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El joven rey

La noche anterior al día de su coronación, el joven rey estaba tumbado en su cama, con los ojos distraídos. Poco antes unos cazadores quienes lo habían descubierto cuando seguía el rebaño del cabrero que le había educado y a quien creyó siempre su padre.

Hijo de la única hija del viejo rey, casada en matrimonio secreto con un hombre inferior a ella, fue arrancado del lado de su madre con apenas unos día de vida y entregado a un campesino pobre y a su esposa. La joven princesa murió poco después. En su lecho de muerte, el viejo rey hizo buscar al adolescente y lo había reconocido como heredero.

Desde el primer momento el joven dio muestras de una extraña pasión por la belleza. Todos los materiales preciosos lo fascinaban y había enviado a países extranjeros a muchos mercaderes para obtenerlos. Pero lo que más le había preocupado era el traje que llevaría en su coronación. En eso pensaba cuando se quedó dormido.

Y mientras dormía soñó. Creyó estar de pie en un desván. Niños pálidos y enfermizos se agachaban. Las caras estaban contraídas por el hambre, y las manos temblaban y se estremecían. Unas mujeres demacradas se hallaban sentadas alrededor de una mesa, tejiendo. 

El joven rey se acercó a uno de los tejedores y lo contempló. El tejedor lo miró con ira y dijo:

-¿Por qué me miras? ¿Eres un espía del amo?

-¿Quién es tu amo? -preguntó el rey.

- Es un hombre como nosotros -dijo el tejedor-. Aunque hay mucha diferencia entre nosotros: él lleva buena ropa, mientras yo llevo harapos, y mientras yo padezco de hambre, él padece por exceso de alimentación.

-El país es libre -dice el rey- y tú no eres esclavo de nadie.

-En la guerra -dijo el tejedor- los fuertes hacen esclavos a los débiles, y en la paz, los ricos hacen esclavos a los pobres. Tenemos que trabajar para vivir, y nos dan salario tan escaso que nos morimos. 

-¿Y ocurre así con todos? -preguntó el rey.

-Sí -contestó el tejedor-. Los mercaderes nos oprimen y tenemos que hacer su voluntad. El sacerdote cruza junto a nosotros repasando las cuentas del rosario, y nadie se ocupa de nosotros. A través de nuestras callejuelas sin sol se arrastra la Pobreza con sus ojos hambrientos, y el Pecado con su cara podrida la sigue de cerca. La Desgracia nos despierta en la mañana y la Vergüenza nos acompaña en la noche. Pero ¿esto qué te importa a ti? Tú no eres de los nuestros. Tienes cara demasiado feliz.

Y le volvió la espalda gruñendo y echó su lanzadera a través de la urdimbre, y el joven rey vio que llevaba hilos de oro.

Un grave terror se apoderó de él, y dijo al tejedor:

-¿Qué vestidura es la que tejes?

-Es la vestidura para la coronación del joven rey -respondió el obrero.

Y el joven rey lanzó un gran grito, y despertó.

Y se durmió de nuevo, y soñó. Creyó encontrarse sobre la cubierta de una enorme galera en la que remaban cien esclavos encadenados. Sobre una alfombra estaba el jefe de la galera. Era negro como el ébano. 

Al fin llegaron a una pequeña bahía. Cuando hubieron echado el ancla y bajado la vela, los negros descendieron y sacaron una larga escala de cuerdas. El jefe de la galera echó al agua la escala y los negros asieron al más joven de los esclavos, le quitaron sus grillos, le llenaron de cera las narices y las orejas y le ataron una gran piedra a la cintura. Descendió por la escala y desapareció en el mar. Momentos después, el buzo surgió del agua. Traía una perla en una mano. Los negros se la quitaron y volvieron a echarlo al agua. Y así una vez y otra vez. El buzo subió por última vez, con una hermosa perla. Pero su cara estaba muy pálida. Se agitó durante breves momentos, y luego dejó de moverse. 

Y el jefe de la galera lanzó una carcajada y dijo:

-Esta hermosa perla será para el cetro del joven rey.

Cuando el joven rey oyó esto, dio un gran grito y despertó.

Y se quedó de nuevo dormido, y volvió a soñar. Creyó que vagaba por un bosque oscuro. Allí vio una multitud de hombres que trabajaban en el lecho de un río seco. Abrían hoyos profundos en el suelo y descendían a ellos.

Desde la oscuridad de una caverna la Muerte y la Avaricia los observaban, y la Muerte dijo:

-Estoy cansada, dame una tercera parte de ellos, y déjame ir.

Pero la Avaricia movió la cabeza negativamente:

-Son mis siervos -dijo.

Y la Muerte le preguntó:

-¿Qué tienes en la mano?

-Tengo tres granos de trigo -contestó la Avaricia.

-Dame uno de ellos -dijo la Muerte-; uno solo, y me iré.

-No te doy nada -dijo la Avaricia.

La Muerte tomó en sus manos una taza y la introdujo en un charco de agua, y de la taza se levantó la Fiebre Palúdica. Con ella atravesó por entre la multitud, y la tercera parte de ellos quedaron muertos.

Cuando la Avaricia vio que morían tantos hombres, se dio golpes de pecho y lloró. 

-Has matado la tercera parte de mis siervos -gritó-. Vete y no vuelvas más.

-No me iré mientras no me des el grano de trigo -respondió la Muerte.

Pero la Avaricia cerró la mano y apretó los dientes:

-No te doy nada -murmuró.

La Muerte tomó en sus manos una piedra y la lanzó al bosque, y salió la Fiebre en traje de llamas. Atravesó la multitud y tocó a los hombres, y murió cada hombre a quien ella tocó. 

La Avaricia tembló y se echó ceniza sobre la cabeza.

-Eres cruel -gritó-. Vete y déjame mis siervos.

-No -respondió la Muerte-; mientras no me hayas dado un grano de trigo, no me iré.

-No te doy nada -dijo la Avaricia.

La Muerte silbó por entre los dedos, y por el aire vino volando una mujer. El nombre de Peste estaba escrito sobre su frente, y una multitud de buitres flacos volaba en torno suyo. Cubrió el valle con sus alas, y ningún hombre quedó vivo.

La Avaricia huyó gritando a través del bosque y la Muerte subió sobre su caballo rojo y partió al galope. Y del limo, en el fondo del valle brotaron dragones y seres horribles con escamas, y los chacales llegaron trotando por entre la arena, olfateando el aire.

Y el joven rey lloró, y preguntó:

-¿Quiénes eran estos hombres, y qué buscaban?

-Rubíes para una corona de rey -le respondió una voz.

Sobresaltado el rey, se volvió y vio a un hombre en hábito de peregrino, con un espejo de plata en la mano.

Y el rey palideció, y preguntó:

-¿Para qué rey?

Y el peregrino contestó:

-Mira en este espejo y lo verás.

Y miró en el espejo y, al ver su propia cara, lanzó un gran grito y despertó. El chambelán y los pajes le trajeron la vestidura de oro y pusieron delante de él la corona y el cetro.
Y el joven rey los miró: eran de gran belleza. Pero recordó sus sueños y dijo;

-Llévense estas cosas, que no voy a usarlas. En los telares de la Desgracia y con las blancas manos del Dolor se ha tejido la vestidura. Hay Sangre en el corazón del rubí y hay Muerte en el corazón de la perla.

Y les contó sus tres sueños. 

El chambelán le dijo:

-Señor, aleje de usted esos pensamientos. ¿Cómo sabrá el pueblo que es rey, si no lleva vestidura de rey?

-Creí que había hombres que tenían aire de reyes -respondió-. Saldré del palacio como entré en él.

Pidió a todos que se fueran, excepto a un paje. El rey se puso la túnica de cuero y el tosco manto de piel de oveja que usaba cuando desde las colinas vigilaba las hirsutas cabras del cabrero. Como corona usó una rama de espino que trepaba por el balcón que dobló para ponerla sobre la cabeza.

Así salió de su cámara al Gran Salón. Los nobles se burlaban, indignados. Pero el rey no les hizo caso y siguió adelante, hacia la catedral, mientras el pajecito iba tras él.

La gente se reía y se burlaba de él. El rey se detuvo dijo:

-No; soy el rey.

Y les contó sus tres sueños.

Y un hombre salió de entre la multitud y le habló con amargura, y le dijo:

-Señor, ¿no sabe que del lujo de los ricos se sustenta la vida del pobre? Vuelva a su palacio, y vista la púrpura y el lino. ¿Qué tiene que ver con nosotros, ni con lo que sufrimos?

-¿No son hermanos el rico y el pobre? -preguntó el rey.

-Sí -respondió el hombre- y el hermano rico se llama Caín.

Y al joven rey se le llenaron los ojos de lágrimas, y siguió avanzando. El pajecito se asustó y lo abandonó.

Y cuando llegó al pórtico de la catedral, los soldados le opusieron sus alabardas y le dijeron:

-¿Qué buscas aquí? Nadie ha de entrar por esta puerta sino el rey.

Y la cara se le enrojeció de ira, y les dijo:

-Soy el rey.

Y apartando las alabardas, pasó por entre ellos y entró al templo.

Y cuando el obispo lo vio entrar vestido de cabrero, se levantó de su trono y le dijo:

-Hijo mío, ¿es éste el traje de un rey? Éste debiera ser día de gozo y no de humillación.

-¿Debe la Alegría vestirse con lo que fabricó el Dolor? -dijo el joven rey. Y contó al obispo sus tres sueños.

Y cuando el obispo los oyó, frunció el ceño y dijo:

-Hijo mío, sé que se hacen muchas cosas malas en el mundo. ¿Puedes impedir que estas cosas sean? Vuelve al palacio y ponte vestiduras de rey. Y o pienses más en esos sueños. La carga de este mundo es demasiado grande para que la soporte un solo hombre y el dolor del mundo es demasiado para que lo sufra un solo corazón.

-¿Eso dices en esta casa? -dijo el rey. Y subió los escalones del altar y se detuvo ante la imagen de Cristo.

Se arrodilló e inclinó la cabeza en oración. De pronto los nobles entraron al templo espada en mano.

-¿Dónde está el soñador de locuras? -exclamaban-. Hemos de matarlo. Es indigno de regirnos.

Y el rey inclinó de nuevo la cabeza y oró, y a través de las vidrieras de colores, bajaba sobre él a torrentes la luz del día. El cayado seco floreció y se llenó de lirios más blancos que las perlas. La seca rama de espino floreció, y dio rosas más rojas que los rubíes. 

Se quedó inmóvil en su traje de rey, y la Gloria del Señor llenó el lugar. El pueblo cayó de rodillas, y los nobles le rindieron homenaje. El obispo palideció:

-Te ha coronado uno más grande que yo -dijo, y se arrodilló ante él.

El joven rey bajó el altar mayor y volvió al palacio. Pero ninguno se atrevió a mirarlo a la cara, porque era semejante a la de los ángeles.

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