Con sigiloso paso Ramón hubo de alcanzar la acera de enfrente, a la espera de un ómnibus que transportáralo al otro flanco de la triste ciudad; una vez adentro, recorrió con su mirada la amodorrada tripulación, a la que tomó ingente aversión, pues toda oscilaba entre la desidia y el asco. Empero, una brusca detención lo obligó a darse vuelta y a reconocer en el nuevo tripulante a una esbelta y voluptuosa mujer, de cuyos finos y exquisitos rasgos no tenía noticias precedentes, de manera que quedó de ella prendado cual mujer de quien amorosamente la desflora. A la sazón, dejó a la hermosa mujer que escogiera su puesto, con la esperanza enorme de que asentara sus nalgatorios en un sitio completamente vacío, a efectos de acompañarla en lo que durase el viaje, y suma suerte tuvo, pues púdose sentar al lado de la mujer, y contemplarla fijamente con ojos de cálido sentimiento, que pareciéronle a la sorprendida mujer llenos de lujuria y depravación. Antes que ella se cambiara de lugar, Ramón se atrevió a hablarle, no sin padecer alarmantes indicios de un vahído ni sin retirar el delator carmesí de su semblante. Díjole: "Hermosa mujer, perdóneme la importuno con estas toscas palabras, pero su celestial belleza ha exaltado mi espíritu de manera sobrenatural, tanto, que le aseguro que el pastor Paris la hubiera a usted elegido por sobre aquellas tres famosas diosas, de cuya inferior belleza doy yo fe, pues nada supera ni se iguala a lo perfecto, y usted es quien lleva en su seno el inconfundible sello de la perfección femenina". La mujer, pese a las confusas pero enternecidas palabras, repuso: "¿Y entonces", a lo que reaccionó Ramón: "¿Cómo así que entonces? Sólo le digo que usted me embelesa, no es más". A lo que nuevamente repuso la imponderable damicela: "¿Y entonces?" Ello indignó a Ramón, quien hubo de sugerirle a la dama una cuestión: "¿Hermosa mujer, mojón supremo de la belleza, supone usted, según su recurrente respuesta, que toda palabra inútil ha de contestarse con un "¿y entonces??" Con la cabeza asintió la dama, y Ramón la reconvino: "¿Y hay algo importante que se pueda decir?" Y la mujer se encogió de hombros. "Me fuerza usted - continuó Ramón -, hermosa dama, a llevar a la práctica su incontestable e irrechazable propuesta, a saber, contestar con un "¿y entonces?" a cuantos inútiles comentarios o preguntas me formulen".
Desde entonces, amigos, familiares, conocidos, adláteres, transeúntes y demás oyéronle a Ramón un eterno "y entonces", de suerte que tuviéronlo por orate y quisieron por siempre ayudarle con altisonantes plegarias, cuya regularidad vióse las más de las veces interrumpida por un abrupto y molesto "¿y entonces"?
La sapiencia del cuento no está a la altura del vulgo. Su mensaje es descarado, irónico, y tremendamente sabio. La eterna respuesta de "Ramón" a todo lo que presenciaba es un dictamen severo sobre la importancia de las cosas en la vida, sobre lo anodino que es el mundo entero, sobre las sobreactuadas pantomimas.