al sanatorio justo cuando salía su primo, Pedro García del Campillo quien, a pesar del tiempo sin verse, se había mostrado esquivo y en extremo nervioso, por lo que sólo habían intercambiado unas palabras y se habían despedido. Una vez en la habitación, encontró a su padre a los gritos, delirando afiebrado por la infección generalizada; repetía una y otra vez que, mientras dormía, alguien le había robado el anillo. Marcos volvió sobre sus pasos y buscó en la calle a Pedro, pero había desaparecido entre la gente.
Caminó rápido y nervioso por Juncal hacia Cerrito, mirando permanentemente hacia atrás, como si alguien lo persiguiera; apretaba el anillo fuertemente en su mano derecha y sufría la agitación en su respirar entrecortado, producto de la tensión que le provocaba lo que terminaba de hacer. Pedro García del Campillo era un personaje desesperado, de los tantos que habitan las grandes ciudades. Perteneciente a una tradicional familia porteña, conservaba su apellido como única y solitaria herencia de sus prestigiosos y opulentos antepasados. Tan sólo diez o quince minutos antes, en la habitación de sanatorio de su tío viejo y desahuciado por los médicos, robaba a éste el muy antiguo y valioso anillo que ahogaba ahora en su cerrado puño. Miró la hora y confirmó que todavía tenía tiempo, aunque justo, para llegar a la calle Libertad y averiguar cuál era el valor de la dichosa alhaja. Descontaba, por comentarios familiares, que le redituaría unos cuantos miles de dólares como para saldar deudas de juego y gastarse el resto en vino suficiente como para varias semanas de naufragio etílico. Era un glorioso día viernes de noviembre, y el insoportable tránsito típico de la víspera del fin de semana, hacía avanzar el taxi a paso de hombre. Impaciente, se bajó y siguió caminando, casi corriendo en su ansiedad. Pero llegó tarde; la joyería, de la cual era cliente, había cerrado y sólo podría volver el lunes.
Malhumorado, enfiló hacia Plaza Vicente López, donde acostumbraba tomarse unas cervecitas sentado a una mesa en la vereda. Hacía calor y el síndrome de abstinencia sonaba puntual en su reloj biológico. Al llegar, se sentó rutinario a la misma mesa de siempre y esperó su elixir mirando distraídamente a la gente que pasaba. Ya por la tercer lata observó, con curiosidad, a un hombre de unos cuarenta y cinco años, su misma edad, sentarse a una mesa cercana a la suya. Si bien no lo conocía, había algo en él que le resultaba familiar y que lo impulsaba a mirarlo. El desconocido lo miraba también sin disimulo, lo que provocó un largo y mudo juego de miradas casi homosexual. Sin saber cómo ni en qué momento, “Lalo” (que así se presentó) y Pedro conversaban animadamente sentados a la misma mesa y pasaban de la insulsa cerveza a bebidas más espirituosas. La afinidad entre ambos era total y misteriosa, como si hubieran sido amigos de toda la vida; esta situación hacía que compartieran los mismos códigos y tuvieran las mismas preferencias y gustos.
Aunque “Lalo” no había dado a conocer su apellido, cosa que a Pedro le generaba especial intriga, éste no dudó en cuanto a la clase social de su enigmática compañía. “La distinción, el estilo, el don de gentes no se compran, se traen de la cuna, y esto salta a la vista, aunque uno ignore prosapias”.
Sin que notaran el paso del tiempo, la charla continuaba entretenida y parecía no tener fin; pero Pedro empezó a sentir los efectos inevitables del alcohol, cosa que no parecía sucederle a “Lalo”. Comenzó a percibir todo como en un sueño y, en algún momento, dejó de tener conciencia de la realidad. Lo que aconteciera en lo sucesivo, como le había pasado tantas veces, no lo recordaría al día siguiente, ni nunca.
Pedro abrió los ojos mareado por la resaca y se sentó en su cama; el cuarto giró vertiginoso a su alrededor y su cabeza latió como si estuviera a punto de estallar. Trató de aclarar su memoria pero ésta se rehusaba a recordar; se incorporó tambaleante y caminó hacia el baño, se lavó la cara y se miró, haciendo foco, al espejo que reflejó su rostro desencajado. Pensó en “Lalo”, seguramente había sido él quien, la noche anterior, lo había cargado inconsciente y traído a casa..........¡¡¡EL ANILLO!!!; de pronto recordó aterrado su trofeo y buscó desesperado en sus bolsillos, en la mesa de luz, en cuanto cajón se cruzó en su camino; nada por ningún lado. Se obligó a tranquilizarse y rastrilló palmo a palmo su diminuto departamento; no dejó absolutamente ningún rincón por revisar y nada, su pasaje a la prosperidad había desaparecido para siempre. El mal parido de “Lalo” lo había engatusado para afanarlo.....¿pero como se explicaba que sólo faltara el anillo?....Si bien no era mucho lo que había para robar, algunos efectos de valor, que todavía no había hecho “guita”, quedaban. Quizás no había sido “Lalo” y sí el mozo, o sólo había caído al suelo y quedado en poder del primero que pasó............¡MISTERIO!.
Durante algún tiempo caminó enajenado esperando cruzarse, tarde o temprano, con su detestado “Lalo” a quien, luego de mucho analizar las cosas, consideraba responsable de la desaparición de “su” anillo. En realidad, por algún momento, se había sentido culpable de lo sucedido, ya que el precioso objeto familiar había pertenecido a su tatarabuelo y era tradición su pasaje de meñique en meñique entre padres e hijos primogénitos varones. Su tío, Marcos García de Zúñiga, había muerto ocho días después de la misteriosa desaparición de su anillo, y su hijo mayor homónimo nunca lo luciría en su dedo.
Marcos llegó a su casa, por la noche, exhausto por el trajín del día; su trabajo de inmobiliario no era especialmente estresante pero la “mort lent” paterna lo estaba demoliendo. Después de mucho cavilar había decidido lo que haría. En su antiguo y bien puesto departamento, había armado en una de las paredes del escritorio, lo que él llamaba su “rincón histórico”. A lo largo de muchos años, y con paciencia de hormiga, había reunido una colección enorme de retratos familiares, con la particularidad de que dichos retratos sólo reproducían antepasados directos y ya muertos. Alguna vez había pensado incorporar al “rincón” los pocos ascendientes vivos que le quedaban pero, supersticioso como era, temió provocar una muerte no deseada. Esta era la oportunidad para poner en práctica el siniestro experimento: ya que los médicos insistían en su obligación “Hipocrática” de extender sin sentido la vida de su padre, él recurriría a la eutanasia de los ancestros. Sólo bastaría con agregar un clavo al original “cementerio genealógico”, cosa que hizo, y colgarle el retrato de “papá” que, actualmente, pendía de una de las paredes de su cuarto; pero no tuvo el valor de hacerlo, ya que si su padre moría no soportaría la culpa. Por otro lado, siempre quedaba la esperanza de un milagro que, entre bostezos, pidió a Dios en sus oraciones para después dormirse profundamente.
Despertó sobresaltado y aturdido por el “riiing” del teléfono retumbando en sus oídos, tanteó el auricular sobre la mesa de luz y atendió: ¡Marcos García de Zúñiga había muerto!...........................................Se incorporó aturdido y corrió al escritorio..... el “rincón histórico” tenía un nuevo integrante: ¡su querido padre!. Como un “flash”, el anillo irrumpió en su memoria....Marcos se miró el meñique de la mano izquierda y allí estaba.
Un día cualquiera, a su regreso de cobrar la pensión de la que era beneficiario, Pedro recibió en su casa una invitación a la multitudinaria reunión familiar que se realizaría en “Girasoles”, la estancia centenaria que había pertenecido a su ya nombrado tatarabuelo y que tanto había frecuentado de chico; se alegró de poder regresar, aunque le asustaba la idea de enfrentarse con Marcos.
Era un mediodía inundado de sol y de limpio cielo azul cuando traspuso la tranquera y circuló inquieto por la añosa avenida de Eucaliptus, la cual llevaba al imponente palacete visitado de niño con sus padres y que, ya casi, había olvidado. Pedro bajó del auto de alquiler y se dirigió nervioso al encuentro de tanto pariente “cogotudo”; no es que sintiera resentimiento, pero era consciente de su decadencia mal disimulada, y temía quedar en evidencia. Caminó por el parque y deambuló entre la gente como un autómata, sólo intercambió algunas palabras de compromiso con quienes más conocía. Había algo en el bien servido asado que le generaba una profunda angustia y era el inminente encuentro con su primo ”desanillado” al que miró de lejos varias veces; creía, en su ingenuidad, que podría evitar lo inevitable. La recurrente culpa reapareció fortalecida y aguijoneó su maltrecha conciencia. Seguramente, tanto Marcos como su familia, sospecharían de él; había sido todo tan obvio...............En su natural paranoia, se sintió observado, acusado, y tuvo el impulso irrefrenable de escapar sin mirar atrás; pero no lo hizo.
Hasta que, finalmente, uno y otro cruzaron sus miradas y el afecto nunca olvidado por tantos momentos compartidos, ignoró los mutuos resquemores y los unió en un emotivo abrazo. Como si se repitiera una vaga situación reciente, conversaron cual si nunca hubieran dejado de verse, cosa que no había sucedido durante sus dos últimos encuentros, en ocasión de la enfermedad y muerte de Marcos padre. De pronto, y ante el constante gesticular de su interlocutor, un sudor frío corrió por la espalda de Pedro, el meñique de su primo lucía orgulloso el voluminoso anillo. Corrió hacia la casa y en segundos estaba parado frente al retrato de su tatarabuelo: lo miró perturbado a los ojos...............,¡Era “Lalo”!.
eso de que el tiempo pone las cosas en su sitio (o en este caso los muertos). Excelente relato y además muy bien narrado. Enhorabuena