Solo, intentando escribir los recuerdos de lo que fue mi vida, hago un esfuerzo por lograrlo y sobre este intento comienzan a aparecer imágenes de mi pasado, surgen éstas como fotografías en blanco y negro, un poco amarillentas por el tiempo. En una de estas fotos vivas, veo a la abuela columpiarse en su poltrona, aquella que rechinara tanto y que ella no quiso jamás que le pusieran aceite, pues así, según su opinión, se dormía mejor.
Seguro estoy que esto que la abuela decía son creencias de los viejos. Mi padre pasó junto a la abuela y le dio un nuevo impulso a la mecedora que ya lo había perdido, y la abuela no se percató, pues dormía como oso.
Siempre he creído que el día cuando muera mi abuela, será el día en que se lamente el tiempo pasado.
La abuela siempre ha sido polifacética, a veces se volvía teológica, otras artista, y así. Pero cuando más me ha gustado oírla, fue cuando se puso poética y hasta filósofa, pues hablaba y decía tantas cosas y tan bien dichas, por ejemplo nos comentó que mi abuelo tenía hijos con otras mujeres y cierto día un niño de estos se presentó en su casa:
- Buenos días señora- dijo el niño, tenía aproximadamente cinco años, estaba sucio y mal cuidado, se notaba claramente que estaba enfermo de gripe, pues dos hilillos verdes le corrían de la nariz a la boca.
-¿Qué quieres hijo?- le contestó la abuela.
-¿No está mi papá?- dijo el niño sorprendiendo a todos.
-¿Quién es tu papá mi amor?
-Le dicen “El cascabel”, pero se llama Eusebio.
La abuela empezaba a entender y creí que lo sacaría a golpes como cualquier mujer celosa que se da cuenta del adulterio y engaño; sin embargo:
-Y ¿qué deseas m’ijo?- continuó la abuela sin perder la cordura.
-Me dijo mi mamá que mi papá me compre una ropa de moda.
Seguramente el niño quiso decir una muda de ropa, pero su corta edad no lo dejaba expresarse bien. La abuela le dio parte de la ropa que teníamos nosotros, sin ofenderlo. Ella decía que el niño no era responsable de nada.
Cuando el abuelo llegó le dijo:
- Si tienes hijos, sé lo suficientemente capaz de mantenerlos- sólo eso y nada más.
También recuerdo un viaje que hice cuando niño:
-¡Corre, corre, alcánzala!
Por la ventanilla miré a los niños perseguir las mariposas, quienes cerca de perderse en la inmensidad de las nubes, se convertían en murciélagos. El autobús había devorado un tramo enorme de polvosa terracería. No faltaba mucho para llegar al pueblo donde nació mi madre. Deseaba pasar unas vacaciones con mi abuela en ese pueblo triste y viejo; los árboles y colinas corrían del frente a la parte trasera del autobús y me venían a la mente las palabras que ella me dijo al salir: “le llevas mis memorias a tu abuela”. Mi madre ya estaba muy vieja y no pudo hacer conmigo el recorrido, no es que no deseara ver a su madre, pero el camino era de terracería y le afectaba el “zangoloteo”.
Siempre he vivido, desde que murió ella, con el recuerdo de sus palabras: “Estaré contigo hasta el final de los tiempos…”. No sé por qué, pero cada vez que la recuerdo siento protección.
El polvo entraba por las ventanillas que alguna vez fueron corredizas. Cuando mi madre me dijo que debía de hacer este viaje pensé en rajarme, pero siempre tuvo la frase que me persuadió a hacer las cosas: “No seas como las ollas de mi tierra, siempre rajándose”. Yo quería, al llegar al pueblo, ver una olla completa para poder decirle que algunas ollas de Colipa no se partían.
El claxon del autobús me sobresaltó, unos burros en ávido romance estaban atravesados en la carretera. El arriero sudaba en el esfuerzo por querer quitarlos del camino.
Mi madre siempre me dio consejos que no se me pueden olvidar. Cuando ella murió el pueblo entero acompañó al cortejo. ¡Fue magnífica, claro que lo fue…!
“Hijo ven, tráeme el agua del pozo”. No sé pero siempre fui servicial con ella, tan sólo pude tenerla cinco años y solamente la recuerdo dos años de mi vida.
-¡Colipa!- gritó el cobrador del autobús. Por fin iba a ver el pueblo en donde nació, pero lo que mas deseaba ver en aquel pueblo, era la imposibilidad de mantener una olla entera.
Me había dado la dirección de la casa de mi abuela y sabía que preguntando a la gente, podía llegar. Pensé que posiblemente todos se conocían pues el pueblo era chico. Cuando un fuereño llega aun pueblo, la gente desconfía de él. Una señora y dos muchachas me miraron, lo hicieron con desconfianza y desdén, a pesar de que era un niño. Mi madre me había embarcado en mi pueblo y sabía que no me perdería al llegar a Colipa. Me acerqué, total, sólo iba a preguntar:
-Disculpe señora, ¿Dónde vive Vicenta Rivera?- La señora me dio la dirección de mi abuela y no quise quedarme con la inquietud:
-¿Es verdad que en este pueblo las ollas no se mantienen enteras?- La mujer desconcertada tardó en responder y quise responderme yo solo: “No muchacho, todas se han roto, tu madre tenía razón”.
Mientras caminaba por las calles del pueblo, vi muchos pedazos de ollas por todo el suelo, pensé en que la calzada estaba construida con las ollas incapaces de mantenerse completas. Al pasar por las casas se oía el crujir del barro, seguramente era el concierto de las ollas al romperse.
Mi abuela es muy vieja, el tiempo ha hecho secos y profundos surcos en sus carnes, pero no por eso deja de ser risueña y alburera. ¡Cuánto me río cuando recuerdo una de sus groserías con mi hermana Margarita!: Mi hermana tenía mucho tiempo de no verla y el día que la vio le gritó entusiasmada:
-“¡Agüela!”- La abuela al fin risueña y alburera le respondió:
-“Agüélame los pedos”.
¡Qué feliz fui mientras tuve quien hablara conmigo!
Mi madre siempre me dijo que sobre el tapanco había un baúl cerrado, el cual algún día yo abriría, pues era para mí, sólo me recomendó que lo abriera cuando ella muriera, el día que salí para su pueblo me dijo: “Recuérdalo, al regresar de Colipa puedes abrir el baúl que está sobre el tapanco”. Fue como si presintiera su propia muerte.
Tanto tiempo había pasado que llegué a pensar que nunca abriría ese antiguo baúl.
Los perros salían ladrándome al paso, perros flacos y sucios; en los pueblos no hay perreras y por esto los perros abundan.
Muchos son los recuerdos que cruzan por mi mente: mi padre siempre la engañó, al igual que el abuelo a la abuela, engendró varios hijos fuera de la relación que tenía con mi madre.
Las ollas seguían rompiéndose y los zopilotes volaban en círculos concéntricos sobre uno de los perros que había muerto en la calle. Al caminar por el empedrado no podía ver mi sombra, pues estaba totalmente debajo de mis pies. Sentí que el sudor me corría por las sienes y pensé que era preferible a sudar sangre.
En el comal de la abuela crepitaba el fuego. Cuando llegué al umbral de su puerta dijo:
- Pásale hijo, te estaba esperando- Me contó que cuando el fuego crepita seguramente alguna visita llegará.
La casa era de madera, todo estaba ahumado por la lumbre del brasero, inclusive las telarañas, las cuales colgaban como pequeñas hamacas sucias. Hablamos de los parientes y los recuerdos. Por la noche el lastimante zumbido de los grillos me mantuvo despierto.
Al llegar a la casa de la abuela busqué en su cocina con mucho interés una olla, pero nunca vi una completa, sólo pedazos, sin embargo había varias cazuelas; no comprendía por qué las cazuelas sí se mantenían completas.
-¡Sal Vicenta, que vengo por ti para otra noche de bodas! Se escuchó una voz afuera. Mi abuela me había dicho que no me espantara si iban a gritarle por las noches. Para mantenerse siempre vendió aguardiente que destilaba en su casa y los que le gritaban eran borrachos que estaban enamorados de ella y de su alambique.
Al otro día le pregunté a la abuela porqué las ollas se rompían y me dijo, no sin antes mirarme con desconcierto.
- Hace muchos años existió una leyenda que se hizo realidad en este pueblo: se cuenta que Colipa jamás produciría una olla entera, porque varios colipeños habían dado de tiros a la enorme cruz que está sobre el cerro en una batalla de los cristeros, dicha maldición acabaría hasta que Dios mostrara al mundo la olla que él había hecho y la cual estaba en custodia del mejor de sus ángeles, este ángel mostraría la olla de dios al mundo, cuando dicho ángel muriera. Todavía estamos esperando ese suceso”.
- Me dijo que era una olla muy hermosa color plata y que tenía impresos el rostro de Cristo y las manos de Dios, así como un rosario de oro alrededor del cuello de la olla.
Los zopilotes habían terminado con el perro muerto, se elevaban al cielo llevando entre sus patas partes de las últimas vísceras.
- Sabes hijo, Dios dijo que mientras no apareciera la olla, el cerro de los duendes estaría infestado de éstos, los cuales se ocuparían de destruir las ollas que se produjeran.
Ahora entiendo por qué ese cerro tiene una cruz en su cúspide y varios impactos de bala en su base, es el origen de esa maldición legendaria.
Caminé por las calles del pueblo y en la tierra árida, sólo se veían venas de zacate semejando una alfombra desgarrada.
No recuerdo haber visto llorar a mi madre; él nunca le pegó, aunque intentó varias veces.
-Vamos hijo, ya es tarde- Habíamos estado mirando al pueblo desde el Cerro de la cruz. Los zopilotes volaban en círculos concéntricos como si percibieran en Colipa un hedor humano.
Los días pasaron en casa de mi abuela donde todo era monótono y triste.
- Es mejor que vuelvas con tu madre, han sucedido cosas que así lo exigen. No debes esperar más- Cierta mañana dijo la abuela.
- Pero abuela, yo deseaba permanecer en Colipa, junto a ti y junto a los recuerdos de ella. No quisiera volver aún.
- Las cosas no se deben evadir, cuando es necesario se debe tomar al toro por los cuernos.
-¡Qué pasa en mi pueblo abuela, dímelo. ¿Acaso ya nacieron los cerditos de la “Chila”? o la primavera que se cobija en el mango, ¿Ya hizo su nido? Dime abuela, ¿Qué sucede en la casa?
En esos momentos entró un viejo que conocía bien a la abuela.
- Han seguido los anuncios en la radio Vicenta, no piensas ir con tu hija- Dijo el viejo.
- No Jacinto- respondió la abuela.- No tengo dinero ni fuerzas para enfrentar la situación.
-¿Qué sucede abuela?- interrumpí. No hicieron caso.
-Te presto un caballo para que no gastes en camión- Dijo Jacinto- y te doy dinero para tus gastos en aquel pueblo.
-No Jacinto, te agradezco todo, pero es más bien el impedimento del alma el que no me deja viajar que las carencias económicas que siempre me acompañan.
.Abuela- interrumpí- dame una causa mejor que la “Chila”. No quiero dejar a Colipa ni a su gente.
-Lo que quiero decirte son cosas que los niños no logran entender, sólo los grandes.
-Lo que no logro entender abuela es por que los grandes cuando hablan entre ellos lo hacen con confianza y cuando hablan con los niños, nos dicen mentiras.
-No sé Vicenta- dijo Jacinto antes de salir –si cambias de opinión me dices.
-Gracias- respondió la abuela.
Al salir don Jacinto, entró una vecina, era vieja y seca como la abuela “Chenta”, tenía los ojos negros como los capulines, aunque les faltaba brillo.
-Oye “Chenta”, ¿cuál de todas era Gregoria?- preguntó la vecina.
-Era la segunda de los cinco hijos que tuve.
-Sí, ahora creo recordarla, era la que corría a la orilla del arroyo y daba consejos a los niños como si fuera la madre de todos, a pesar de tener como ocho años.
-Sí, ella era Goyita.
-Abuela, ¿quién era esa mujer que se llama como mi madre y por qué hablan como si ella hubiera muerto- interrogué a la abuela.
-Esa mujer vivió aquí hace mucho tiempo, convivió con nosotros- Respondió la vecina.
ERA TIEMPO DE REGRESAR A CASA
-Tomas el autobús que dice Misantla-dijo la abuela-él te llevará de regreso a lugares que ya conoces, donde podrás guiarte mejor.
No sé por qué la abuela quería que regresara con mi madre, yo tenía pensado quedarme mucho tiempo en su casa. Una costumbre de mi abuela era oír la radio y en ella, algunas veces, se daban noticias de fallecimientos.
Era pequeño para poder reflexionar, por qué mi madre me dijo que abriera el baúl que estaba sobre el tapanco al regresar de Colipa.
Cuando dejé el pueblo, lloré, sentí que Colipa me arrojaba al mundo, quise regresarme y no dejar jamás el refugio de mi madre, pero era ya imposible, el autobús corría con todas las fuerzas que su vieja existencia le daba.
Nuevamente recorrí los paisajes: el silbido de los árboles, el canto lastimante del sol, las muecas de las nubes semejando arenales y el atardecer rojizo desgarrando la vida.
Pensé, durante mi viaje, que había algo sobre el tapanco al llegar a mi casa.
Hay grandes tristezas en la vida y era tiempo de conocer una. Mi pelo estaba polvoriento por lo árido del camino. Al bajar del autobús que me llevó de regreso a mi pueblo, sacudí las canas postizas que el viaje me había implantado. Al caminar, vi a varias aves que peleaban sobre un árbol de chalagüites, una de ellas cayó a mis pies y sólo abrió su pico como declamando el poema lento que dice adiós a la vida. Los vecinos empezaron a trepar al chalagüite, pues se murmuraba que el avecilla había dejado seis crías en el nido y entre todos deseaban ocuparse de ellas.
No alcanzaba a comprender, por qué afuera de mi casa había unas bancas azules y grises y varias personas sentadas ahí. Una vez más la corta edad no daba lugar a mi razonamiento.
Había llovido y las piedras estaban resbalosas, empecé a oír una letanía muy triste que salía de mi casa, en algún lugar la había escuchado seguramente.
Mis hermanos salieron a recibirme, todos lloraban al igual que mi padre a quien miré a lo lejos.
Mi madre había muerto, era verdad, y yo no había escuchado su último poema que dice adiós a la vida.
Los días habían pasado y el ajetreo de los velorios y los rezos. El canto de las viejas chismosas que sólo van a tomar café y a contar cuentos, no me dejaban recordar las últimas palabras que mi madre me había dicho al partir a Colipa: “Al regresar abres el baúl que está sobre el tapanco”. Me vino como una chispa al cerebro y éste botó a mi cuerpo hacia delante, corrí como desesperado, subí al tapanco, tomé el baúl que no era muy grande y lo bajé, quería ver su contenido a la luz del sol. Desesperadamente desaté las cuerdas que encerraban el último regalo de mi madre. Al abrirlo escaparon de él infinidad de mariposas de distintos colores, semejando espejos que subían al cielo, pues el sol reflejaba sus rayos en las alas de ellas y todo ese resplandor lastimaba mis ojos. Cuando escapó la última, una pequeña mariposa color verde claro, vi el contenido del baúl y se me hizo nudo la garganta, no podía creer lo que veía, toda una vida de mágicos y legendarios recuerdos, toda la esperanza de la gente de Colipa encerrada ahí. Una madre fantástica podía surcar el río de lo maravilloso y real: como si las manos de Dios y el rostro de Cristo fueran poco regalo para un mortal cualquiera como yo. Guardo entre mis muchos recuerdos un rosario de oro que también estaba en el baúl y guardo el recuerdo de mi madre como la esperanza de un pueblo entero.
A los pocos días de que abrí el baúl que mi madre me regaló, supe, por comentarios de mis tíos, que en Colipa había desaparecido la imposibilidad de mantener las ollas enteras, ahora se elaboraban preciosas ollas y jarrones, decía el pueblo que el ángel de Dios, en algún lugar del mundo, había dado a conocer la olla que Dios creó y que al mostrarla había muerto…
Volví a atar el baúl mientras escuchaba el chillar de los seis polluelos que el ave aquella había dejado huérfanos en la batalla de la vida.
La abuela enfermó con el tiempo y en su enfermedad yo sentí que el tiempo pasado se moría. Todo, todo se iba con la abuela Vicenta Rivera. Cuando murió la abuela, mi abuelo no lloró, creo que no la quería, sin embargo, varios amigos sintieron su muerte y yo más que ellos.
Ahora acabamos de volver del cementerio, fue su sepelio y quisimos acompañarla a su nueva estancia. El tiempo que estuve junto a su tumba hizo que reflexionara y me diera cuenta que parte de los recuerdos con ella, empezaban a borrarse de mi mente. Creí conveniente intentar escribir todo, para que cuando se fueran de mi memoria los tuviera atrapados en papel.
Por eso estoy aquí, intentando recordar todo lo que ha sido de mi vida al lado de mis cinco hermanos, ya que parte de nuestros recuerdos se quedaron sepultados con la abuela.
FIN
Parece que es un cuento del tipo costumbrista. Una abuela como muchas, en una situación muy bien recreada por el autor.